René Martínez Pineda *
Quién sabe cuánto tiempo hace que me repito todo esto y todo aquello, y es vergonzoso porque hubo una época en que las cosas me sucedían cuando menos pensaba en ellas, empujando apenas con el pecho cualquier rincón del aire. Casi siempre sólo necesitaba meterme de cabeza en el caos furioso del patriota sin patria –así es el salvadoreño desde la segunda mitad del Siglo XIX- que se pierde en sus absurdos y necios favoritismos callejeros, como cultura política de súbdito, que lo tienen y mantienen esclavizado a salarios de hambre sin protestar ni levantar la mano, y casi siempre mi naufragio asfáltico encallaba en las cavernas secretas de la biblioteca pública donde, viendo sobre el hombro, escribía extensos correos clandestinos para montar un golpe de mano contra la dictadura militar, quizá porque el adictivo olor a libros usados y los estantes como altos guardianes del saber utópico han sido mi exilio inconfeso desde niño, cuando jugaba a descubrir y resolver oscuras conspiraciones políticas en medio de las páginas amarillentas que tenían, en código, las coordenadas de las calles por recorrer.
Por acá, por ejemplo, la mítica calle Celis, territorialidad cultural y confusa en la que ya hace tanto tiempo fui a quitarme la capucha de la inocencia como un par de zapatos viejos. Allá por el año sesenta y nueve, la calle Celis era la isla del tesoro en la que deliciosamente se mezclaban la presunción del pecado de la iniciación y la sífilis legislativa, donde se pregonaban de boca en boca las noticias de los crímenes de lesa humanidad y se prendían las luces rojas del vestíbulo del inframundo donde, en silencio, proyectaban inaccesibles documentales sobre la tragona realidad no contada en público. Las muchachas de esos días tan remotos como fascinantes me miraban con una mueca entre carnal y lastimera, yo con unos exiguos colones en la cartera, pero caminando por la vida como un hombre hecho y derecho sojuzgado por fiscales (entonces clandestino-militares, y hoy mediático-mercantiles); la zampoña delirando milongas con la mano en el bolsillo de los ricos; fumando un aromático Mapleton porque mi abuela me profetizó el vicio.
Hoy recuerdo los olores leves y los sonidos fulminantes de antaño, esperanza y ansiedad de la nostalgia sin distancia ni estancia; el puesto de periódicos viejos donde, a escondidas, se podía comprar revistas con mujeres desnudas e irrealmente hermosas y con anuncios de quiméricas masajistas relajantes, y desde esos días soy sensible a esa falsa luna de pizarras sin lecciones ortográficas (la otra luna de la utopía y de las musas inéditas), y tragaluces rotas por esquirlas con rumbo conocido; a esa noche falsificada con comunicados de prensa del Ministerio de Defensa que promovía la ceguera del sol. Me asomaba con artificial apatía a la puerta sin rostro del cuarto del mesón donde decodificaba, al milímetro, el misterio de la conciencia colectiva; los tétricos y largos pasillos que conducían a los temibles consultorios de la gonorrea supurante y, para eternizar la paradoja del pecado original, sus ventanas mostraban el adyacente paraíso terrenal de la fornicación divina, con mujeres de “la vida alegre” y perversa –tal como las etiquetaban en los diarios e iglesias-, con pócimas de ruda machacada con alcohol, con faldas cortas, blusas escotadas y calzones floreados, y la casas aledañas tenían el inconfundible aroma a sándalo que salía de las tienditas para pobres que yo creía de lujo y, a lo lejos, chispeaba un almacén de muebles elegantes, espejos enormes, electrodomésticos fuera de este mundo, cosméticos caros y televisores mágicos.
Incluso después de cinco décadas bien vividas en medio de una guerra indeleble, aún es inevitable que pase por la calle Celis sin conmoverme absurdamente con el recuerdo de la juventud al borde del suicidio político-fornicario; el primer embrujo es indestructible y ramificado y, por tal designio sociocultural, me gusta viajar a la deriva, siendo ese lugar el punto de partida de la travesía, por las calles históricas que no recuerdan su historia, sabiendo que de súbito voy a toparme con la biblioteca pública, las cafeterías bohemias, las librerías humildes, los almacenes de inmigrantes y la farmacia con una fuente de sodas me encandilaba mucho más que las vitrinas que le sonreían a las plazas y las aceras. La Bella Nápoles como refugio de los eruditos del análisis de coyuntura que leían el Diario Latino religiosamente; el cine Metro y sus lecciones de sexología empírica; la Pizza Boom y su olor a travesura ultramarina; el Disco Almacén y su caja empotrada en la capota de un carro clásico; el elegante Teatro Nacional lleno de subversivos clandestinos y, si nos ponemos indigentes, el Portal La Dalia donde vendían especias y almanaques; el Parque Libertad con desempleados eternos y pensionados que no tienen quien les escriba; con su caca de palomas y rumores populares de la lucha revolucionaria; con sus relojeros que le dan cuerda al tiempo pasado y un inaudito almacén de artículos deportivos donde quizá nadie compró jamás una pelota de fútbol, ese mundo irreal que optó por otra luna de espejos diáfanos con figuras alegóricas de ángeles que tienden las manos para ofrecer una flor de dos pétalos, ese parque público y vocinglero a la misma distancia de la infamia paramilitar de la Policía Nacional y de la Lotería Nacional de Beneficencia que nunca ha vendido billetes premiados entre los pobres. Cuánto de ese lugar, de esas calles, de esos olores y de esos recuerdos ha sido mío, en verdad, desde el inicio de mis tiempos. Pero, hoy sé que desde muchos años antes de intuirlo ya era mío todo eso y todo aquello cuando, parapetado en una esquina del Mercado Excuartel, contando el exiguo capital financiero de mi vida de bachiller, me hallaba en la encrucijada de gastarlo en un cincho de cuero o comprar la última novela de García Márquez en el puesto de libros usados, saboreando un cigarro que llenaba de neblina azul mis pasos y en un compartimento de la cartera baldía, junto a los correos clandestinos recién recogidos en la parada de buses, el sobre bullicioso del condón comprado, por si la suerte cambiaba de repente durante la espera, en una farmacia donde el vendedor no hacía preguntas inoportunas, pero que no podía disimular su risa irónica, o su lástima, al intuir que se pudriría en mi cartera porque el dinero era escaso aunque la juventud era una fiesta opulenta en mi cara.
*René Martínez Pineda
Director de la Escuela de Ciencias Sociales