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LA PERSISTENCIA DE CASARSE

Gabriel Otero*

Para Gris, con amor,

un recuerdo de nuestra inmortalidad  

TRÁMITES

Creía tenerlo todo resuelto. Llegué, flaco y nervioso, al Distrito Federal el viernes previo a la boda y me hospedé en el hotel de siempre, a una cuadra del Paseo de la Reforma, frente al Sanborns de Lafragua. Ella me había recogido en el aeropuerto, no nos veíamos hacía tres meses y el reencuentro fue intenso y maravilloso. Hablábamos todos los días para escuchar la calidez de nuestras voces, era una relación a distancia que se fortalecía con la mente y la fe recíprocas, lo cierto es que no teníamos idea de quienes éramos, pero con la intuición también se mueven montañas o se iluminan los siete cielos.

Teníamos planificado contraer nupcias en la embajada de El Salvador en los Estados Unidos Mexicanos, los jefes de Misión o Cónsules poseen la facultad de desempeñarse como jueces de lo civil y lo pueden efectuar con algunos requisitos que las parejas deben cumplir, yo intentaba evitar el trámite y la tortura burocrática del Instituto Nacional de Migración, internacionalmente conocido por hacer sentir miserable a cualquier extranjero, porque para ir a esas oficinas uno debe portar una coraza de estoicismo y haber desayunado sapos durante un tiempo para no sufrir afectaciones por los continuos bombardeos de ponzoña disfrazada de legalidad. Los funcionarios de migración son la versión desfigurada del México solidario que se niega a reflejarse en ese espejo.

En ocho días y siete noches, además, nos casaríamos bajo el rito de la iglesia católica, se habían girado invitaciones a unas 250 personas entre amigos y familiares, más de ella que míos, de hecho, los únicos que asistirían eran Nora y Julián, mi hermana y hermano mayores y mis amigos de la universidad. Las exigencias para la boda religiosa habían sido largas y laberínticas, las amonestaciones y avisos se colocaron en las parroquias cercanas adonde yo había vivido, en Lindavista y en Mixcoac, me dispensaron acudir a las charlas prematrimoniales debido a que en algún momento cumplí este requisito antes de suspender una boda, pero eso es material para otro relato, para ella fue una obligación concurrir a dos charlas y le tocó contestar cuestionarios junto a otro sujeto cuya futura esposa estaba lejos, según me comentó la experiencia fue bastante desagradable.

Pasamos el fin de semana haciendo compras de último momento, el lunes iríamos a la embajada a precisar detalles del matrimonio y a conocer al casamentero.

Como suele pasar, cuando mejor nos acomodamos los días transcurrieron a toda prisa, yo recién asumía un nuevo cargo que me absorbía la energía, y literalmente, venía exhausto por las obligaciones con una decena de kilos de menos en el cuerpo.

Arcelia, la tía materna de ella, nos había prestado un carro para movernos durante esa semana, mismo que manejaría Víctor, mi futuro cuñado, que siempre se acompañaba de su novia, y así como estaba previsto acudimos a la embajada a buscar a Aída la cónsul honoraria, quien nos recibió con una pésima noticia:

─Llamaron de urgencia al embajador y al cónsul, viajaron a El Salvador y regresarán en quince días, me comentó el embajador que hasta esa fecha los podrían casar─ Aída se veía consternada.

─Si yo pudiera casarlos, lo haría, pero mi papel es honorario─ exclamó encendiendo un cigarro sostenido entre las uñas.

Salimos de la oficina con la urbanidad y los modales que nos permitían el asomarnos al precipicio para contemplar nuestra tragedia y nos subimos al carro. Víctor estaba hecho una furia. Resulta que, a pesar de haberse quedado en la sala de recepción, una de las secretarias, la más vieja y comunicativa, le relató nuestra desgracia a otra secretaria, sin importar que algún visitante resultara más chismoso y orejón que ella, como sucedió, Víctor sirvió de heraldo negro y le comunicó de inmediato la situación a Yolanda, mi futura suegra.

