René Martínez Pineda *
Al mirar hacia la puerta de salida ya no había nadie, aunque ella jura que ningún pasajero bajó. Sólo quedaron los dos, y la 43 pareció, de golpe, más íntima, más tibia, más taciturna.
-¡La Bermeja!- anunció, el cobrador.
Ignota y él respondieron al apremiante pregón con una ecuación de dos “x”: “Ya llegamos.” Sólo la pensaron, no era necesario decirla.
El cobrador se dirigió a ellos.
-La Bermeja- dijo, imperativo.
El arcángel pareció no oírlo, pero Ignota respondió al aviso con los ojos.
El chofer seguía mirándola. La puerta de salida volvió a bramar y a Ignota se le hizo piedra el estómago, mientras el cobrador los miraba desde lo hondo de sí mismo. Sin avisar, el arcángel la tomó de la mano como cuando se guía a una niña al primer día de clases. Era una mano sin asperezas, fría, y ella reaccionó con una sonrisa tibia, pero fue apartando la suya de a poco hasta refugiarla lejos.
¡Qué gentío! dijo, él, susurrando. Y de repente ya no hay nadie, dijo ella.
Van para el cementerio, el viernes es un día concurrido, dijo, Ignota. No siempre, lo que pasa es que hoy es un día especial. El bus temblaba cual perro mojado, como queriendo sacudirse a los últimos dos pasajeros.
El cobrador esperaba a la par de la puerta de salida. Ignota vio, disimulada, cuando el chofer abandonó el asiento y se dirigió hacia ellos, como si fuera a sacarlos a empellones. Su cuerpo empezó a sufrir un sismo vandálico que le subía por las piernas, movimiento telúrico que se hizo lúgubre porque el cielo se puso negro, como si hubiera cerrado los ojos para siempre y no lo supiera. A lo lejos se oyó el bramido humeante del tren de las 6 de la tarde, cuyos retumbos le ponían una mordaza a la charla en el bus. El chofer se detuvo antes de llegar donde ellos, exprimió las manos y esperó que se bajaran.
Los dos tomaron fuerzas con un suspiro sincronizado.
Hoy sé lo que sienten los muertos cuando los ven en el ataúd, dijo, reflexiva. Y sintió unas inenarrables ganas de llorar, sólo porque sí. Las lágrimas hicieron fila en sus ojos para estar a la mano cuando las llamara. Sin saber cómo empezó a comprender por qué estaba en el bus y cuál era el papel del pasajero sentado a la par suya; el porqué de las miradas y el luto, y comprendió que de nada le serviría negarse o salir huyendo del bus, y entonces fue ella quien buscó la mano ajena para espantar el miedo que le oprimía el alma. De haber sabido me habría vestido para la ocasión, pensó. Así estás bien, dijo él.
¿Vamos para el cementerio, verdad? Sí, para ahí vamos. Charla baladí.
¡Qué calor! Siento como si estuviera encerrada.
Pero hace frío, dijo él. El chofer los oía de reojo. El bus seguía inmóvil.
Ignota enmudeció, se hizo transparente en el asiento y ya no recordaba los ojos que la asediaron, ni el tufo impertinente del alemán desdentado. El arcángel le puso el brazo en el hombro, y ella se recostó como con sueño y la charla se hizo con la clave Morse de los suspiros.
Una no se da cuenta de las cosas que olvida hasta que es muy tarde. Tranquila, tú no sabías nada. Es que estaba tan incómoda con toda esa gente mirándome como con lástima cristiana, sobre todo las monjas y el alemán carroñero con cara de lagartija prisionera. Así es siempre en estos casos, afirmó él. ¡Todos me veían! Eso lo sentí al nomás subirme. Lo sé, dijo él. Qué bueno que se bajaron.
Debemos bajar, los demás nos esperan, le indicó él. Una larga fila de carros le ladraba al bus para que permitiera la entrada al cementerio. Qué suerte que usted se subiera, murmuró, Ignota. Tenía mucho miedo de bajarme del bus y al mismo tiempo sentía miedo de permanecer dentro, pero vino usted y me sentí en paz. Ese es mi trabajo, respondió. La tomó de la mano y bajaron del bus, lentamente.
Una neblina azul navegaba en las estrechas veredas del cementerio y cobijaba las tumbas y mausoleos. Sólo ellos estaban ahí, la gente que los acompañó en el bus había desaparecido, como si les doliera continuar. A medida que caminaban hacia las entrañas del panteón, Ignota sentía que las manos de él se iban poniendo frías, con más huesos de los supuestos, con las venas a flor de piel y los dedos rígidos sobre el pánico de ella. En el trayecto hablaban de la vida de Ignota, como si estuviera rectificando su bitácora, de las masacres que presenció en las calles, de la maldición del ladino que sufre la gente, del conformismo, de la fosa común del salario mínimo. A unos pocos pasos del lugar donde iban, Ignota recordó que debía apartarle un puesto a la niña Lucrecia.
Ya llegamos, ahí es, entra, yo me quedaré acá, por cualquier percance, dijo él.
Gracias, dijo, Ignota, mirándolo con tristeza resignada, y enfocó su mirada en el hoyo negro, cuadriculó su cartografía para no perderse cuando volviera sola, se talló las piernas, dibujó en su mente las referencias del paisaje. La 43 ya se había ido haciendo un carnaval con los vidrios y latas viejas. El arcángel se quedó un poco atrás y, de la nada, aparecieron las coronas fúnebres y los pasajeros que venían en el bus viendo a Ignota, quien se refugiaba tras su cuerpo. Ella miraba el agujero, las coronas de flores negras y la geometría del mausoleo de mármol limpio que sería su morada de hoy en adelante; a pesar de que temblaba de horroroso miedo, no podía dejar de ver su nueva casa, revelación del porqué del viaje y las miradas. Su espalda se ruborizó al sentir el resuello y las lágrimas de todos, quienes parecían desvanecerse junto a ella, porque igual que ella estaban muertos y sólo la acompañaron para que no sintiera miedo de su nueva vida en la muerte.
Él la tomó del brazo para darle fuerzas. No dijeron nada, ni una tan sola palabra, pero ambos temblaban como de felicidad incierta y sin mirarse se despidieron. Ignota se dejaba llevar en ese último trayecto, apreciando levemente la geografía del cementerio, los sepultureros, oliendo el aire cargado de cipreses como un río que crecía en la nariz y se hacía ancho y caudaloso. El sepulturero esperaba a un lado de la tumba, y él fue a parase ante el hoyo custodiado por las coronas fúnebres y eligió dos ramos de frases lapidarias y consoladoras. Se los entregó a Ignota, flor por flor, después le hizo tener todo mientras rezaba algo inaudible. Pero cuando ella se introdujo en la tumba ya no siguieron hablando (él le soltó el brazo) cada uno llevaba su propia corona de lamentos, cada uno había cumplido su papel y, de alguna forma extraña, ambos estaban en paz, todos estaban en paz en su muerte.
*René Martínez Pineda
Director de la Escuela de Ciencias Sociales