Álvaro Rivera Larios
Escritor
Se nos viene aconsejando desde los años noventa del siglo pasado que para juzgar la lírica de Roque Dalton es necesario mantener separadas la vida del poeta y su obra escrita para que no se confundan las estimaciones morales con las estrictamente literarias. Se procura evitar así que el impacto simbólico de la biografía del escritor “interfiera•” en la autonomía del juicio estético que podamos hacer sobre su poesía. Esta indicación ya se ha convertido en un tópico, recipe pharmacy en un lugar común que podemos hallar incrustado en muchos de los juicios actuales sobre Dalton.
El tópico que nos aconseja separar el aceite de la lírica de las aguas de la vida suele exponerse como una distinción hecha en defensa de la complejidad formal de la literatura. Complejidad que debido a “razones externas” no fue muy bien atendida ni respetada por la gran mayoría de los escritores y lectores salvadoreños durante los años terribles de la guerra civil. Pero acabado el conflicto, prostate y una vez que gradualmente se impuso la valoración textual como la regla de oro del juicio crítico, algunos creadores empezaron a descalificar de forma sistemática cualquier estrategia valorativa en la cual se invocase la vida del poeta o el condicionamiento social de su escritura.
Admitamos que entonces, allá por los años 80 del siglo pasado, la manera dominante de leer al poeta no separaba su palabra de su vida ni su vida del mundo en que vivió. Salvo los académicos y los poetas que poseían una conciencia artesanal del lenguaje, poca gente se detenía a examinar la entidad de unos textos daltonianos que se valoraban más por su condición de armas cargadas de futuro que por su naturaleza estética.
En el ámbito de las interpretaciones académicas no eran raros los estudios sobre el poeta donde se mezclaban los datos económicos y políticos junto a consideraciones literarias sin que hubiese un puente entre las circunstancias sociales y la forma de sus escritos. Vista de esa manera, la palabra del poeta era un mero efecto o apéndice derivado de la realidad social. Frente a ese pragmatismo rudimentario (que apreciaba los textos por su efecto ideológico) y esa sociología de la literatura que no acababa de entrar en la literatura, se alzaron justamente, en la última década del siglo pasado, las voces de algunos poetas salvadoreños. Su reivindicación de la forma literaria pretendía liberar a las bellas letras de la servidumbre política e ideológica en que habían caído durante los años del conflicto armado. Lamentablemente esa consigna liberadora en algunos casos se formuló con el lenguaje de un formalismo que, en ese preciso momento, en otras latitudes, estaba siendo objeto de una profunda crítica por parte de teóricos que concebían de una forma mucho más compleja la literatura y su condicionamiento social.
Se puede afirmar que, en la última década del siglo pasado, la postura formalista de algunos escritores salvadoreños era tan rudimentaria como el tosco enfoque sociológico del discurso literario que pretendían superar. Se hizo visible la entidad de la lírica, es cierto, pero a costa de sacrificar sus nexos con el mundo y eso, en casos como el de la poesía de Dalton, condujo a un tenaz mal entendido del que aún no hemos logrado salir. Un formalismo cegato no era la mejor puerta de entrada a una poesía que precisamente trataba de huir con lucidez del formalismo.
Dando un pequeño rodeo que desembocará en unas notas sobre el último poemario de Roque Dalton, intentaré demostrar cómo el criterio formalista (al tachar dogmáticamente la vida del autor y su contexto) tiene serias dificultades para comprender y valorar ciertas elecciones formales que el poeta hizo en su obra póstuma. De igual forma, quienes se quejan de la presunta pobreza literaria de Poemas clandestinos, suelen ignorar la calidad de “discurso vivo” que tuvo ese poemario para los lectores de la década de los 80. Esa recepción del texto tendría que explicarse y no solo censurarse. El problema con ciertas valoraciones es que son normativas, niegan lo que se sale de sus preceptos y conciben su rechazo como una explicación.
Voy a comenzar mi rodeo: En el siglo XIX, el romanticismo y la entonces naciente sociología le dieron mucha importancia al sujeto creador y su circunstancia. Para el romanticismo una obra literaria tenía sus raíces principales en la interioridad del creador y en la cultura del pueblo al cual pertenecía. Un conjunto de versos expresaría el “corazón” o “la vida singular” del poeta, al mismo tiempo que reflejaría “estéticamente” los rasgos culturales típicos de su nación. Por otro lado, la sociología de esa época propuso un análisis general de los diversos factores sociales que presuntamente condicionaban la creación de un texto.