Hablé a San Salvador para asesorarme con Quique Rebollo, amigo abogado, y confirmar lo que ya sabía, la única solución posible sería casarnos por las leyes mexicanas.

Me quedaban 72 horas para resolverlo.

ESPERANZA

La noticia nos cayó como mazazo, pero hay un límite estrecho entre la incertidumbre y la esperanza, el intento de solucionar los vericuetos legales en menos de lo que cae una pestaña.

Al día siguiente me cambié a un hotel de la Calzada de Tlalpan, escala famosa de amores furtivos por la cantidad de lugares para encuentros clandestinos. Me alojé en un hotel familiar, propiedad de un descendiente de gallegos, cuyos intentos de seseo de español peninsular lo hacían escuchar ridículo, la tarifa incluía desayuno, esa tarde llegaría a la ciudad mi hermano Julián y nos encontraríamos con mi hermana Nora que se había hospedado en casa de Guillermo, entrañable amigo nuestro.

Mis refuerzos estaban por arribar y los parientes de ella nos arroparon, su prima Charo movió sus influencias y me consiguió una cita en Migración, misma que utilizaría en caso de tener algún problema para gestionar el permiso. La autorización resultaba indispensable para que un extranjero contrajera nupcias con una mexicana, claro, cubriendo el rosario regular de requisitos, en los que se incluía la comprobación de solvencia económica, una carta de petición de la pareja contrayente, las identificaciones usuales y el pago de derechos, que no era nada barato, la ventaja era que se tardarían una mañana en lugar de una semana y dadas las circunstancias ese documento significaba un valioso primer paso.

El segundo movimiento, era bastante más complejo que el primero, encontrar a un juez en cualquier registro civil de las 16 delegaciones del Distrito Federal que estuviese disponible para casarnos, su tía Arcelia, amorosa y diligente, nos seguía ayudando con todos sus conocidos y a la brevedad le confirmarían la posibilidad con un magistrado de la delegación Álvaro Obregón, para consumar el matrimonio debíamos cumplir otra serie de requerimientos, entre ellos, unos análisis sanguíneos y una radiografía de tórax con certificación médica.

Para casarse había que tener convicción de hierro: entre el matrimonio civil y religioso se conjuntaban de 25 a 30 requisitos, eso sin agregar costos, vestimenta, fiesta y viaje.

Después de tanta tensión, al llegar Nora, Julián y Guillermo se abrió una efímera válvula de escape, celebrábamos el fin de mi soltería en mi habitación, aunque mi ansiedad continuaría hasta tener certezas absolutas en la mano, ahí andaban mis cavilaciones etílicas entre el bastón y el sombrero del Juanito caminante, en eso sonó el  teléfono con su rinrineo constante, levanté el auricular y escuché el seseo desagradable del dueño del hotel, me dijo que como este era un lugar decente me iba a cobrar una tarifa por las visitas como si fueran a hospedarse, bajé de inmediato a la recepción, el criollo codicioso se quedó mudo al ver mi determinación de llamar a la procuraduría del consumidor y parar una patrulla en Tlalpan para acusarlo de prácticas abusivas, y por supuesto, se retractó de cobrarme.

Por la mañana, fuimos con ella a Migración, yo iba preparado para pasar un mal rato, me formé en la fila para la entrega de papeles, el funcionario de ventanilla les rechazó la documentación a todos los que estaban delante de mí, arguyendo razones de calidad en las fotocopias, a unos porque estaban oscuras, a otros por estar muy claras y al resto por no tener los requerimientos ordenados alfabéticamente, y así hice la fila tres veces y el tipo no los recibía por nimiedades inexplicables, ahí decidimos hablarle al contacto de la prima Charo, y nos pasaron a la oficina de la directora del área quien de inmediato mandó a llamar al funcionario de la ventanilla. Fue como si le aplicaran un enema, el tipo moreno se puso café de la cólera al quedar evidenciados sus malos tratos con la gente, la directora me pidió los papeles y en una hora estaba lista la autorización para casarme.

