René Martínez Pineda
Sociólogo, UES
Piedra. Vida. Conciencia. Ruta del grito como rito del mito. Caminar mucho siguiendo el sendero cronológico que mostró Einstein, lo que es como caminar sin dar un paso. La sociedad con justicia social que tanto buscamos, o que soñamos que buscamos, tiene como piedra angular la conciencia social, la cual es la metáfora dulce de un poema inconcluso y profuso y confuso; es la mano recia del campesino que, sin más amparo que el hambre amontonada por generaciones, rompe la tierra de los paradigmas conocidos; es la base, es la piedra filosofal -sin filosofía venenosa- que sostendrá al país que queremos heredar. La conciencia social es la primera piedra en la arquitectura del nuevo mundo con amores viejos. Esa piedra, ese tibio trasnocho del imaginario que anhelamos, se oculta en la frente del trabajador donde los sueños sacian su sed sin tener agua a la mano; donde lloramos la nostalgia utopista sin cipreses de mal agüero; la piedra angular, la conciencia cual piedra, es una espalda robusta para cargar el tiempo perdido y el tiempo vivido como árboles de sonrisas pueriles, banderas de familia y planetas a descubrir por nuestros hijos cuando les crezcan las alas.
En este ir y venir en busca de la piedra angular de la patria que nacionalizaremos para repartir equitativamente los patrimonios, he visto lluvias negras trepidar como olas gigantescas hacia las casas famélicas, alzando sus poderosos brazos para no ser frenadas por esa piedra fundacional que en el imaginario –solo en él- se mantiene firme y protectora… Pero su furia líquida es tal que los cuerpos se empapan de lodo y sangre y lágrimas en cuestión de minutos. Esa es la razón de esta búsqueda frenética y es la razón de que se nos impida salir exitosos en tal peregrinación sagrada debido a que la piedra angular es el territorio que junta semillas y nubes cargadas con agua bendita; es el patio donde conviven espectros de torogoces y gatitas blancas que limpian crepúsculos con maullidos; es el valle donde las oraciones de cristal chocan contra las hamacas del fuego; es la plaza pública en la que no se cobra la entrada.
Ya está, Óscar Arnulfo, el fusilado más noble y hermoso, esperándonos en esa piedra angular labrada con homilías pedestres… la primera piedra puesta por el pueblo y sobre la cual edificará su futuro. Observo su figura como tumultuoso clamor; la muerte lo ha cobijado con tenaces azufres y amates, y le ha puesto las oscuras ropas de Tlaloc para que se derrame sobre todos. La lluvia de iniciación seminare brota de su cuerpo; el viento como indigente honorable infla hasta lo indecible su pecho para deshojar su cabello y llamarnos en silencio; y el amor del arquitecto que diseña la piedra angular, como loco suelto, empapa su rostro con lágrimas de pueblo y lo calienta en la cima de las diminutas haciendas de los pobres que tienen más vacas que perros.
Pero no será fácil llegar al lugar donde la piedra angular reposa y nos espera con paciencia de santo, encontraremos en el camino un hostil ejército de ricos podridos e imbéciles eruditos que, nadando en la formalina de la ignorancia social, se creen sabios. En el camino, un tronar de leyes con hedores escatológicos custodia a los peregrinos de la convicción social; llegaremos a la piedra angular desde todos los ángulos humanos; llegaremos con millones de cuerpos presentes que renunciaron a esfumarse en el anonimato; llegaremos con la forma diáfana de las iguanas que regresaron del fondo de los agujeros sin fondo.
¿Quién planchará el sudario del mártir de los mudos para ofrecerlo como ofrenda cuando la piedra sea colocada en su predestinado lugar? La verdad que sale de su boca es aceite hirviendo cayendo en el lomo de los oligarcas que aún no salen de la oscurana del siglo XIX. Pero hoy, haciendo de la ilusión sempiterna una concreción popular del pan recién horneado, todos cantan a la sombra de la piedra; nadie llora en el rincón de la pobreza que habita la princesa que perdió la risa y perdió el color de tanto esperar; aquí, no pica la serpiente de los pies descalzos, ni pican los aguijones digitales del capataz de la exclusión social; aquí, los ojos almendrados se regocijan en el cuerpo de la utopía resucitada al tercer día de la sexta revolución, la revolución de las papeletas.
Piedra. Vida. Conciencia. Brújula. Caminar mucho siguiendo el sendero cronológico que descubrió Einstein en el gesto final de su masturbación, que es como caminar sin dar un paso. Yo quiero ver en las fronteras móviles de la piedra angular a los hombres y mujeres de voz recia que desafiaron a las palabras agudas con la necia complicidad del periódico más longevo del país; reunirme de nuevo con quienes domaban abejas y domesticaban ríos furiosos; esos hombres a los que les tronaban los esqueletos en las cimas de los cerros y se llenaban la boca de luna y meteoritos. Aquí quiero verlos, este es el lugar de reunión que pactamos un 11 de noviembre: a un lado de la piedra angular. Todos aquí, reunidos alrededor de la piedra, delante de la piedra, atrás de la piedra; frente a los cuerpos que tienen las riendas sueltas y se saben capitanes de sus almas que se desataron de la muerte anunciada.
Piedra. Vida. Conciencia. Caminar mucho sin dar un paso. Yo quiero contemplar las risas infantiles como un río sin fin que con su tropel rompe las nubes de azúcar y labra las orillas con sus olas romeristas que transportan los cuerpos que como toros indómitos bufan sin parar. Que el clamor de la piedra angular, la primera piedra del último sueño, deambule por las plazas celestes de la luna creciente que quiere volver a ser una niña; que el clamor haga una vigilia a la luz del sol de medianoche y se acueste sobre la grama china de la luz congelada de asombro cuando observa que el mar de la querencia compartida resucita en el tibio gesto de la conciencia que nace de la piedra y es la piedra al mismo tiempo porque es lo correcto e incorrecto como un todo.
Pero, si he de sucumbir en las gélidas manos de lo incorrecto en esa búsqueda de la piedra angular de la nueva sociedad, que sea una tortura sin cuartel, que sea una expedición cruenta e implacable, que sea un castigo que me enseñe a comprender qué es lo que hay dejar enterrado en la historia: el café sin azúcar ni vainilla, el calcetín izquierdo roto, los zapatos con suelas maniáticamente sonrientes, la semana sin sábado para pecar deliciosamente y en silencio, el pantalón estrujado, dolido y con los bolsillos baldíos, la camisa sin botones pero con mil ojales al azar, la lengua sin unos hacedores de huellas en ella que quiten la calentura y conviertan en lícito lo que en público es prohibido: una sociedad justa en la que el arroz duro no esté duro y los frijoles no estén helados como muertos olvidados.