Álvaro Rivera Larios
Escritor
A lo largo del siglo XX, illness ciertos desarrollos de la filosofía y la lingüística propiciaron un renacimiento de la retórica: viejo saber acerca del uso del lenguaje con fines persuasivos dentro de circunstancias acotadas. Ya en la antigüedad, viagra los griegos descubrieron cómo las situaciones concretas afectaban a la creación y recepción de los discursos. Esa conciencia dio lugar a observaciones teóricas y reglas creativas que llevaban el análisis de la circunstancia a la mente del orador para que este eligiese los argumentos y el lenguaje que más le convenían para convencer a un público determinado en una circunstancia concreta. El texto retórico no solo era un discurso en una situación, sale era un discurso que desde su misma génesis se asumía en esa situación para intervenir en ella. Esta autoconciencia pragmática y discursiva tuvo consecuencias en el plano de la forma y el contenido de las palabras. Los estilos, por ejemplo, estaban sometidos a consideraciones casuísticas. Un retórico no elegía la elevación o la sencillez de sus palabras a partir de rígidas estimaciones abstractas. Aplicaba unos principios, entre ellos los del estilo, en función de una circunstancia. La palabra no perdía sutileza por adaptarse a una coyuntura, al contrario, esa adecuación hecha en función de intereses prácticos obligaba a desarrollar una compleja serie de cálculos formales. Un retórico se preguntaba qué palabras le convenían al asunto que iba a desarrollar o cuáles eran las más indicadas para dirigirse a determinadas personas. De acuerdo con estas y otras consideraciones seleccionaba sus términos. Cicerón llegó a escribir que en ciertos tramos de un discurso convenía ser prosaico, pero que al rematarlo, en su clímax, lo más conveniente era elevar la intensidad y la belleza de su lenguaje. El establecimiento de valles y de altos picos en un mismo texto estaba al servicio de la persuasión en una circunstancia comunicativa concreta.
La retórica niega la autonomía del estilo. Los estilos retóricos siempre se adaptan a convenciones de género discursivo, a la naturaleza de un tema o a una situación comunicativa determinada. No se trata sólo de aplicar ciertas reglas según los casos; de acuerdo con los casos, se flexibiliza la aplicación de las reglas. Pero esas restricciones externas (formales y circunstanciales) que la retórica le impone al estilo – como índice de autonomía del creador – no condenan a la pobreza discursiva. La misma orientación pragmática de la retórica le impone al orador una gran exigencia estilística. Si al discurso le falta belleza o carece del esplendor oportuno, lo más probable es que fracase. Un motivo utilitario y en apariencia ajeno a la lógica interna del lenguaje, lo obliga a la sutileza, a la perfección, a la eficacia. Para la retórica el contexto y el interés se convierten en un problema creativo –interno– del texto.
Cuando el contexto deja de ser la condición social objetiva en la que se construye un discurso –transformándose en un conjunto de “variables” que plantean un problema de comunicación literaria–, quien escribe está obligado a resolver una serie de desafíos temáticos y formales en el marco de la que ha sido bautizada como “situación retórica”.
Tanto el poeta, como el lenguaje que utiliza y la obra que plasma y ese lector que la interpreta se gestan, inscriben y actúan en redes de comunicación simbólica socialmente estructuradas. Los razonamientos de Bajtin, la pragmática y la retórica revelan como las situaciones donde se construyen los enunciados literarios llegan a formar parte del interior de su proceso creativo.
No camino lejos del tema de mi ensayo, lo que intento es acercarme a él dando un rodeo necesario. Ahora puedo decir con claridad que atender a las propiedades formales de un escrito de Roque Dalton es necesario, pero que sería un error –propiciado por el formalismo dogmático– tachar a priori las posibles influencias del “contexto” en sus elecciones formales y tachar a priori el peso que tuvo su vida en la recepción de su obra literaria.
Decía T.S. Eliot que los intereses sociales de William Wordsworth inspiraron sus innovaciones en el verso y respaldaron su teoría del lenguaje poético. Este juicio de Eliot puede servirnos de entrada para examinar si la filosofía e intereses sociales de Roque Dalton tuvieron algún efecto en su visión de la palabra poética. Algunos consideran que sí, pero solo para denunciar que la ideología de Roque siempre limitó su lenguaje. Yo no me atrevería a generalizar tanto, solo afirmo que esas ideas son cruciales para entender la forma en que el poeta interpretaba la “situación retórica” donde colocaba su voz. Esas ideas, por lo tanto, permiten comprender cómo ciertos elementos interpretados del mundo pasaron a convertirse en un problema del proceso creativo del poeta. A través de ellas estructuró el sentido y el objetivo de sus textos. A través de ellas estableció una relación dialéctica con el lenguaje de la poesía. A través de ellas “visualizó” a los posibles receptores de su palabra. En pugna con ellas y a través de ellas encontró su rostro de escritor.
