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En la otra parada me bajo (1)

René Martínez Pineda *

Huele a ciprés magullado, dijo, masticando un chicle irreal e insípido para deglutir la última y más triste noticia traída del Caribe, por 81 hombres de negro, en el yate “Granma”: la muerte de Fidel, el algoritmo humano del número 26, cuya enorme e inexcusable foto caminando junto al Che dominaba la sala de la casa desde 1969, año en el que 400,000 personas asistieron al Festival de Woodstock, Nueva York, en busca de “tres días de paz, música y amor”, lo que ella interpretó como el inicio del fin de la cultura política que sólo tiene jueces supremos de lo mercantil. Si no es una mucha molestia para ti, apártame un lugarcito cuando llegues, le pidió, Lucrecia, amoldando con dolor su cabeza en la mecedora y dejándose seducir por el aroma del sándalo místico que siempre deambulaba por su casa, y que es para oxigenar el cerebro y espantar a los malos espíritus, explicaba, antes de que le pidieran explicaciones.

Ignota (ese nombre eligió el papá, sin saber su etimología, imbuido por un airado desplante que le hizo un opositor al General Maximiliano Hernández Martínez, en abril del 44, y que él supuso era un halago elegante), puso la medicina al alcance de su mano, sobre la mesa de sala –una Luis XV, con espejo, ovalada, en perfecto estado- y repasó la casa con una mirada de inexorable adiós, como si esa fuera la última vez frente a sus ojos. Todo está en su lugar, dijo, sosteniéndose apenas en un largo y escarpado suspiro mientras pasaba la escoba de la mirada. La Norma vendrá hoy, y además de hacer limpieza general y botar los chunches viejos cuidará a la niña Lucrecia, pues está al tanto de todito, incluyendo la hora y dosis de su medicina, pensó, con alivio, Ignota. Ya podía irse tranquila y hacer de su absoluta propiedad las penúltimas gotas de luz del viernes; pasar por donde Soledad, su hermana mayor, para conversar un rato sobre la triste muerte del Comandante en Jefe de la Utopía –así le decían, a solas- de quien estaban enamoradas en silencio; beber el grato café de las 4:00; oír la vieja música de protesta de Silvio Rodríguez y Pablo Milanés y, como invitados de rigor, oír “like a rolling stone”, de Bob Dylan, y “wish you were here”, de Pink Floyd, porque tenían un gusto musical versátil siempre y cuando fuese música de denuncia; saborear una cemita mieluda recién horneada; salir corriendo hacia la parada de buses… despedirse con un fuerte abrazo.

A las 3:37, cuando la hojarasca estridente de los empleados públicos se toma por asalto las paradas de buses del centro y los parques venidos a más gracias al joven alcalde, el mercado central queda huérfano y envuelto en una penumbra lúgubre. Subiendo unos mil pasos por la calle El Comercio y virando a la izquierda, en la Avenida Juan Bertis, venía Ignota chirriando los zapatos nuevos como si se deslizara sobre átomos de azufre vivo, paladeando un aire frío de octubre en noviembre frenado por los escudos de cemento techado que le metían zancadilla. En la parada de buses del otro lado de la farmacia La Salud, rumbo al centro de la capital, esperó la ruta 43, vio una pelea de perros jiotosos y el campanario de la iglesia El Calvario le pareció un largo pincel rojo garabateando celajes en el alto cielo sin almohadas, tan alto que le dio un vahído sepulcral que la hizo sentir como muerta en vida, o viceversa. ¡Adiós, don Nico, cuídese mucho!; y el barbero le devolvió el saludo sollozando al reflejo (¡Adiós, Ignotita, qué linda y solitaria te ves hoy, que te vaya bien mija!) y al mismo tiempo como admirando con nostalgia su belleza legendaria que provocó que, sin exagerar, todos los de Ciudad Delgado la compararan (a sugerencia del “Padre Colorado”) con la perfección irreal de la Virgen de la Luz -la santa patrona clandestina de los guerrilleros urbanos- a quien con cariño vernáculo llamaban “la diosa de las 6 pulseras”, por lo de la cabalística del número con el compromiso social de la lucha armada; una belleza legendaria que ese día lucía sobredimensionada y rejuvenecida con abuso: la blusa de seda negra que le hacía más depurada la silueta; la diadema de carey que domaba el ímpetu hermoso de su pelo negro; la cartera amarilla apenas más grande que su mano; el pañuelo blanco con encajes barrocos, y un lirio colosal amarrado entre los dedos que parecía ser parte orgánica de las manos. Por el carril vacío de la avenida venía cabalgando enardecida la 43, con tal velocidad que temió que se fuera de largo. Pero se detuvo frente a ella, de súbito, hundiendo las seis pezuñas de caucho en el asfalto, hasta el fondo, como si le hubieran jalado la rienda con fuerza sobrehumana y, con un halo de cadavérico misterio, desenfundó un tosco y crónico bramido de hielo seco –piiiiiichssss- al abrirse las puertecitas para Ignota, que era la única pasajera en la acera silenciosa de esa hora.-

Al subir la primera grada se percató de que no había sacado las monedas y se puso a buscarlas en la cartera amarilla que era un mar insondable de artefactos que imitaba a la chistera de un mago que saca y saca cosas más grandes que su copa alta. Cuando pensó que se estaba demorando demasiado, el chofer le dijo, con cara seria, que para ella el viaje sería gratis, lo cual fue confirmado por el leve guiño de sus ojeras de ultratumba que resaltaban amistosamente en el cuello de la camisa pulcramente blanca. Ignota agradeció con una sonrisa amplia y simple que se mantuvo inmóvil unos pasos, y al darse vuelta se dio cuenta de que el chofer le había clavado los ojos en la espalda, cerca del cuello, emulando a un torero que prepara la estocada final, como si hubiera visto a una muerta hermosa, o como si estuviera viendo un milagro tangible o una tenue aparición. Sonriendo para ella buscó asiento en el fondo, cerca de la salida, como siempre, para bajarse sin demora y sin roces corpóreos pre-coitales y, por la delincuencia, para poder ver, uno a uno, a los pasajeros que se van subiendo y así ficharlos: empleado, loco, secretaria, costurera, ladrón, expresidente, bailarina, ladrón, vendedor, exministro, enfermera, sociólogo, estudiante, ladrón.

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