René Martínez Pineda
Sociólogo, UES
La buena noticia es que la humanidad ha vivido peores años, y la peste bubónica (Black Death) puede dar testimonio usando como datos los 25 millones de personas que mató en Europa en unos seis años (1347-1353). Los efectos de esa peste influyeron de forma fulminante en el desarrollo político, social, cultural y económico de la humanidad, sobretodo porque dejaron claro que el ser humano está aquí para quedarse, no importa si cuenta sus pasos usando las huellas de las pandemias que provoca.
De la peste negra a la gripe H1N1 –por poner un ejemplo al azar- encontramos mil avances médicos y diez avances sociales. En 2011, un grupo de expertos concluyó que ningún gobierno está preparado para salir ileso de una pandemia porque ninguno busca, deliberadamente, la asesoría de las ciencias sociales. Detrás de esa conclusión está la premisa de que las pandemias no solo son un problema propio de epidemiólogos, virólogos, infectólogos y militares, sino que también le competen a la sociología, economía, psicología, política, antropología, trabajo social, periodismo y ética, si es que –desde la prevención social- se quiere dar una respuesta integral y menos dolorosa a las crisis.
No está claro si hoy que estamos en las fauces de la pandemia del coronavirus (nombre coloquial con el que la llamamos en las calles de todos los países del mundo) los distintos gobiernos están buscando la asesoría de las ciencias sociales para que lo biomédico funcione mejor. Aunque parece que no está sucediendo eso, la sociología -en especial- debe asumir que está siendo considerada y aportar soluciones para hoy y para mañana. Lo primero que puede hacer la sociología es señalar que el primer síntoma del coronavirus es la pobreza y, a partir de él, poner en la luz la vida social y señalar las grietas del sistema económico que, bajo la forma de tristes injusticias o de alegres apatías, signan de forma dolorosa la cotidianidad.
Una de esas grietas es la precariedad social del trabajo de salud pública, lo cual incita a que la función del cuidado personal sea realizado por un grupo de seres invisibles que, al igual que los sociólogos y enfermeras, tienen salarios muchísimo menores a los de los políticos. Otra grieta es la lapidaria desigualdad social y las notorias diferencias de clase (en lo económico y, a partir de ello, en lo social, lo educativo, lo cultural) que generan efectos absolutamente disímiles en el pueblo que, como si todas las personas que lo componen fueran iguales, acata las medidas necesarias para enfrentar la pandemia: cierre de escuelas, cuarentena, teletrabajo, e-learning, por mencionar algunas. Pero, una escuela pública no está equipada como un colegio caro para cumplir su labor “a distancia”, y eso ahondará la desigualdad en el mediano plazo; quedarse en casa teniendo un salario seguro no es lo mismo que quedarse en ella cuando se vive de la calle.
En el señalamiento de esas grietas, la sociología (que bien podría crear la línea epistemológica de “sociología de las pandemias”) debe ir dando cuenta de otros aspectos que están sufriendo el impacto de la crisis y que podrían llegar a abrir otras grietas igual de profundas. Debemos prestar atención –pongo por caso- a la cultura de los gestos íntimos y saludos cotidianos porque pueden ser vetados para siempre y, si es así, la solidaridad social irá a parar al museo nacional del país “sálvese quien pueda”.
En todo caso –con las ciencias sociales dentro o fuera de las medidas que se toman en los meses de pandemia- es innegable que el primer síntoma es la pobreza, y eso explica por qué, a unos cuantos días de cuarentena, grupos de personas salgan a las calles con la intención (manipulada -muchas veces- por políticos perversos que quieren recuperar militantes) de saquear supermercados y mercados para saciar el hambre amparadas en el anonimato que brinda el comportamiento colectivo. No cabe duda que vivimos en la sociedad de lo frágil y de la ilusión, ya que las redes sociales nos generan la ilusión de que podemos acceder a toda la información posible y, al mismo tiempo, pueden servir para manipularnos con noticias falsas o tendenciosas.
Casi lo mismo podríamos decir de las estadísticas que, por un lado, pueden mostrarnos la magnitud real de una pandemia y, por otro, puede usar o descontextualizar los números para provocar la agonía que impulsa al suicidio o nutre a los corruptos.
Podría seguir señalando otros aspectos para justificar la presencia de las ciencias sociales en la lucha contra las pandemias y en las transformaciones sociales y culturales que provocan en el aparato productivo, formal e informal; en las relaciones sociales, cotidianas y carnales; en la perspectiva de quiénes somos “nosotros” y quiénes son “los otros”, “los malos”, “los feos”, “los infectados”; en la cultura política que puede llegar a ser democrática o ser de súbdito extremo, tal como ahora lo es; en los tipos de control social que, aprovechando los descuidos que generan las pandemias, llegan al uso de drones para monitorear la movilidad territorial y de medidores de temperatura que -de paso y por pura casualidad- escanean la cara y la identidad. Lo que queda en evidencia, más allá de cualquier postura, es que las pandemias siempre son hechos sociales tan totalitarios como totales, debido a que ponen en grave riesgo la totalidad de las esferas y pasillos del mundo sociocultural.
A manera de corolario sociológico podemos afirmar que las pandemias (que dejan como rastro de falsa inmunidad una enorme cantidad de estudios culturales, políticos y epidemiológicos) ponen en juego –aquí y ahora- un problema vital de la sociología que la historia debió plantear al revés: cómo sobrevivir juntos para luego vivir juntos. Para saber eso, primero debemos saber cuál es la diferencia y cuál la coincidencia entre nosotros y los otros en una sociedad signada por una desigualdad social escandalosa (tangible y simbólica) que siempre anda en busca de nuevos hijos putativos, siendo hoy el distanciamiento social el más promovido de ellos.
Si bien no se puede negar que el distanciamiento social realizado con criterios culturales (junto a las cuarentenas obligatorias y disciplinadas) son medidas atinadas para frenar una pandemia cuyo peligro está en el nivel de contagio más que en el de mortalidad), también no se puede negar que dicho distanciamiento social puede llegar a privatizarnos los vínculos que nos unen como seres humanos con cuerpo-sentimientos y dejarnos una epidemia de soledad que, también, tendrá como principal síntoma la pobreza, porque el pueblo no cuenta con “el factor” que lo haga inmune a ella. Por el momento no podemos contradecir y mucho menos evitar recurrir al distanciamiento inventándonos nuevas fronteras, nuevos trámites migratorios, nuevas territorialidades, nuevas formas de fornicar culturalmente, pero las ciencias sociales están obligadas a gritar que debemos estar atentos a los peligros que conllevan si se mantiene después de la crisis.