Las buenas noticias no pararon ahí, al salir de Migración ella habló con su tía Arcelia quien ya tenía segura la participación del juez de la delegación Álvaro Obregón que nos casaría el sábado posterior a la boda religiosa. Estábamos felices.

Quedaban 48 horas y yo para no cometer pecado mortal al comer el cuerpo de Cristo, debía buscar una iglesia para confesarme y estar en gracia.

La prisa corría.

VESTIDO DE ESMOQUIN NEGRO EN UN VOCHO AMARILLO 

Nadie dimensionó que la boda religiosa estaba programada en un viernes de quincena, el siempre esperado día de pago, caótico per se y peor siendo el inicio del fin de semana, las calles del Distrito Federal se transforman en manicomios por la cantidad de gente y coches y es imprescindible prever medidas emergentes, como salir con dos horas de anticipación a cualquier compromiso. Todos tienen dinero y la urgencia de gastarse el sueldo e inundan bares, antros y restaurantes porque el mañana no existe.

La boda se realizaría a las siete de la noche en la parroquia la Pasión de Nuestro Señor Jesucristo situada al norte de la ciudad, a tres cuadras de Insurgentes y la fiesta en el otro polo, el sur, en un restaurante de mariscos cercano a la avenida Tasqueña, ambos lugares estaban a una distancia considerable, a cuando menos una hora en tránsito regular.

A 24 horas del rito religioso me quedaba por resolver un detalle de suma importancia, el atuendo. A diferencia del vestido de novia que requiere semanas de confección, a ella le habían tomado medidas e iban paso a paso para concluir en su magnífica y única indumentaria que solo utilizaría una vez. Para un hombre es diferente y debe atenerse a lo que haya: esmoquin, frac, chaqué o traje, este último me lo pondría para el casamiento civil, tampoco quería usar frac con sombrero de copa, y no le encontré sentido comprar un esmoquin, por lo que preferí alquilarlo.

El de la tienda se entercó para que le dejara mi pasaporte y un váucher abierto para cubrir daños, yo ya curtido en el arte de la pelea, no cumplí ninguna de sus ridículas propuestas, eso sí, le dejé mi carné de elector emitido en El Salvador y una cantidad en dólares.

El día de la boda religiosa me levanté temprano para desayunar y relajarme, habíamos acordado con mi suegra que ella pasaría con el rocanrol a las cinco de la tarde para irnos a la iglesia. El rocanrol era todo un personaje, canoso y jorobado, con formación universitaria, de trato agradable que repetía la expresión mexicana “y tú ya sabes el rocanrol y todo” para referirse a enumeraciones imaginarias, tan en boga en los pasillos de la UNAM décadas atrás, se había metido de taxista por el puro gusto de interactuar con sus clientes. Mi suegro la acompañaría a ella, al templo, y los cuñados se encargarían de la logística de la fiesta.

Julián padecía de resaca en la habitación, mi hermano, adicto a los excesos, se puso sentimentalón la noche anterior y nos bebimos otra botella de güisqui, lo dejé dormir toda la mañana hasta que llegara el momento de alistarnos. Fue en vano. Intenté despertarlo y nada. Lo sacudí y fue como estremecer un saco de carne y huesos y tampoco pasó nada. Era un bulto con respiración acompasada que olía a malta escocesa descompuesta. Empezaba a malhumorarme, pronto necesitaría ayuda con la faja del esmoquin y el nudo del corbatín.

Me bañé y me vestí como pude, en lo que más me tardé fue en la pajarita, Julián no regresaba de su viaje al hades, ya eran las cuatro de la tarde, llené un vaso con agua y se lo aventé en la cara, fue la única manera de despertarlo, aún así se volvió a acomodar para dormirse otra vez, ahí lo zarandeé hasta resucitarlo, le dije que se debía acicalar para irnos, de repente se acordó para lo que había venido.

El esmoquin no tenía bolsas ni en el saco, ni el pantalón, ¿cómo carajos no me di cuenta? tuve que meter billetera, pasaporte, un pañuelo y otros documentos en un sobre para lo que se pudiese ofrecer. Antes de las cinco bajamos al lobby del hotel.

