Edenilson Rivera,
Escritor
La poesía es un instrumento sutil para combatir la realidad. Es también un medio para revelar y comprender algo que todavía no sabemos y no sentimos de la vida. Sin embargo esta fuerza destructiva y constructiva surge de un ejercicio de ensimismamiento y reflexión —de iluminación, a veces—, en el espíritu del poeta. Le duele el mundo al poeta, lo sufre (se deleita de él, muy raramente), y a continuación, a través de la sensibilidad e imaginación, se cifra el poema como entidad viva, en pugna contra la realidad.
Creo que el oficio poético no debe entenderse como un ejercicio que surge de una intención apriorística y un esmero retórico per sé. Junto a su imaginario que va creciendo con el tiempo, el poeta necesita nutrir también su universo reflexivo que orienta su quehacer poético. Me cuesta entender el poema como una simple declaración de buenas intenciones, o como un juego ingenioso de palabras que se asocian arbitrariamente, según el fervor de los sentimientos y emociones de quien escribe.
Hacer reflexión acerca de una poética en particular es pensar también en un ciframiento distinto del mundo, un mundo cuyos temas, imágenes y símbolos, se le imponen —o pudiéramos decir, se le van dando— al poeta de acuerdo con ciertas coordenadas vitales y condicionantes de su temperamento. Estos elementos se van desarrollando con la madurez y con el ejercicio mismo de la técnica, que se va fortaleciendo no de una manera tan mecánica como se pudiera creer, pero sí reflexionando sobre la misma; dichos elementos se retoman— se van imbricando, reelaborando, modulándose— del mundo fáctico, se destruyen en el poema y se cifran de nuevo en una suerte de ramificación de significados, generalmente ocultos de acuerdo con las característica del mundo simbólico de una poética. En ocasiones, también la arquitectura del poema —esa especie de casa del espíritu dentro de la cual vive otro universo— no es, si se puede decir, el resultado de un proceso del todo consciente en algunos momentos propicios para la creación poética; pero el poema tampoco nace, en mi opinión, de una buena intención cívica ni del cúmulo de emociones y arrebatos antojadizos. (Otro punto sería, por supuesto, hablar de los procesos y rituales singulares de la creación poética en casos particulares.)
Se suelen escribir —y se publican— textos cargados de intenciones, desventuras y desvaríos momentáneos, pero estos carecen de pulsiones vitales: suelen ser impresiones circunstanciales, arbitrariedades vestidas con “palabras ingeniosas”, retórica vacía, que no se han templado ni digerido en el espíritu del poeta y no han pasado por la criba de la intuición poética verdadera, por lo que no logran en consecuencia ser sustanciales ni portadoras de la verdad lírica, si le podemos llamar así a esa suerte de revelación de un mundo nuevo que subyace en el ser vivo del poema.
Hay algo doloroso y punzante del mundo prosaico que es ajeno al poeta y hiere su sensibilidad. ¿Por qué se escribe poesía? ¿Nos sentimos diferentes y creemos participar de ese mundo secreto y celebratorio? ¿O sólo lo hacemos por narcisismo y por lograr movernos impunemente con el reconocimiento social de ser “poetas”? Como respuesta posible, me gustaría pensar simplemente en la vida y obra de los grandes poetas que sufrieron la crueldad, el dolor, la marginación, la soledad, el abandono, el exterminio, de un mundo yerto y hostil en el que vivieron; poetas de extrema sensibilidad que no vieron ni siquiera su obra publicada; poetas lacerados en su condición humana misma por la injusticia, la barbarie, la ignominia; o porque simplemente el mundo les era extraño. Pienso en Georg Trakl, Paul Celan, Hölderlin, Alejandra Pizarnik, Roque Dalton, como casos típicos entre muchos. Y por qué escribieron entonces y de dónde vinieron sus palabras. Creo que de una desgarradura profundísima entre ellos y ese mundo. Sin duda, alguien dirá que existe también la alta poesía del amor, del canto a la democracia, de la naturaleza, de las hazañas humanas: de acuerdo, pero todo esto debe cifrarse y buscar expresión en las sensibilidades e imaginaciones poéticas personales, que se han ido nutriendo con la reflexión, con la cultura, con la acumulación de sentimientos e ideas, a través del espíritu del poeta, de su intuición, además de su carnalidad humana. El poema también es fruto del tiempo y la poesía, de alguna manera, es el arte de la espera.
Según lo anterior, se puede aducir que la poesía surge del dolor, aunque también del deseo, de ciertas revelaciones momentáneas, o de imágenes e ideas misteriosamente acumuladas o maduradas en el interior del poeta, pero no de un ejercicio premeditado con una fuerza arbitraria y apriorística que busca una construcción retórica. Y no obstante, claro, siempre la escritura poética tiene rasgos subjetivos de acuerdo con la personalidad del poeta y su sensibilidad perceptiva, se alimenta de su imaginario, sus símbolos, sus manías —muchas veces—, además de sus pequeños y secretos rituales.
