La Voz de la Comunidad
(profesor Andrea Riccardi, pilule fundador de la Comunidad de Sant’Egidio)
En estos momentos el título de nuestro encuentro parece un deseo lejano. La realidad de hoy no es la paz. Ni siquiera parece el futuro. Con el conflicto entre Rusia y Ucrania la guerra ha vuelto al territorio europeo. En dos años la arquitectura de Oriente Medio se ha desmoronado, tadalafil mientras que los refugiados del norte de Irak son perseguidos y huyen. Siria se encuentra envuelta en una guerra destructiva e inhumana. Historias dolorosas que nacen debido a la rehabilitación de la guerra como instrumento y a la combinación de religión y violencia. Historias dolorosas provocan una resignación general ante la guerra.
En general hay un empeoramiento respecto a las modalidades de la guerra previstas en la convención de Ginebra sobre los prisioneros y heridos, y en el derecho humanitario. Guerras más inhumanas. Se ve en la exhibición de la crueldad, que hasta ayer sus autores solían ocultar, pero que hoy, en un mundo global, la utilizan como arma: masacrar y exhibir el horror (mujeres y hombres a los que humillan, expulsan de sus casas, desnudan, fusilan o incluso peor) es un auténtico terrorismo. Es el culto de la violencia, que aterroriza y conquista.
La paz no parece el futuro. No lo parece en las grandes ciudades, sobre todo en las periferias, donde impera una violencia difusa de las mafias o de la criminalidad, que enseñan a los jóvenes a ser violentos. Casi una guerra civil. En muchos países de mundo –estoy pensando en algunos países de África– el estado no protege a los ciudadanos, que terminan en las manos violentas de grupos criminales o pseudorreligiosos. No evoco estos escenarios para aumentar el miedo. El mundo global –lo acaba de explicar magistralmente el profesor Bauman– es una tierra llena de miedos: él ha explicado que además, nuestra generación, a pesar de ser la generación más tecnológica de la historia, es la que vive con más inseguridad y miedo.
El hombre y la mujer contemporáneos se sienten aislados y a merced de fuerzas que pueden atacarles desde lejos. Viven lo que el experto de las religiones, Mircea Eliade, llamaba “el miedo de la historia”. El miedo de la historia nace también porque en general ignoramos quiénes son los verdaderos actores de la historia, si los hay. Y además el ciudadano, solo o en grupo, se siente incapaz de hacer la historia y ni siquiera lo intenta. No tiene poder. La política ya no tiene poder. El miedo no es solo sentimiento. A veces se convierte en desprecio del otro, de quien es de otra religión, de otra etnia… de quien es distinto. La cultura del desprecio es tan antigua como la historia del hombre, pero en este tiempo de globalización, está recobrando una vitalidad impresionante. El miedo genera violencia. A veces la hacen pasar por medida preventiva ante la presunta agresividad de otros.
Nos interrogamos sobre la paz y el futuro: sobre la guerra actual y sobre una violencia difusa que parece una guerra difusa. Lo hacemos en Bélgica, en el centenario del inicio de la Primera Guerra Mundial, cuando este pequeño país neutral se vio arrollado por un conflicto que nació lejos, que mostró que la guerra se contagia en un ambiente saturado de tensiones y llegó a convertirse en mundial. Quiero aprovechar la ocasión para dar las gracias a nuestros amigos belgas por su hospitalidad y decir un sincero gracias a todos aquellos que han trabajado de manera voluntaria para este encuentro. Quiero citar de manera especial al obispo de Amberes, monseñor Bonny, y a la Comunidad de Sant’Egidio de Bélgica.
El papa Francisco, hace algunas semanas, habló de los conflictos de hoy día, que son casi como una tercera guerra mundial, pero a trozos o por capítulos. En este escenario nos preguntamos: ¿la paz representa nuestro futuro?
Nuestro camino viene de lejos. Querría recordarlo. Empezó con el primer gran encuentro entre las religiones en Asís, ciudad de san Francisco, encuentro que convocó Juan Pablo II. Entonces todavía había la guerra fría. Lo denominamos el camino en el espíritu de Asís. Aquel gran papa entonces dijo: “Tal vez nunca como ahora en la historia de la humanidad ha sido tan claro a ojos de todo el mundo el vínculo intrínseco entre una actitud auténticamente religiosa y el gran bien de la paz”. Religión y paz se compenetran. Había que quitar el fundamento religioso a la guerra y a la violencia, había que negar toda base a la guerra de religión. Desde 1986 hemos continuado año tras año reuniendo a hombres y mujeres de religión, humanistas, para trabajar en el delicado terreno –espiritual, pero concreto– entre guerra, religión y paz. Lo hemos hecho convencidos de que la guerra nunca es santa, sino que solo la paz es santa.
Hemos estado atentos al territorio que hay entre guerra y religión, porque se han creado mezclas peligrosas. Como pasó entre el final del siglo XX y el inicio del XXI, cuando se impuso la costumbre de leer los conflictos a la luz de la guerra de religión y de civilizaciones. Era una terrible simplificación ante las complejidades del mundo global, pero era cómoda para quien buscaba un enemigo, no quería esforzarse en entender al otro ni tampoco –hay que decirlo– para quien quería hacer la guerra o erigirse como enemigo de los demás o del mundo. ¿Guerras de religión? Hombres y mujeres asustados se tranquilizaban buscando un enemigo al que combatir. Hombres y mujeres ávidos de poder buscan la bendición y la legitimación de la religión.
