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La política en El Salvador del XXI: las cuatro “C” de la transición (1)

René Martínez Pineda (Sociólogo, UES y ULS)

Para abordar el rumbo actual de la política nacional, parto de esta premisa elemental: la realidad es objetiva, la realidad es lo que es, y eso significa que la realidad existe tal cual independiente de mi voluntad y de mi conciencia. Haciendo referencia a los acontecimientos sociopolíticos que se están dando en el país, algunos lo llaman “el milagro salvadoreño”, pretendiendo, por acá, darle un halo etéreo sin causas humanas ni explicaciones mundanas, y, por allá, porque lo que en apariencia es un favor conceptual, en realidad no lo es, porque cuando algo no tiene causas ni explicaciones objetivas (ni causas subjetivas objetivadas cuando logran modificar el comportamiento individual y colectivo), resulta fácil ponerle fin usando lo retórico y metafísico. A eso que algunos llaman “el milagro”, yo le llamo “singularidad sociológica” porque, remontando el tiempo-espacio como algo inmóvil y unidireccional, el contexto actual se presenta como un nuevo tiempo-espacio con múltiples direcciones, factores y actores, en tanto es una severa e inusual alteración del tiempo-espacio que está puesto y compuesto por pequeñas acumulaciones políticas modificadas de forma tal que el espacio y el tiempo son directamente proporcionales y compatibles para crear una nueva estabilidad y otra gobernabilidad democrática que esté en movimiento y además sea única.

Ahora bien, como singularidad sociológica, lo que sucede en el país desde hace unos cuatro años es el resultado lógico de la acumulación de fuerzas en silencio en el seno del pueblo en materia política, electoral e ideológica (iniciada a mediados de la década de los 90s), acumulación y resultado de la misma que tienen que ver con la construcción de nuevos liderazgos que, por carisma y legalidad (para decirlo con las palabras de Weber), son la personificación de la coyuntura -le ponen un rostro, le dan un cuerpo- para cambiar, primero, y transformar, después, la estructura y la superestructura.

Esa es la lógica de lo que está sucediendo en el país, la que sólo es visible y tangible si decodificamos la desilusión y el desencanto del pueblo con los partidos políticos tradicionales que traicionaron la utopía de un país mejor. Y es que, en la política salvadoreña de finales del siglo XX, la democracia, la justicia y la gobernabilidad parecían refundadas y consolidadas con la incorporación legal del FMLN a la vida civil y política luego de los fallidos acuerdos de paz (fallidos porque con ellos se inauguró otra guerra, otra guerra incluso más cruenta que la civil: la guerra social en la que no había doctrinas libertarias de por medio). En el imaginario del pueblo, la incorporación del FMLN tenía como principal expectativa ponerle punto final a la corrupción e impunidad, para arribar a lo que en sociología política se conoce como revolución democrática burguesa, la cual sería la base y a la vez un escaño más alto para darle impulso a la utopía social. Sin embargo, eso no sucedió, razón por la cual se inició una acumulación de fuerzas en silencio en los sectores populares que tendría sus frutos al final de la segunda década del siglo XXI y, con ello, la nueva política se abre camino a partir de lo que llamo “las cuatro C de la política”.

Independientemente de si estamos de acuerdo o no, o de si nos conviene o no -eso es lo de menos en el análisis sociológico objetivo- es innegable que las cuatro C son la base para la reinvención de la política salvadoreña, obviamente a partir de las condiciones heredadas por los gobiernos anteriores, y esas C son: Confianza (que lleva a la motivación social como expresión del imaginario colectivo); Compromiso (el que deben tener los gobernantes para no defraudar, flagrante y reiteradamente, las ilusiones populares y la sangre derramada a cantaradas en el altar de la democracia); Control Social (como parte de la legítima recuperación del Estado y de la cotidianidad); y Cambio (como premisa de la transformación social), todas ellas constituidas orgánicamente como una de las verdades de la transición. Y es que, leyendo la historia nacional con los ojos de las víctimas, la confianza de las ciudadanías en el régimen político nunca existió de forma absoluta, o fue muy tenue, debido a la corrupción que ha caracterizado a los gobiernos impregnándolo todo a su paso y paso a paso. Lo mismo podemos decir del Compromiso (su presencia o su ausencia) de los gobernantes por resolver los problemas principales de la población (para luego resolver las causas de éstos y cuya fuente originaria es la desigualdad social), y al no haber compromiso -desde la percepción popular- no hay confianza. En el caso del Control Social -como fundamento del accionar legítimo del Estado- podemos afirmar que éste fue delegado a los grupos delincuenciales como parte de una oscura conspiración de sangre, los que llegaron a controlar casi el 80% del territorio nacional y el 100% de la movilidad en los sectores populosos. Y, como resultado de lo anterior, el Cambio en las características de la sociedad tampoco se dio porque no había voluntad para ello.

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