Al asumirse como poeta que trabajaba para la revolución, Dalton aceptó la tesis clásica de Horacio de que la poesía deleita e instruye y, por lo tanto, es un placer y un conocimiento que forman al mismo tiempo la sensibilidad y la conciencia del público lector. Cuando los trágicos griegos planteaban a los espectadores dilemas morales irresolubles estaban modelando su empatía y su inteligencia moral. Así que lo didáctico no hay que entenderlo de manera simplista. La orientación didáctica y revolucionaria de Dalton tuvo consecuencias pragmáticas en lo que al lenguaje se refiere: con una lírica que alteraba valores y modificaba actitudes podía construirse la subjetividad radical de quienes habrían de transformar el mundo.
De ahí que podamos decir que esa voluntad persuasiva de Roque situó su palabra frente al otro y lo alejó del solipsismo en que navegan los escritores que mantienen fuera de su proceso creativo cualquier tipo de trato con el público. Roque dejó de ser un creador encerrado en sí mismo y decidió introducir deliberadamente a los demás en la gestación y finalidad de su escritura. “Los demás” no eran una figura abstracta para un poeta que razonaba sociológicamente. Sabía que su competencia literaria lo fijaba en el horizonte simbólico de la clase media culta en una sociedad oligárquica en la que su búsqueda de los otros estaba minada por brechas sociales terribles. Esas brechas, como veremos, le abrirían problemas estilísticos a un poeta que buscaba la comunicación.
El creador que se orientaba retóricamente complicó la trama de su poética al querer ser además un poeta de la vanguardia literaria. O podríamos decirlo a la inversa: Este poeta de vanguardia asumió un dolor de cabeza creativo al hacer suya también una orientación retórica. Experimentar con el lenguaje y comunicarse con los otros no eran objetivos fáciles de conciliar desde el punto de vista literario y pragmático. Este conflicto interno/externo de su proceso creador, derivado de asunciones ideológicas y estéticas, fue el dramático motor de su poesía. Esta no podría entenderse si separamos al político radical del poeta vanguardista, tal como algunos pretenden.
A menudo se busca la orientación de un autor comprometido como Dalton en el sentido de sus escritos, en ciertos temas y palabras que aparecen de modo recurrente en su lírica. Pero esta semántica politizada, discernible con facilidad en la superficie del poema, era una consecuencia de lo que Dalton pretendía hacer con sus palabras y lo que él se proponía, y por eso hay un “telos” retórico en su poesía, era “abrir” la inteligencia sensible de ciertos lectores para acercarlos al umbral y a la posibilidad de ciertas acciones.
Si estamos en el reino de un lenguaje poético vecino a la praxis, de un lenguaje que trasciende el solipsismo y busca al otro, es comprensible que los potenciales receptores de esa lírica cívica y vital tuviesen en cuenta el prestigio ético de una voz que se abría a la vida, a la práctica. Si la poesía no estaba hecha solo de palabras era porque, en su caso, al rasgar el velo de la alienación burguesa, su epifanía se acercaba al umbral de la acción.
Se podría decir que Roque, en la segunda mitad de los años sesenta del siglo pasado, contribuyó a forjar con una serie de textos la dimensión simbólica de la insurrección armada que daría comienzo una década más tarde. Su trágica incorporación a un grupo guerrillero en 1973 le dio un espaldarazo moral a su palabra. Ese retorno, que armonizó la palabra y el acto, le otorgó al poeta, aunque fuese póstumamente, un Ethos poderoso frente a sus lectores. Y así fue leída su voz, como él deseaba, como un discurso que trascendía el formato físico del libro y se fundía con la vida.
Guste o no guste, sea que la aceptemos o rechacemos, estamos aquí ante una concepción de la poesía donde la conducta del poeta respalda su palabra delante de una comunidad de lectores que, en un momento determinado, también asume la poesía como un discurso cívico. Esos lectores no eran ajenos a la música del lenguaje, pero la percibían como una música moral.
Tal como admite la retórica, el ethos de quien pronuncia un discurso puede amplificar su carácter persuasivo. En una comunicación literaria real, tal como la que tuvo lugar en el contexto de los años 80 del siglo pasado, la palabra poética de un Dalton –como quiera que se la valorase– estaba fuertemente asociada a su prestigio, a su ethos.
Pero el Ethos prestigioso del poeta que apuntaló su voz con su cuerpo, también se abrió paso desde el interior mismo de su palabra, de su discurso, tal como pedía Aristóteles en su retórica. Poemas como “No siempre fui tan feo” cumplen una función estratégica a la hora de enmarcar la irónica humanidad de “la persona” que enuncia el discurso lírico. El personaje del poeta va estableciendo su cercanía retórica con el lector a lo largo de una serie de textos dispersos por toda su obra. Alta hora de la noche y Sobre nuestra moral poética nos hablan de las grietas vecinas a la muerte de las cuales surgen sus palabras. El efecto que tienen esos versos en la conciencia del lector, sitúan al poeta y su poesía en un escenario vital y trágico. Ese mismo escenario inmediato que los salvadoreños comprendemos tan bien. Toda esa acumulación de gestos y signos circundan el texto, penetran el texto, afectan su recepción y lo empujan a la confusa proximidad de la vida.