A lo largo de un camino que empieza en Asís en 1986, de año en año, hemos explicado que la paz es algo demasiado serio como para dejarlo en manos de unos pocos. Entonces Juan Pablo II dijo: “La paz es una obra abierta a todos y no sólo a los especialistas, a los sabios y a los estrategas”. De ahí brota este movimiento de paz y de diálogo, que ha pasado por numerosos escenarios difíciles. Ha atraído a humanistas y a comunidades de creyentes. En algunos casos hemos topado con la objeción ante los conflictos abiertos: ¿de qué ha servido vuestro diálogo? Pero ¿qué sería el mundo sin diálogo? El papa Francisco, cuando visitó hace algunos meses a la Comunidad de Sant’Egidio, dijo: “El mundo se ahoga sin diálogo”. Yo añadiría: ¿De qué sirve la oración? ¿Qué sería el mundo sin oración?
El diálogo entre las religiones, las culturas y las personas es la respuesta adecuada para vivir juntos en regiones y ciudades que cada vez son más complejas y con una composición étnica y religiosa más variada. Es un práctica diaria, una cultura, que se convierte en propuesta. Entre otros motivos porque las guerras siempre dejan el mundo peor de como lo han encontrado. Fíjense solo en las dos últimas décadas: las guerras del mundo global han dejado una herencia envenenada de inestabilidad, destrucciones, minas, odios y pueblos desplazados. No lo digo por convicción pacifista sino por un claro conocimiento histórico de lo que ha sucedido. El rechazo de la guerra no nace de un genérico pacifismo, sino de la voluntad de ser pacificador, es decir, de afirmar el camino del diálogo.
Ante los conflictos, parece que las sedes institucionales del diálogo están agotadas, mientras que la cultura y la práctica del diálogo parece haber caído al nivel de lo políticamente correcto, como una propuesta sin pasión, que a veces llega a ser motivo de burla por parte de la prepotencia de aquellos que rehabilitan la guerra y la violencia. Las religiones tienen una responsabilidad decisiva. En este mundo, asustado por la crisis económica, hace falta un aliento que vuelva a dar vida a la esperanza y guíe a todos hacia la conciencia de un destino común. Las religiones enseñan que los hombres llevan a cabo un único y gran viaje y que tienen un destino común. Es una idea básica, simple como el pan y necesaria como el agua; es la idea de un destino común que debemos vivir en la diversidad: “Todos parientes, todos diferentes”, decía la antropóloga Tillon, que conoció los campos de concentración nazis. A veces esta conciencia se pierde en en entresijo de odios e intereses, en las perversiones de la cultura, los fanatismos. Hay que devolver la vida a las obras de unidad, sobre todo una tensión unitiva, simple y básica. Religiones y culturas pueden devolver la vida a esta básica y simple conciencia: “Sed simples con inteligencia”, enseñaba el gran Juan Crisóstomo.
Pienso en dos hombres de diálogo y religión, queridos amigos nuestros, dos obispos cristianos sirios, Mar Gregorios Ibrahim y Paul Yazigi, y en Paolo Dall’Oglio, secuestrados desde hace más de un año en Siria, y de los que no hay noticias. Quiero saludar en este momento al patriarca Efrén de la Iglesia siria, la Iglesia de Mar Gregorios, un pueblo creyente pobre e indefenso que ha conservado su paz sin armas durante generaciones.
Las religiones a veces se ven atraídas por el culto de la violencia, que es capaz de invocar un fanatismo inhumano y simplificador. Las religiones no solo deben resistir, sino que deben volver nuevamente a su profunda fuerza de paz. Eso sucede en el encuentro y cuando se cultiva con generosidad la dimensión espiritual de la amistad. La fuerza de este camino en el espíritu de Asís es confirmar que no existe la guerra y la violencia en el nombre de Dios: lo decimos dentro de las propias tradiciones religiosas, afirmando que la violencia en el nombre de Dios es una blasfemia. Todas las tradiciones religiosas hablan de un Dios paciente, misericordioso, lento a la ira, compasivo… Así lo afirman la judía, la cristiana y la musulmana. En este tiempo difícil, los hombres y las mujeres de religión deben encontrar la audacia de recordar que la paz es el nombre de Dios. Reunirnos, en este aniversario de la Primera Guerra Mundial, ante el escenario de conflictos de nuestro tiempo, nos da la fuerza para afirmar que la paz es el futuro.
Eso significa buscar la paz como futuro de nuestros países, de las situaciones de conflicto, de las realidades de tensión. Cada creyente, cada líder religioso, más allá incluso de los límites de su comunidad, está llamado a ser un hombre de paz. Eso comporta que crezca la pasión por la paz, como una fuerza capaz de producir nuevas ideas, de devolver la vida a los lugares de encuentro, de rebelarse al destino de guerra.
Juan Pablo II nos escribió hace algunos años: “la oración hecha uno junto al otro, no elimina las diferencias, sino que manifiesta el vínculo profundo que nos convierte a todos en humildes buscadores de aquella paz que solo Dios puede dar”. Es lo que hacemos nosotros estos días, sobre todo el último día. Las religiones –añadía el Papa– “hoy más que ayer, deben comprender su responsabilidad histórica de trabajar por la unidad de la familia humana».
Amigos, han pasado casi treinta años desde aquel 1986, cuando empezamos nuestro camino. Algunos de nosotros, naturalmente, hemos envejecido, pero no ha disminuido –más bien al contrario, ha aumentado– nuestra convicción de que la guerra es una gran necedad y de que el diálogo es la medicina de los conflictos. Con más fuerza que ayer, estamos convencidos de que la paz es un gran ideal, que puede inspirar políticas y vidas personales. La paz es un ideal pisoteado en demasiadas zonas del mundo: ¡debe resucitar! La paz es el gran ideal para sociedades vacías y sin ideales.