Se vuelve perentorio entonces que cada poeta reflexione sobre su oficio, ponga en duda sus palabras y las ideas prepoéticas de su poema: ¿surgen éstas como intuiciones de la vida misma, de otras variantes de relación secreta de algunos elementos del universo, de estímulos diversos, o sólo surgen de la emoción personal o de los sentimientos en razón de algo que simplemente le presenta el mundo? Pero no estoy hablando de que, paralelamente, al momento
de sentir la pulsión lírica o inspiración (y si esta es verdadera) no ha de aprovecharla, pues, a la vez, estaría dudando de lo mismo que siente o parece escuchar internamente, o lo que la vida, digamos, le está susurrando en ese instante. No. Hablo más precisamente de una especie de ejercicio autocrítico, de un miramiento despersonalizado sobre sí mismo en ciertos momentos ante la producción poética, sobremanera cuando el poeta se inicia en el quehacer poético, comprendido éste como algo que ha de acompañarlo toda su vida, y de cuyo desarrollo también surgirán evoluciones, etapas, reniegos —abjuraciones tal vez de algunas etapas creativas—; irá tomando otros matices de símbolos o significados, o acaso se irá concentrando en un universo poético personal del que se derivarán otros mundos hasta consolidar una poética propia.
Me gusta pensar que la poesía es hermana de la vida. Está sujeta a sus avatares, está teñida de reveses; tiene temblor, desconcierto, oscuridad, misterio, revelación, silencio. Y tiene tiempo. Con esto me refiero a sentimientos acumulados y a ciertas epifanías que aunque parezcan espontáneas visitan y se han afincan en el espíritu del poeta, de una manera no muy consciente tal vez, o inexplicable. Cómo surge, entonces, la poesía auténtica, la que no está inflada de intenciones, de efectos retóricos, de ideas preconcebidas o de los sentimientos circunstanciales.
Un ser humano sufre y está tirado en la intemperie de la vida: está en miseria. Otro tiene, a lo mejor, un espíritu sensible por naturaleza y se encuentra a la contra del mundo. Pero quién decide ser poeta: ¿el que se apasiona simplemente o sufre con el mundo y quiere trasponerlo en palabras? Estas son situaciones complejas que, por supuesto, no puedo y no intento dilucidar aquí. Lo que el poeta cree percibir debe conmover no su ego, sino su espíritu. Hay palabras que únicamente nacen del afán, del intento por granjearse reconocimiento, de la catarsis, de un yo que ve algo en el mundo y a continuación se le vuelve subjetivo y lo enuncia, sin más. Y así el febril poeta cree entender que allí está y nació el poema. Escribir poesía, me parece, es un compromiso con la vida y, por ello, es algo que no reside en un borboteo de palabras con un cierto grado de emoción. A la poesía la concibo como algo que está más allá de todo narcisismo y deseo de reconocimiento o de un simplemente estado emotivo. La poesía entraña, creo, una suerte de conocimiento alterno de la vida, un deseo de trastoque de cosas del mundo que en el poema se vuelven otras para colmar o configurar algo que podríamos llamar el ser poético.
Un verdadero poeta sirve de cómplice a la vida: esa vida no manifiesta ni intuida por otros medios, pues la vida no es sólo lo que palpamos o podemos certificar con nuestros sentidos. La vida en la poesía es también algo que no podemos percibir de manera habitual ni por otros medios. Todo aquello que exalta las limitaciones del mundo y que en el poema se vuelven liminares es poético. Y el mundo es poético en tanto que es —o puede ser— otro. Ahora, esto no es un deseo obsesivo o corriente por ir más allá de la apariencia. Cada una de las artes excede lo que intuye en un ámbito y lenguaje propios de un mundo desbordado, según sus códigos estéticos.
Reflexionar sobre el quehacer poético es una tarea válida como responsable para quien ha de asumir el compromiso vital de ser poeta, además de la responsabilidad que esto conlleva en los ámbitos ético y estético, en complemento de la autocrítica que ha de acompañar el ejercicio mismo de la escritura. No se trata de un atuendo, de una investidura que concede la condición de ser o creer ser poeta a fuerza de intenciones predeterminadas. Estas elucubraciones personales solo intentan contribuir (y no ser definitorias) a la búsqueda de la esencia y sentido de la poesía, como ya lo han otros poetas a través de sus reflexiones: como algo necesario para entender la entrega total a este oficio perpetuo que conecta el espíritu humano con los variados elementos del universo y la existencia.