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La oscura noche de los desaparecidos

Álvaro Darío Lara

Poeta y escritor

 

En noviembre de 1983, el titiritero Roberto Franco, desapareció, en medio de la violencia irracional que imperaba en el país. Su paradero hasta la fecha es desconocido. Igual suerte corrieron otros artistas, escritores y poetas, como Mauricio Vallejo, desaparecido en julio de 1981. Asimismo fueron secuestrados y luego asesinados brutalmente, muchos periodistas, como el poeta Jaime Suárez Quemain, en 1980.

A esta cruel nómina se agregan los caídos durante la guerra civil, como los poetas Rigoberto Góngora, Alfonso Hernández, Amílcar Colocho, Amada Libertad y Jaime Núñez. Y otros ejecutados por sus mismos compañeros de lucha, como Roque Dalton, Claudia María Jovel  y Arquímides Cruz.

Tres semanas antes de su desaparición, en una céntrica cafetería de San Salvador, justo frente al Teatro Nacional, compartíamos un café con Roberto Franco. En esa misma mesa se encontraban Dimas Castellón y otro amigo escritor. El nerviosismo era inocultable en alguno de los presentes. Al contrario, Roberto, se mostraba sereno.

Eran días de persecución, y quienes estaban organizados o eran colaboradores o simpatizantes de la izquierda –sobre todo- corrían graves peligros. Idéntica suerte les deparaba para los que- aún sin tener ningún vínculo político- eran amigos o cercanos a los comprometidos.

Asimismo, eran días de fanatismo e intolerancia al interior de las mismas organizaciones, que en ocasiones, resolvían mediante la desaparición o el asesinato, sus diferencias.

Roberto dio vida a un recordado personaje, la Ranita Aurora, vocera cómica y popular, en los momentos más álgidos de “la movilización de masas”, como se decía en aquellos tiempos. Tenía  un brillante talento con sus muñecos del Teatro Pequebú (nombre tomado del conocido cuento de Mario Benedetti).

A inicios de 1983, un grupo de artistas formó una nueva organización que aglutinó a la mayoría de grupos culturales y personalidades de aquel tiempo, se llamó Asociación Salvadoreña de Trabajadores del Arte y la Cultura (ASTAC). Sus miembros se distribuyeron por ramas: Teatro, Música, Danza, Artes Plásticas y Literatura.  Por supuesto, entre sus constituyentes, estuvo Roberto Franco.

Ingresé a ASTAC en 1984, integrándome a la sección de Literatura. Ahí estábamos a la sazón: Mirna Martínez, Mario Noel Rodríguez, Joaquín Meza, René Iván Morales, René Edgardo Rodas, Ramón Hernández, Sergio Vásquez y Carmen González. Impulsado más por la amistad y el cariño a sus miembros,  el poeta Ricardo Lindo, se afilió también.

Para julio de ese 1984, ASTAC lanzó su temporada artística “El Aguacero”, que se prolongó por dos meses, llevando distintas presentaciones a lugares no convencionales –para aquella época- como parques, mercados, plazas y otros escenarios populares.

Cuando ASTAC decidió publicar un boletín, nos dimos a la tarea de armarlo junto con mi amigo el artista plástico Óscar Vásquez. El boletín se denominó “Pregón” e hicimos dos números. En la primera publicación, correspondiente a agosto-septiembre de 1984, apareció un hermoso poema que Ricardo Lindo nos entregó, como un tributo al desaparecido Roberto Franco.

Traerlo al recuento, ahora que Ricardo emprendió ya su viaje al Otro lado del Espejo, es oportuno, como un signo de la honda sensibilidad, compañerismo, y amistad del poeta ausente, respecto de un  tiempo de muchos sueños y esperanzas, pero también de mucho horror.

Años después, Ricardo, volvió a recordar a Roberto, en su libro “Lo que dice el río Lempa” (1990) al dedicarle el relato “Noche de títeres”, cuya leyenda reza así: “a la memoria de mi amigo el titiritero Roberto Franco, desaparecido en noviembre de 1983, víctima de la guerra”.

También lo evoca en el  último texto del libro en cuestión, titulado, “Años de guerra”. Apreciemos un fragmento inicial: “1979. Todavía no comenzaba la guerra. Los poetas nos reuníamos en las cafeterías. Te acuerdas Roberto Franco, te acuerdas, Jaime Suárez, amigos míos que arrastró la noche. Aún hacíamos bromas. Como en las manifestaciones que se iban sucediendo una tras otra se disparaban balazos, los dueños de los establecimientos cerraban sus cortinas de metal y nos quedábamos encerrados. Aún había cerveza, café, cigarrillos que compartir. En las conversaciones, los nombres de poetas distantes en el tiempo o el espacio, o ambas cosas, alternaban con la idea reiterativa de una patria nueva”.

Queda la poesía de Ricardo, en verso y prosa,  para siempre entre nosotros. Y queda el entrañable recuerdo de Roberto Franco y  de sus maravillosos muñecos de magia y de belleza, huérfanos de su padre, desde entonces.

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