Mauricio Vallejo Márquez
Escritor y coordinador
Suplemento Tres mil
Esa noche de noviembre lo único que deseaba era comerme un sorbete. Mi mamá se iba para San Vicente a una fiesta del Canasto, o algo así.
Se hacía tarde y se veía que la noche era inminente, los años de la guerra me habían enseñando a ser prudente a medias, sabía que no podíamos estar muy tarde afuera. Mi tío Manuel Ramón nos dijo que entráramos al carro y que en cuestión de minutos íbamos a llegar a la sorbetería. Creo que estaba molesto por la espera, todavía la paciencia era un lujo para mí.
La Avenida Bernal era mucho más serena que hoy, contaba con menos espacio en las aceras y no era tan larga. Así que no había forma de que el trafico fuera tan terrible en una noche de sábado. De pronto, al pasar el hospital militar comenzamos a escuchar pequeñas detonaciones que yo confundí con cohetes, pero las ligeras agujas que se miraban saludarse en la intersección de la Calle San Antonio Abad le sugirió al tío que estábamos frente a una balacera, de inmediato dio un giro como ese de películas. Y yo comencé a protestar por el sorbete. ¡Vaya niño!
Al llegar a la casa mi mamá nos recibió tranquila. Aún estaba en la casa, al parecer la gente que la iba a recoger no llegó a tiempo. Mi tío no dejaba de mostrar la preocupación que se le hacía gotas en la frente. Mi mamá espero a que se marchara y me dijo: “Comenzó la ofensiva”.
Todos esos días de 1991 estuvieron colmados de esperanza. No porque comenzaran esos enfrentamientos y sus consecuentes muertes. Lo menos que podíamos esperar de todo aquella tormenta era la paz, un cambio.
Es de ingenuos creer que las cosas pueden cambiar estrepitosamente sin dejar huellas del pasado, toda herida deja una cicatriz en la piel o en el alma, pero solamente uno decide como tomar ese momento.
Mi familia se reunió en la casa de mi abuela en la San Luis, y vi pasar frente a mi casa a pequeños amigos, a compañeritos de colegio, a mis primos que se quedaron con nosotros. Aquellas masas de personas que iban con una bandera blanca, sin agitarlas. Las calles parecían albergar manifestaciones que pedían la paz, como preámbulo de un nuevo tiempo.
En esos años tenía la conciencia que te trae tener familia comprometida con la democracia, con cuota de sangre entre la que podíamos mencionar a mi tío Ernesto Barrera Motto, quiera sacerdote, y mi papá Mauricio Vallejo, que era escritor. Sabía que no se podían decir cosas, defender la igualdad, la justicia y todo eso. Más de una vez fui imprudente por eso de ser tan transparente y creer que todos somos buenos.
Las luces se apagaron aquella noche del 11 de noviembre de 1989, para encenderse en nuestro país. Quizá no vivimos en una Suecia y todavía existan cosas por enmendar, pero aquella ofensiva fue determinante para que seamos hoy, lo que somos.