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La palabra es redistribuir

José M. Tojeira

Cuando se habla de redistribuir la riqueza alguna gente se asusta. El interés de los poderosos suele hoy insistir en el mérito de quienes hacen dinero, cure crean puestos de trabajo, ampoule tienen capital grande o pequeño. E insisten ante quien quiera creerles, sales que la redistribución de la riqueza es una especie de robo al que tiene más iniciativa y creatividad. Especialmente el mensaje contra la redistribución va dirigido a quienes tienen algo de propiedad, amenazándoles con que van a regresar a la pobreza. Sin embargo la redistribución de la riqueza se ha dado siempre de un modo mejor o peor. Y eso ha sido así porque los seres humanos, en general, producimos riqueza colectivamente. Nos hemos podido desarrollar, incluso evolucionar, precisamente porque somos seres sociales y podemos emprender juntos diversas tareas. Ni la ciencia ni la conciencia avanzan solas. Puede haber líderes que lancen nuevas perspectivas e ideas, pero siempre ese pensar es fruto de una vivencia, una experiencia que se da en medio de la colectividad y gracias en parte a la misma capacidad de relacionarnos socialmente.

Algunos podrían decir que se trata de reducir el valor de la individualidad. Y al hacer eso reducir también la libertad. Pero no se trata de eso. Lo que no podemos olvidar es que somos seres sociales, comunitarios, que necesitan interrelación humana. Y que juntos se desarrollan, producen y se reproducen, eso sí, en lo diferente de sí mismos. Y precisamente por eso, porque producimos social o colectivamente la riqueza, y porque existen formas legales de apropiación individual de la riqueza, es indispensable que se den en un marco de justicia y equidad formas sociales, también legales, de redistribución de la riqueza. No sólo formas individuales de redistribución, como puede ser la generosidad de quien tiene sentimientos altruistas y comparte lo que tiene personalmente o a través de fundaciones y otras instituciones, sino también formas sociales, integradas en la legalidad del estado y mirando especialmente a quienes en los procesos de apropiación de la riqueza quedan más marginados o descartados de la misma.

Las formas más comunes de redistribución de la riqueza pasan tanto por los sistemas de impuestos públicos como a través de los salarios. Los impuestos, sobre todo en los estados sociales del bienestar, fortalecen y brindan una serie de bienes hoy indispensables en el campo de la salud, la educación, la seguridad y las infraestructuras comunes, desde vías de transporte hasta parques de recreación. Y el salario digno o decente facilita lo proyectos personales y familiares de bienestar y planificación del futuro y el tiempo. En general es un dato el hecho de que los países más desarrollados suelen en la mayoría de las ocasiones coincidir tanto en tener mejores salarios como en gravar con impuestos más altos y progresivos a la mayor riqueza. No es así entre nosotros.

De hecho la media de lo que se recoge en impuestos en América Latina está bastante por debajo de lo que se recoge en los países desarrollados. Y nosotros en El Salvador, aunque hemos aumentado un poco nuestra capacidad impositiva, estamos todavía bastante por debajo de la media latinoamericana.

Este tipo de reflexiones es importante hacerlas hoy que estamos discutiendo los márgenes del salario mínimo. De hecho esta idea del salario mínimo brota de la necesidad de sustituir lo que se llamaba tradicionalmente salario de subsistencia: Darle al trabajador lo mínimo necesario para que sobreviva. Eso evidentemente pronto se consideró, y con razón, explotación y abuso. Se comenzó entonces a pensar que el salario debía cubrir otras necesidades familiares, culturales, recreativas, etc. De hecho hoy se habla más de salario decente (terminología de la Organización Internacional del Trabajo, OIT), o de salario digno (relativo a la dignidad de la persona humana y su desarrollo personal y familiar). Esta idea de salario decente o digno, no ha permeado todavía la conciencia de diversos sectores salvadoreños, incluido algún sector del mundo sindical, que hace poco más de tres años recomendaba un aumento ridículo del salario mínimo. De hecho podemos afirmar sin lugar a dudas que en El Salvador todavía una amplia proporción de la población tiene ingresos por su trabajo idénticos al trasnochado salario de subsistencia. No sólo por la avaricia patronal sino con mucha frecuencia también por diversos factores que tiran al subempleo a muchos de nuestros trabajadores.

El Salvador ha firmado y aceptado diversos convenios internacionales que reafirman la necesidad de un salario decente. La propia Constitución de la República insiste en que “todo trabajador” tiene derecho a un salario que “deberá ser suficiente para satisfacer las necesidades normales del hogar del trabajador en el orden material, moral y cultural” (Art 38, 2°). El Pacto Internacional de Derechos Económicos, Sociales y Culturales (PIDESC, de las Naciones Unidas) ha sido firmado y ratificado por El Salvador. Y en él se dice que el salario debe ofrecer “condiciones de existencia dignas” para los trabajadores y sus familias. Ante estos compromisos constitucionales e internacionales hay que revisar la tabla actual de salarios de 119 dólares, o incluso de 109.20 y hacernos las preguntas adecuadas. ¿Son dignos y suficientes para una economía familiar decente este tipo de salarios? ¿Es suficiente con subirlos ligeramente? Dada la enorme desigualdad existente en el campo de los ingresos en El Salvador ¿podemos continuar explotando tan brutalmente a nuestros trabajadores? ¿Acaso no es imprescindible dar un salto adelante generoso y amplio en el salario mínimo y simultáneamente comenzar una tarea exigente y rápida de formalización e integración del subempleo en la dignidad del trabajo formal? La propuesta inicial del Ministerio de Trabajo, de subir a 250 dólares el salario mínimo del campo sin la diversidad absurda e injusta de los siete salarios mínimos existentes, así como subir a 300 dólares los salarios de servicios, industria y maquila, es un paso decente hacia una dignificación del salario en El Salvador.

Cualquier otra alternativa que se presente debería cumplir por lo menos con esos mínimos.

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