Contra los excesos interpretativos del romanticismo y la sociología se alzaron justificadamente, a lo largo de la primera mitad del siglo XX, el formalismo ruso y la Nueva crítica anglosajona. Estas dos corrientes recomendaron centrarse en la lógica interna de las obras literarias y no en los antecedentes biográficos o sociales de su producción. La consigna formalista era simple: había que concentrarse en el análisis de las propiedades estéticas del significante, el texto en sí era el centro, todo lo demás era secundario.
Estas posiciones teóricas que excluían al escritor y su contexto del análisis de su obra, aunque supusieron un avance en la valoración estricta de novelas y poemas, fueron criticadas con lucidez por diversos autores a lo largo del siglo XX. Es cierto que había maneras rudimentarias de plantear la forma en que la vida de un escritor y su medio social condicionaban su palabra, pero eso no suponía que esas tesis no llegasen a formularse de modo más complejo.
Temprano, un grupo de investigadores soviéticos –congregados en torno a la figura de Mijail Bajtin– señaló las carencias filosóficas y metodológicas del formalismo. Bajtin y sus compañeros deshicieron la ilusión empirista de un texto en sí, demostrando que todo discurso presuponía una compleja red semiótica, es decir, un contexto simbólico. La adopción acrítica del “texto en sí” como punto de partida del análisis, para Bajtin delataba un empirismo carente de fundamentación estética, En la segunda mitad del siglo XX, por otras vías, el desarrollo de la lingüística justificó teóricamente la necesidad de introducir el contexto en el análisis del discurso y lo hizo de una forma muy compleja, entendiendo la producción, circulación y valoración de los discursos (entre ellos el literario) como un fenómeno social y semiótico.
Cuando el contexto regresó al análisis literario ya no lo hizo enumerando exclusivamente una serie de factores socioeconómicos que determinaban linealmente la creación y recepción del discurso. Cuando el contexto regresó lo hizo dándole autonomía y visibilidad a lo que los marxistas denominan “la superestructura”. En este caso, dándole autonomía e inteligibilidad teórica a la superestructura cultural y literaria, una dimensión en la que cobran importancia estratégica la entidad de los signos y su vida social.
Bajtin, la pragmática literaria y la renacida retórica han deshecho con nuevos planteamientos las fronteras que trazó el formalismo entre el adentro y el afuera de los escritos literarios. Todo texto, todo discurso, en tanto que tejido de signos, lleva dentro la huella de la situación en que es enunciado. Tal situación se entiende como un intercambio simbólico en el que unos sujetos en una circunstancia determinada se alternan en el papel de emisores y receptores de discursos a partir de pautas estructuradas socialmente.
Un escritor nunca saca de la nada el código que utiliza para expresarse. Su conciencia creativa se forma en relación (de afinidad u oposición) con los textos y las ideas que estructuran un sistema literario pre-existente. Existe en la prehistoria de la conciencia del individuo creador lo que podríamos denominar una “socialización estética”. Toda mente poética nace y se desarrolla a partir del diálogo con sus antecesores y contemporáneos en “el mundo de las letras”. Todo texto lleva dentro esa plática con otros textos y también lleva inscrita la huella de su relación con los otros tipos de lenguaje que circulan en una sociedad y que conforman el ámbito heterogéneo de su cultura. El lector de una obra literaria también se haya instalado en esa zona en la cual los textos dialogan entre sí, a la vez que dialogan con otros lenguajes. Su conciencia lectora, a grandes rasgos, también es el complejo resultado de un proceso simbólico y social. La forja de un idiolecto creativo y su recepción no serían posibles sin la vida social de la lengua común y la lengua literaria. No hay que olvidar, por supuesto, la hipótesis de que los papeles que desempeñan el productor y el receptor de un discurso –sus competencias creativas e interpretativas dentro de un campo simbólico– tienen una alta relación con los lugares que ocupan dentro de una determinada estructura socioeconómica.
Continuará…