René Martínez Pineda
Director Escuela de Ciencias Sociales, UES
Era martes por la mañana en lo más denso del invierno y en lo más prolijo de la piel y las paredes que saben guardar los delirios de Orfeo. José de la Cruz Fischer Pineda, un maestro jubilado convertido en comerciante por aquello de las bajas pensiones y las deudas impagables, reposaba en la esquina más oscura de su habitación en el segundo piso de uno de los edificios de apartamentos que tenían sus ojos puestos en el pubis del Río de La Plata; edificios que de lejos parecían un ejército multicolor en posición de eterno descanso. Recién le ponía el punto final a un correo electrónico dirigido a Carlos, un excompañero de trabajo que se quedó en el país por falta de visa –él la obtuvo con la ayuda de los contactos que armó cuando participó en los congresos latinoamericanos de sociología- le dio click a “enviar”, suspiró de forma agónica y prolongada, y luego se acercó a la ventana de la sala apoyando la frente en el vidrio, para comerse con la nostalgia el río, las siluetas, los botes de velas roídas por el sol, los turistas vocingleros, las casitas pintadas de mil colores y las olas de la otra orilla del horizonte.
Sonrió de forma retórica cuando pensó en la buena suerte que, según él, había tenido porque pudo huir a toda prisa de su ciudad natal cuando el descontento político apretaba su cuello con aspereza inenarrable. Con más pena que gloria –casi usando todo el dinero recibido del fondo de protección de la universidad pública donde trabajaba- ahora tenía un pequeño negocio de libros usados (en la avenida Corrientes, justo a la salida de uno de sus teatros) que solo fue exitoso en los primeros días debido a la novedad de los autores, pero que desde los últimos dos años de Macri parecía irse hundiendo en el pantano del neoliberalismo. Quizá por eso quería saber de su excompañero de trabajo, para indagar si le estaba yendo mejor y así comparar el allá con el aquí, que esa es una reflexión recurrente de los migrantes.
Al nomás poner un pie en Buenos Aires empezó a matarse trabajando para demostrar que los salvadoreños son buenos para eso, y para que el teatro fuese total, se dejó crecer la barba para sentirse un clandestino en tierras ajenas. Por la noche, cuando se iba a tomar un par de cervezas en los bares del barrio La Boca, los caballos desbocados de la nostalgia cabalgaban por su pecho y entonces buscaba a un extraño para contarle que no tenía una relación real con la pequeña colonia de sus compatriotas asentados en la ciudad, y mucho menos la tenía con los naturales de allí, por lo tanto la noción de separación se convirtió en una condena de obligada soltería personal y patriótica porque no tenía familia cercana ni patria distante en quien reposar los hombros. Eso exactamente le contaba a Carlos en el correo, eso y solo eso.
Claro ¿qué más podía escribir alguien que -impotente- decidió huir de los recuerdos y de la pobreza que lo tenían en una condición de lástima, tan unánime como tan pública?, ¿esperaba que le pidiese regresar a casa con la cola entre las patas; que se mudara de nuevo a la casa donde fue tan feliz en la carencia; que comenzara desde el principio las relaciones amistosas sin las letales paranoias del pasado; que confiara en la ayuda de los que siempre le fueron leales?
Pero regresar era como herirse a sí mismo para saberse vivo o para castigarse por no ser más de lo que era; era como tirar a la basura todo el esfuerzo de construirse otra identidad en el extranjero; empezando de cero porque a cero estaba en su país natal cuando decidió emigrar; era aceptar que todos con los brazos abiertos de asombro y cariño, le recibieran en el aeropuerto como a alguien que ha vuelto para morir en paz; era como volver convertido en un anciano-niño que debe acatar los consejos de los amigos que supieron cómo vencer la carencia de las pensiones en los brazos de sus seres queridos.
Pero no le insinuó a Carlos que estaba esperando que le pidiera regresar, porque en el fondo él mismo se convencía de que de regresar sería un extraño en su país natal (como ya lo era en el extranjero), y que lo seguiría siendo a pesar de los consejos de los amigos y los familiares. En su exilio aprendió que el exilio es algo humillante, ya que es un lugar sin territorialidad en el que uno no se encuentra a gusto y que nos hace creer que tampoco estaríamos a gustos, si en un momento de arrebato volviéramos al lugar de origen. Vistas así las cosas siempre concluía que era mejor quedarse en el extranjero para que la muerte, siendo un hecho remoto, no dolería en el alma de nadie.
En el transcurso de sus cinco años en Buenos Aires habían cambiado mucho las cosas para él. Estaba diez años más viejo aunque sólo habían pasado cinco; vivía más de recuerdos que de experiencias. Una semana después cerró con furia la computadora al ver que Carlos no había respondido el correo, y fue entonces que recordó que, para él, Carlos había muerto el día que decidió traicionar las ilusiones de lucha que juntos forjaron.
José sintió que se lanzaba al vacío desde la ventana, pero en realidad estaba lanzándose de espaldas a la cama. Un ruido en la escalera por cuyos escalones bajaba como a una muerte anunciada, lo despertó de forma violenta. Era la señora de la limpieza. Se asomó a la ventana a ver el mismo paisaje de siempre; la lluvia golpeaba con fuerza los vidrios y sus gotas incansables y gordas hacían figuras geométricas en los charcos de la calle. Se aferró a los barrotes, con fuerza como si fuera un reo que trata de huir. Seguía sujeto con las manos cuando vio entre los barrotes un bus de turistas que hacía inofensiva la lluvia.
Entonces gritó: “malditos aquellos que con sus palabras nos declaran su lealtad y con sus acciones nos traicionan para lograr beneficios propios”. Y se dejó caer en la cama para recuperar el sueño del retorno de su exiliada penitencia. En ese momento los turistas formaron un tráfico interminable, tan interminable como la penitencia que sufren en el exilio quienes han perdido la esperanza de ver un país más hermoso.