Luis Armando González
Una consulta rápida a un diccionario en Internet indica un doble significado de la palabra “plaga”: 1) “colonia de organismos animales o vegetales que ataca y destruye los cultivos y las plantas” y 2) “daño o desgracia que afecta a gran parte de una población y que causa un perjuicio grave”1. Para los efectos de la reflexión que sigue a continuación, ambas acepciones son útiles. En El Salvador, aunque no es exclusiva de este país, se trata de una plaga formada no por organismos vegetales y animales, sino por unos aparatos tecnológicos (y el uso que se hace de ellos) que atacan el medio ambiente, y provocan daños, perjuicios y, en muchos casos, desgracias a la población. ¿Cuál plaga? La de los queridos, envidiados y añorados vehículos, entre los cuales las subplagas de carros, autobuses, microbuses y motocicletas se han convertido en sumamente perniciosas para la salud y seguridad ciudadanas.
Las calles, avenidas, pasajes y autopistas son suyas. Quienes caminan no están a salvo de sus arremetidas, previas a las cuales el sonido del claxon (o “pito”, como se le conoce en estas tierras) es el anuncio, para una persona que camina o está quieta en una calle, de que tiene que apartarse inmediatamente, pues el vehículo que viene en su dirección no se detendrá. Que no escuchó, que se distrajo: mala suerte, y que pague las consecuencias de su “lentitud”. Consecuencias trágicas, como la sucedida a María Gladys Casco2 que, en días recientes, fue embestida por una motocicleta en las cercanías de San Dieguito, El Paisnal, y que, en estos momentos, con su cuerpo resquebrajado, se debate entre la vida y la muerte3. Pero qué importa dirán algunos: así son las plagas, lo suyo es provocar daño o perjuicios a la población.
Pero las plagas tienen que ser contenidas. A veces puede resultar casi que imposible, a veces puede serlo de una manera relativamente fácil. Depende de la plaga. ¿Y con la plaga de los vehículos? Se puede hacer mucho para contenerla y mermar el impacto negativo de accionar cotidiano y su propagación. Comenzando con esto último, deben ponerse diques al crecimiento del parque vehicular, y no estimularlo o favorecerlo. Para el caso de la subplaga de las motocicletas es impresionante el aumento que ellas, circulando por las calles, en los últimos 5-10 años. También se debe frenar el aumento de carros (nuevos o usados), buses y microbuses. No es asunto de ser “amigo” o “enemigo” de la tecnología (los vehículos son aparatos tecnológicos), sino de lo contraproducente que es continuar sumando más vehículos a lo que ya hay en el país.
Otra línea de acción apunta a reducir drásticamente la cantidad de vehículos (carros, motos, buses, microbuses) que circulan a diario en El Salvador, en especial en las ciudades. Se impone, antes que otras medidas, más punitivas o sofisticadas, el “hoy no circula”, que debería establecerse uno o dos días a la semana para cada vehículo, en especial para los particulares. El transporte colectivo no debería tener esta regulación, aunque sí otros controles (horarios, paradas, limpieza, seguridad, tranquilidad y cero músicas estridentes).
Dar por supuesto que el parque vehicular no dejará de crecer o que cualquier cantidad de vehículos estará siempre en las calles significa dejar sin tocar el problema que se tiene que corregir, un problema que, por cierto, está desbordando las capacidades del Estado y de la sociedad para lidiar con él. En algún lugar se ha dicho que el llamado “tele-trabajo” (o sea, el trabajo en casa) es la solución. La experiencia postpandemia dice lo contrario. También un medio de comunicación informó de un estudio en el que se proponen soluciones “estructurales” para el problema. No se alcanza a leer, en el reportaje periodístico, la propuesta de poner límites al crecimiento de la masa de vehículos o la propuesta del “hoy no circula”. Quizás están en el estudio original; si es así, aquí se las reitera. Si no están, se invita a considerarlas.
Por otra parte, no se debe dar por supuesto que, dada una determinada tecnología –en este caso, la de los vehículos— esta impone sus fueros sobre la voluntad y decisiones de las personas, sin que estas puedan hacer algo al respecto. O asumir que se está obligado por un imperativo tecnológico automático a llevar al extremo las posibilidades que ofrece la tecnología. Esta, sin duda, impone restricciones (por ejemplo, con un carro no se puede volar, o un martillo no sirve como pinza), pero eso no quiere decir que no haya margen de maniobra en los usos que la gente hace de determinadas tecnologías, lo cual incluye la posibilidad de negarse a tenerlas o a usarlas.
Hacerse cargo de estos márgenes de maniobra tecnológicos (que incluye usos e incluso rechazo) requieren, para ser razonables y beneficiosos para el bienestar propio y de los demás, de educación y, en un sentido más amplio, de una cultura distinta a esa que convierte a las personas o en esclavas de las novedades tecnológicas o en enemigas de cualquier opción tecnológica que cuestione o reemplace los usos y recursos tecnológicos heredados. Y aquí hay que cuidarse de no confundir “tecnología” con “tecnologías de la información y la comunicación”, pues tan tecnología es una computadora (con una plataforma digital entre sus opciones) como lo son una máquina de escribir, un hacha o una piedra afilada. Los vehículos –tema que nos ocupa aquí— son unos aparatos tecnológicos peligrosos, y quienes los poseen (y usan) deben, además de ceñirse a las restricciones que los mismos les imponen, saber que con ellos pueden convertirse en una amenaza para otras personas.
Deben ser conscientes de que son una amenaza para los demás, en especial para quienes, caminando o parados en las calles, no tienen ninguna protección de metal o de fibra de vidrio que los cubra. Para esto se requiere una educación no meramente vial, sino cívica y humana. Es decir, una visión cultural-moral en la cual hacer daño a otros no tenga cabida. Esto para comenzar. Porque se tiene que ir más allá. ¿Hacia dónde? Hacia una visión cultural en la cual poseer y usar vehículos sea secundario, e incluso irrelevante, para la estima social, la autoestima, el prestigio y el bienestar individual y familiar.
No es eso lo que se tiene ahora. Impera una obsesión por poseer y andar en vehículo, aunque el bienestar propio y ajeno se vea socavado a diario, y los riesgos derivados de la saturación vehicular –la agresión es una constante— sean algo cotidiano. Este es un país pequeño, con distancias cortas en las ciudades, pero amplios sectores de la sociedad han renunciado a caminar –con lo saludable que es— y también a usar el transporte público. Mientras no se entienda y asuma la gravedad de la plaga vehicular, siempre se tendrán justificaciones para poseer y usar vehículos.
Una nueva filosofía de vida se hace necesaria en este país tan precario y maltratador. La cultura de la prisa –como esa que promueven quienes dirigen el tráfico en algunas calles y avenidas— no ayuda a la calma y tranquilidad que deben imperar en una sociedad en la cual lo importante sea la felicidad de la gente. Termino con una anécdota personal, que resume una conversación que he tenido en más de una ocasión cuando he abordado un autobús que pasa por la colonia en la que nací, y en el cual suelen ir amigos o amigas que conocí en mi infancia y juventud:
Amiga/amigo de infancia:
“Hola Luis, ¿qué te ha pasado que ahora andas en bus? Y el carro, ¿qué lo has hecho?”
Luis Armando:
“Hola, te cuento que he decidido andar en bus, porque manejar me complica la vida”.
1.https://www.google.com/
2.Soy amigo de la familia Casco. Y siento profundamente lo sucedido a Gladys, por lo cual este texto está marcado por la indignación.