Y esperamos, salimos a Tlalpan, pasaron quince minutos y no llegaban por nosotros, de seguro vendrían en camino y más al ver el tráfico en la calle, nadie se movía, a la media hora aún conservaba la calma. Transcurrieron sesenta minutos y ya había razones para preocuparse, resolví tomar el primer taxi que parara, porque esa es otra de las particularidades de los ruleteros chilangos, cuando no van por una dirección no hay nada que los desvíe, el “no voy por ese rumbo” es esa frase críptica y fulminante para cualquier peatón que necesite trasladarse y que no causa ninguna gracia. A las seis y media pudimos abordar un taxi, la escena me pareció chistosa, un tipo vestido en esmoquin negro en un vocho amarillo, le dije al chofer que volara, orden que cumplió en la medida del tránsito.

Los ruleteros capitalinos son especiales, meten velocidad, aceleran, frenan, volantean, van en zigzag, se adelantan en lugares inverosímiles, con lo que no contaba es que a Julián al contemplar el tráfico del Eje Central Lázaro Cárdenas le brotó el desencanto y odio al Distrito Federal, y comenzó a despotricar contra lo que se movía:

─No hombre, pinche lugar culero, yo no sé cómo pueden vivir aquí, ahí los ves hacinados en vecindades y con esa nata gris en el cielo, si por eso yo me fui y por mucho que me paguen yo ya no regreso─ exclamó con amargura.

Eran casi las siete, y el corazón se me salía por los ojos, otro embotellamiento sobre Manuel González, solo veía las luces rojas preventivas como luciérnagas, me urgía llegar, y al fondo escuché al chofer que le respondió:

─ ¿Y usted? ¿es de acá?, yo nací en la Peralvillo y la ciudad tiene sus defectos, y nada más porque el joven necesita llegar sino lo invitaría a una cerveza y a lo mejor decide regresarse─ se carcajeó con una mueca que me ponía más nervioso.

Llegamos a las 7:25 a la iglesia, me bajé corriendo y con la esperanza que ella no se hubiera ido, la vi vestida de novia, me esperaba al final de las gradas, parecía una muñeca viva, me enamoré de ella de nuevo, me abrazó y me dijo que me calmara, ahí estaba el padre quien preguntó si podíamos iniciar.

Y comenzó el rito, Julián me tomó del brazo y caminos hacia el altar y a los minutos entró ella acompañada de su padre.

Entonces el padre procedió con la liturgia de la boda y nos casamos, ella tenía 22 años y yo 28, ahí emprendimos nuestra vida juntos.

EL DEBER SER DEL MATRIMONIO EN EL REGISTRO CIVIL 

El sábado teníamos cita a las once en el registro civil, legalmente aún no estábamos casados, aunque para las convenciones sociales el matrimonio estaba consumado, son curiosos los efectos narcóticos y alucinógenos de la religión, causantes de percibir espejismos en la realidad, la fe tiene sus trampas, la creencia no implica existencia a no ser en la imaginación.

Llegamos con todo y testigos, dispuestos para la ceremonia civil el paso definitivo para nuestra unión, andábamos ilusionados, preparando el viaje de regreso a San Salvador, por lo que queríamos formalizar el compromiso cuanto antes.

El juez aceleró el proceso, omitió la lectura de la epístola de Melchor Ocampo referida al deber ser del matrimonio decimonónico, firmamos el acta y nos fuimos a desayunar a Sanborns.

Ahí pude ver el único partido completo de todo el mundial de 1994, Suecia le ganó a Bulgaria y obtuvo el tercer lugar.

SAN SALVADOR 1994

Viajamos a San Salvador en la madrugada del 17 de julio de 1994 con una cantidad considerable de equipaje, ella y yo llevamos 29 años y nos seguimos conociendo.

En el camino andamos.

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*Gabriel Otero. Fundador del Suplemento Tresmil. Escritor, editor y gestor cultural salvadoreño-mexicano, con amplia experiencia en administración cultural.

 

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