René Martínez Pineda *
Cuando volvió a leer lo que había dejado abandonado (por cosas que ya dijimos) volvió con el ánimo de enmendar ese error de la voluntad desde la comodidad de su sillón café oscuro (ya dijimos eso también) y sintió que todo estaba decidido desde siempre, pero no para siempre, esa es una salvadora licencia literaria de quien escribe (mal o bien, mucho o poco, de esto o de eso, al final no importa, así como no importa el tipo y monto del delito, sino la clase social del imputado) una novela corta, un cuento largo, o un poema carnal que raya en lo insurreccional.
Esa deliciosa y adictiva succión del veneno que, además del don la palabra, le da otra razón de ser a la lengua (descubierto, esto, al unir con saliva la pasión con la anatomía de la mujer justo en su medio día) extendía sus tentáculos hasta el bajo cuerpo del protagonista nocivo, lo enrollaba y lo deshacía como caracol torturado por la sal de la cuaresma, y esa sensación que lo paralizaba y motivaba, al mismo tiempo, tenía un papel definitorio y justificador que jugar, pues él era, de cerca y lejos, una execrable figura que era obligatorio y justo asesinar en silencio y por ignorada voluntad de la víctima. La lectura hizo saltar como venados los yerros, los huecos, los olvidos, la falta de detalles tangibles y recalcó la urgencia de hacer de carne y hueso a la hermosa y mítica Erato para que, con su sensual cotidianidad, inspire la palabra correcta en el tiempo justo, porque no es lo mismo acordarse de algo que estarlo viviendo.
A partir de esa reflexión sobre lo inconcluso de su novela, y sobre la premura de la inspiración visible que es una premisa para escribir, hoy cada palabra, cada coma, cada figura literaria debe tener un uso doméstico escrupulosamente dado. El repaso violento -eso era: un repaso violento de lo escrito- se interrumpía apenas para que una mano acariciara, incesantemente y por instinto, su testículo derecho con cierto gesto de ternura y curiosidad infantil.
Empezó a ponerse más oscuro afuera de la puerta. Sin ver la hora, eso es baladí cuando la creatividad reina, disciplinadamente liado a la labor de repaso y edición que le esperaba, se levantó del sillón café y abrió la laptop. Montándose en lo escrito como en un potro salvaje, por el lado norte del animal, recorrió las páginas por el flanco equivocado del renglón para obligar al cerebro a pensar diferente. Desde el lado opuesto de la ventana, mientras resolvía el lío de las palabras, por un segundo vio correr la madrugada con el pelo suelto, huyendo con rumbo desconocido hacia el cementerio de los ilustres. Entonces corrió tras ella soportando el ritmo, atrincherándose en las casetas de vigilancia privada que han relevado al árbol de fuego y a la flor de izote, hasta descubrir en la mansa neblina la avenida de los mártires de 1975 que nos lleva de la mano a la universidad pública que parió a la novela. A esa hora se supone que los gatos callejeros hacen un escándalo azul al coger, y lo hicieron.
El sereno no estaría despierto a esa hora aunque ese sea su trabajo, y no lo estaba. Desde la sangre galopando en sus oídos (la ejecución selectiva en San José Las Flores, Chalatenango, por parte de la Policía de Hacienda, en marzo de 1979; el asesinato del padre Rutilio Grande, el 12 de marzo de 1977, en El Paisnal, ejecutado por un escuadrón de la muerte; el asesinato del padre Alfonso Navarro, el 11 de mayo de 1977, en la Colonia Miramonte, San Salvador, perpetrado por la ultraderechista Unión Guerrera Blanca; el asesinato, el 28 de noviembre de 1978, del sacerdote Ernesto Barrera Motto, en San Salvador, por la Guardia Nacional; el martirio del sacerdote Octavio Ortiz, el 20 de enero de 1979, en una casa de retiros en San Antonio Abad, San Salvador, por la Guardia Nacional, junto a 4 jóvenes aspirantes al sacerdocio; y otros hechos represivos selectivos y masivos) le llegaban las palabras de la mujer: primero un vagón presidencial, después la desnudez, un trago derramado sobre su entrepierna. Allá, dos salidas. Nadie fisgoneando, ningún testigo delator. La puerta del vagón y el veneno derramado, la luz de los ojos en trance de muerte, el respaldo del sillón café oscuro, la cabeza del hombre en el sillón –y su testículo derecho- leyendo la novela simbólica que generaliza un hecho individual. Después la sala es otro lugar, una íntima placita quizá (íntima por pequeña y por impúdica, pues le da las nalgas a la calle y al cielo) y me gusta. No había más que él y, claro, gatos callejeros; talvez alguno de los que ahora pasan para hacerle sugerencias de estilo y precisiones históricas. De un salto se apoltronó mejor y se dejó amarrar por la luna, dejando sin refugio el pecho, las ojeras de las manos, la ventana sin rostro. Tenía ganas de ver fotos inspiradoras y encendió un cigarro; creo que cuando la llama se fundió con el tabaco vio por primera vez la trama de la novela tal cual debe ser: una alegoría convincente de la realidad.
Tan claro era todo ya, ahí a diez centímetros -estaba solo contra las páginas en la llanura del sillón- que al principio el miedo no lo dejó ver bien a la mujer. Ahora, reflexionando sobre lo ininteligible del relato sobre el relato que irrita a muchos, así como es la vida social, todos la vemos más mundana en ese momento en que le leemos el gesto de placer al momento de propinar el más grande castigo (de golpe había abierto las piernas como arma del delito, y la boca, la boca estaba ahí, confesándolo todo sin decir nada), cuando comprendió lo que le ocurría al ilustre asesinado y se dijo que valía la pena quedarse a mirar (la brisa barría las palabras, los casi suspiros).
Él sabe mirar y sabe que mirar no bota las máscaras de la gente, aunque a veces, si se hace bien, nos lleva, sin garantía de nada, al otro lado de nosotros mismos y es un acto más íntimo.
De todas maneras, si de antemano se huele la posible falsedad, mirar se vuelve natural; basta con escoger entre el verbo y el sujeto, quitarle a la gente de tanto disfraz. Pero eso es complicado porque la realidad tiene sus mañas de novela larga.