Mauricio Vallejo Márquez
Escritor y coordinador
Suplemento Tres mil
Las luces de la oficina se encendieron. El pasillo quedó plenamente iluminado, como un estadio de fútbol. Las paredes blancas se confundían con el techo y el suelo del mismo color, dejando ver en cada cubículo el marco negro que contenía la fotografía de un hombre sonriente de cabello corto pero evidentemente rizado que contrasta con su piel aceitunada donde unos alineados dientes emergen de sus estrechos labios, y sus ausentes ojos parecen verlo todo. Tiene la bandera de El Salvador de fondo y sobre su pecho la banda presidencial con el protagónico escudo de El Salvador. Observa como la Gioconda de Leonardo da Vinci, pero mostrando sus dientes.
Los escritorios comienzan a llenarse de todo tipo de personas, altas bajas, corpulentas, delgaduchas, jóvenes y viejos, la mayoría barrigones, que se mueven con dificultad. Las 7:00 de la mañana en punto y comienza el movimiento de papeles, llevar el informe al supervisor, traer la carta firmada por el director.
Un joven nervioso llega a su escritorio. Mientras se sienta y enciende su computadora intuye la sombra del supervisor.
-¿Tarde?
-Sí, señor. Un contratiempo.
-Procure que no se repita, sino ya sabe.
El hombre de cejas gruesas arqueó sus distintivas en la frente y siguió su camino.
Cada mañana era lo mismo. La oficina se iluminaba y el rostro del presidente era una aparición en cada cubículo al que parecía tener que dar cuentas todos los días.
La mujer extravagante que estaba cerca del oasis le llevaba las veladoras y le ponía una rosa.
Al joven nervioso le causaba risa, pero procuraba que nadie se diera cuenta. Un día la vio rezarle a la imagen y no soportó. Se dio vuelta para mantener la prudencia. Logró verse reflejado por el cristal y la mirada del presidente fue intensa. El joven nervioso observó con desconfianza la imagen y no soportó. Se dio vuelta para mantener la prudencia. Logró verse reflejado por el cristal y la mirada del presidente fue intensa. El joven nervioso observó con desconfianza la imagen y continuó trabajando. El viejo macizo que estaba cerca de las gradas tenía por costumbre hurtar las resmas de papel para su casa. Lo hacía todos los días, tomaba el periódico como si lo leyera y miraba a su alrededor, y ponía la resma cubierta por el periódico doblado. Nadie lo había visto, solo el joven nervioso. Total, si hablaba habían problemas. El silencio era lo prudente. Pero al viejo macizo le llegó su día, de pronto una mañana al encenderse las luces no apareció. Pasó el día y ni señas.
La mujer de cabello brillante siempre está cerca de la cafetera conversando. Frente a la imagen del presidente, cuchicheando, perdiendo el tiempo. Todos los días, en cada oportunidad. La ve tan tranquila, la observa. Sonríe abiertamente mostrando sus dientes desiguales, pero blancos, como si fuera a morder una manzana. Hoy lleva unos pendientes de perla y observa moviendo su rostro como un adorno que alza su elegante cuello. Nadie le dice nada. Con su cabello brillante está ahí, quieta. El joven nervioso la observa, es curioso. En la oficina no se conoce el sol, pero la piel de esa mujer le ha dejado sus piernas bronceadas, tanto que las uñas de sus pies parecen pintadas de blanco como si fueran tablas de madera color crema o arena blanca. La oficina blanca, la luz blanca y su piel morena frente a la imagen del presidente. El señor funcionario no es el mismo, tampoco la mujer de cabello brillante. Esa mañana las cosas habían cambiado. La foto del presidente parecía sonreír más y los escritorios eran máquinas, brillantes máquinas con engranajes de bronce y resortes, funcionando como un reloj.
El joven nervioso sentía la necesidad de seguir ese ritmo, sentía como si tras su espalda alguien lo observaba tanto que los hombros comenzaron a pesarle.
-Es como si el presidente nos viera.
Entonces se detuvo.
-¿Qué locuras digo?
Apretó sus ojos y tímidamente dejó escapar una sonrisa y se detuvo a leer las diminutas letras que bordeaban el retrato. Era la primera vez que lo hacía. El presidente pareció sonreír más en tanto el joven nervioso pronunciaba las sílabas de la última palabra: to-do.
Resopló al abrir más los ojos y leyó completa la frase:
“El presidente lo mira todo, lo sabe todo.
Nadie está fuera de su vista.
El presidente lo sabe todo”.
Sintió de nuevo la sombra del supervisor y la mirada precisa y fría lo devolvió al trabajo.
-Nada de distracciones
-Sí, señor. Avanzamos.