Y en esa vida confusa –en la que se mezclan muchas voces y varias esferas de valor– un efecto estético se torna un efecto ideológico y un efecto ideológico abre la posibilidad de una alteración factual del mundo.
Situar su biografía como un para-texto orgánicamente vinculado a su obra, elevar su vida a la condición de un Ethos que potenciaba el carácter persuasivo de su palabra fue una hazaña retórica que Roque Dalton cumplió exitosamente. Ese gesto incrustado en la conciencia de varias generaciones de lectores nos indica que estamos ante una poética y una forma de lectura donde se tiene una concepción vital de la palabra, una forma de entender la poesía que traspasa las fronteras abstractas y aparenciales del texto del poema. Esta forma de crear y de leer no es una mera desviación como sugiere el formalismo dogmático. Con esto no pretendo decir que esta sea la medida universal de la literatura, solo sugiero que esta forma de entenderla y de vivirla ya forma parte del patrimonio de nuestra experiencia cultural y que, por eso mismo, merece ser analizada con rigor y no censurada desde un prejuicio analítico que, para destacar el texto, tacha el ethos de su autor.
La de Roque es una incómoda poesía vanguardista impregnada de orientación retórica. Un texto lírico que es lanzado como una flecha retórica, como un discurso que hace cosas y no se limita a contemplar el mundo, es un texto en una situación; es un texto que desde su génesis, desde su primera palabra, se asume en esa circunstancia con el propósito simbólico de intervenir en ella.
Al asumir la circunstancia dentro del texto, el escritor ha de resolver un problema en el que debe ajustar sus elecciones estilísticas y temáticas a las urgencias de una comunicación literaria compleja en un contexto más o menos específico en una coyuntura determinada. En Miguel Mármol, por ejemplo, más que plegarse a una “doctrina estética conservadora”, Dalton lo que hace es producir un texto dentro de una institución y para una institución: el PCS. Si en ese texto hay un acarreo de aguas para el molino del autor, dicho acarreo se da en el relato de un fracaso (el del “levantamiento comunista” de 1932) con vistas a la exploración de las posibilidades inmediatas de una nueva tentativa revolucionaria. Esa circunstancia y ese objetivo lo llevan a elegir “un estilo documental”. Los lectores iniciales y prioritarios del poeta eran aquellos militantes y ciudadanos que, al trasluz de la experiencia histórica, debatían a principios de los años 70 sobre la viabilidad de la lucha armada en América Latina. En ese plano, la lectura de la experiencia de Mármol no se presentaba como un caso a partir del cual desarrollar el juego abierto e infinito de las interpretaciones, sino que su testimonio se ofrecía como un ejemplo para discutir otra línea de acción. Así que “el caso” Mármol, con independencia del homenaje a una figura histórica, era la pieza narrativa de una argumentación que iba en pos de una tesis y no tanto una “obra literaria abierta” del estilo de las que recomendaba Umberto Eco. No hay que ver la respuesta creativa de Dalton como el resultado de la adopción de unos principios estéticos conservadores, porque si fuera así no se explicaría cómo el poeta trabajaba, por esa misma época, en libros donde se advierte una mayor y más profunda libertad formal. De haber procedido de acuerdo con los principios y estimaciones de “una poética general”, el autor habría utilizado los mismos procedimientos constructivos en todas las obras que salieron de sus manos en ese tiempo y no fue así. Por eso, antes de ver “Miguel Mármol” como la deplorable caída realista de un poeta experimental, habría que preguntarse por qué, en ese caso, Dalton se decantó por una vía literaria cercana a la mimesis decimonónica, cuando en otras obras de esa misma época eligió principios constructivos más audaces. No creo que la ideología ni la estética ortodoxas expliquen con claridad el asunto, porque la ortodoxia peculiar de Dalton no le impediría escribir por entonces un largo poemario collage sobre Lenin.
Desde el momento en que establece un pacto retórico con sus lectores, desde el momento en que lleva la historia y los debates ideológicos a la lírica, el poeta desborda las líneas de las convenciones genéricas pero al mismo tiempo restringe las fronteras de su autonomía individual, dado que pone a dialogar sus decisiones estilísticas con el perfil concreto de los receptores de su palabra en un contexto y una coyuntura determinados.
Abrir la lírica a la vida suponía abrir el texto a otros lenguajes y otras capas de la realidad y la experiencia que la poesía pura se negaba a admitir en su seno. Abrir la lírica a la vida suponía introducirla en el reino de las palabras que hacen cosas por la vía de alterar la sensibilidad y las actitudes de su destinatario. Todo esto, que implicaba la impugnación de la autonomía idealista de la literatura y de la autonomía individualista del creador, en el caso de Dalton no desembocó en la renuncia del estilo como algunos creen, más bien supuso una orientación pragmática en sus elecciones formales.