René Martínez Pineda *
Después de hacer el fichaje criminológico al pasar por los asientos (ya que el sube, también, realiza esa rutina policial, de modo que todos nos auscultamos y nos acusamos, mutuamente, porque somos los siempre sospechosos de todo) buscó uno desocupado. Ese de ahí. Talló, con maestría picaresca y jerarquía hegemónica, sus nalgas en el asiento -aunque no fue esa su intención- a la par de la ventanilla para apoyar la cabeza en el vidrio –eso pide cuando viaja en avión a Estados Unidos- y comerse el paisaje familiar del recorrido que ese día, a esa hora de la tarde, lucía totalmente nuevo. El chofer la seguía viendo, pensativo, pero esta vez por el retrovisor. El ambiente enrarecido y lúgubre la hizo sentir que deambulaba en un mundo de muertos.
En la parada de la Maestranza del Ejército, justo antes de meterse en el vértigo letal del redondel de la calle Concepción, el chofer torció la espalda, 180 grados exactos, para verla con descaro y sin usar fríos mediadores, como si dudara de su alucinante y perturbadora existencia, sorteando con pericia de piloto las siluetas de los pasajeros que le ponían un retén militar a los ojos. Era un tipo sesentón, asimétricamente grueso, exangüe en extremo, tosco, de manos rugosas, occipucio corto y cara funeraria que, en tono familiar, mercó un par de palabras obscenas y un gesto lacio y acusador con el pasajero que, ansioso, esperaba el vuelto con la mano derecha extendida a más no poder, tal como la ponen los mendigos cultos que no han hecho “nombre de dios”. Los dos miraron al unísono a Ignota, y los dos lo hicieron con intriga maquiavélica; se vieron uno al otro y otro al uno, y en ese momento el bus relinchó y alzó sus patas delanteras de caucho para meterse a toda velocidad en el redondel, dejando una densa estela de polvo blanco como la que deja la diligencia, una Berlina de lujo, conducida por el cura sin cabeza.
¡Cabrones depravados! Vayan a que les salgan pelos en la mano hasta que se queden ciegos, dijo, en voz baja pero enérgica, y sintió un nerviosismo egocéntrico que no pudo disimular ni frenar, porque era una rara y fulminante mezcla de miedo con placer carnal reptando por su cuerpo, de abajo hacia arriba, y en reversa. Poniendo en su lugar la algarabía de la cartera -algarabía que fue avivada por la búsqueda frenética del pisto del pasaje que no le cobraron- llamó su atención la septuagenaria de luto que tenía en su regazo una enorme corona fúnebre de rosas, claveles y lirios jugosos (la que está dos asientos adelante, junto al hombre canoso de tez blanca que revisa, con ojos de relojero y rigurosidad de arqueólogo chapín, los obituarios del periódico y la parca noticia del expresidente derechista apodado: “dedos de seda”). Al sentir los colmillos de los ojos en la espalda, la anciana giró la cabeza, noventa y siete grados -sin lastimar la corona fúnebre ni desteñir el luto- y, soltando un suspiro glacial y fétido, rumió tres verbos teológicos, dos gerundios diabólicos y un lamento oxidado, como el del gatito que perdió para siempre a su dueña. Ignota quedó sorprendida e intrigada. La máscara a la mano era el viejo libro de poemas del Vallejo puro en su blasfemia que le regaló la tía Adilia del Rosario -una maestra de buena cepa, tan rigurosa como amable- por haber sacado el primer lugar en sexto grado. Leyó un par de poemas. Buscando refugio en un lugar más seguro, cerró el libro, sacó un espejito ovalado y, como Alicia, se metió en un mundo irreal donde sólo existía la frutilla de sus labios y el impenetrable tejido andino de sus cejas. Una, dos, seis miradas ya eran un rayo muy áspero en la piel. Entonces apartó la cara del espejo e, irritada, se plantó frente a los cabrones pervertidos que la desnudaban con los ojos, incluida la anciana de luto, pero no logró que apartaran ni la vista ni el asombro y, lejos de eso, más ojos se posaron sobre ella. La emboscada estaba casi completa, y ella era la indefensa presa.
A un susto de su sonrisa fuera de este mundo, rumbo sur-este para nosotros, los ojos magullados de un hombre flaco, de piel hosca y sucia, con cara de alemán tabernero en decadencia senil, seguían los pasos de los otros ojos sobre Ignota, pero lo que la incomodó no fue su mirada de nazi cervecero, sino su denso olor a basura inmunda y su aliento a mierda arsenicosa, yendo y viniendo a merced de los giros del bus. Ahora ya más de la mitad de los pasajeros la miraban fijamente y con un triste asombro mal ocultado en las coronas funerarias que llevaban en sus brazos, todos sin excepción, coincidencia que ella no supo explicar, o no quiso hacerlo, para dejar que la trama se fuese desatando por sí sola hasta concluir en un final tan feliz como sorpresivo o chocarrero, no en un final lloroso. Se limpia la frente por instinto, una y otra vez -fingiendo no sentir los dardos de las miradas- porque piensa o siente que tiene una marca de ceniza indeleble. Pero no, no hay mancha, lo único en ella es la base que se acaba de aplicar, con sapiencia, imitando al pintor universal que prepara el lienzo para trazar sobre él la imagen más escurridiza del cosmos, y sobre ese lienzo se seguían posando los ojos congelados, como si quienes la estuvieran viendo fueran los arreglos florales y no sus luctuosos portadores.
La sensación de agobio no desapareció ni disminuyó sus decibeles porque no se detuvo la emboscada ocular, a la que se iban incorporando más y más pasajeros. Entonces, enterrando los pies en el piso del bus y encorvando los dedos lo mejor que pudo, para lograr un buen agarre, expulsó todo el aire retenido en el cuerpo y dejó que éste se deslizara sobre el asiento verde, como si se estuviera hundiendo en las arenas movedizas del anonimato. En el descenso en caída libre, fijó los ojos en el roído respaldo de enfrente atiborrado de letreros sadomasoquistas y políticos que, como cruda bitácora de la coyuntura, expresaban -con mala letra, ortografía nula y execrable redacción- los deseos privados y denuncias colectivas del pueblo peatonal que habla de corrupción, salario minimizado, fiscales, magistrados dolosos y golpes de Estado constitucionalistas.
*René Martínez Pineda
Director de la Escuela de Ciencias Sociales