Oscar A. Fernández O.
Desde que el Presidente Obama se convirtió en el símbolo de todo aspirante al éxito mediático, decease los “neo” políticos se parecen mucho. Ahora desfilan por el escenario como en las galas de televisión y coquetean con las emociones, advice como los actores y actrices en la gala de los premios Oscar. Sonríen a todas horas y hablan en sucesiones de mensajes de treinta segundos. Escriben en blogs (ignorando los comentarios), view compadrean en Twitter (bloqueando a los críticos) y se retocan con Photoshop (y otras técnicas no tan sutiles).
Por supuesto, no estoy generalizando y no todos los políticos se han dejado domesticar por las promesas de este marketing mal entendido al servicio del poder por el poder. Algunos políticos, convencidos de que la comunicación es una herramienta imprescindible para su labor pública, detestan, en todo caso, las servidumbres que obligan a simplificarlo todo para hacerlo más digerible. Más emotivo y vendible. Más manipulable.
Pero la máquina no puede parar. Son los signos de los tiempos. O te acoplas o te quedas fuera del tinglado, se suele afirmar con frivolidad. Antes el asesor de un político se dedicaba a marcar una estrategia y leer mucho. Hoy en día tiene que estar a la última en tintes de pelo y pendiente de que a su político no le sude demasiado el sobaco o se agarré a palabrotas con el público en las redes sociales. En fin, muchos asesores se han convertido en chamanes del autobombo, adictos a los libros de autoayuda y toda esa publicidad de correspondencia que venden los “gurús” del posmodernismo.
No estoy en contra de los políticos, soy yo uno de ellos, creo que los políticos de ahora son mejores y están más preparados e instruidos, pero reconozcámoslo, muchos de ellos, embaucados por el marketing político, son menos auténticos, más frívolos y nos tratan como si fuéramos idiotas.
La competencia por el poder entre los partidos políticos, así como la presencia de diversos factores en el sistema político, y en particular la nueva naturaleza de los medios de comunicación, instituidos como el nuevo espacio público y lugar privilegiado de la política, son elementos que han sido determinantes en la aparición del marketing político. Los medios, con sus reglas comerciales (y políticas), no les han dejado hasta el momento a los actores políticos otra salida que ajustarse a sus criterios y, en consecuencia, los han empujado a incursionar en la escena mediática a través del uso del marketing como respuesta ante la capacidad de influencia de los medios sobre el espacio de la comunicación política y del presunto poder de la imagen sobre el discurso racional. En este sentido, el uso del marketing político se puede pensar como una consecuencia relacionada con el poder de los medios. Estamos cayendo en la trampa de reducir la política, esencia del ser humano, a frases des contextuadas, muchas veces ininteligibles y a poses exageradas que semejan la publicidad de pantalones Levi’s. Muchos estudiosos del tema (Morato, 1898; Qualter, 1994; Sartori, 1998 y otros) han establecido la tesis que la democracia está siendo reducida a unos procesos electorales competidos pero con un escaso o nulo debate de ideas y propuestas políticas, en los que los partidos y candidatos sustentan las campañas políticas no tanto en sus propuestas y planteamientos ideológicos, sino en torno a las características carismáticas de los candidatos y procurando seguir casi siempre las pautas del mercado político.
Es un fenómeno que se puede advertir en los mensajes o temas insertos en la publicidad política (la cual está apoyada en los estudios de marketing político) transmitida a través de los medios, en donde los políticos, más que exponer al público sus programas de gobierno e ideas, proponen personas para solucionar los conflictos sociales. (Murillo: 2005) De esta manera, el uso de la publicidad política en los medios sobresale no tanto por informar, sino por persuadir, por valerse de las emociones, seducir, y si presenta alguna información, es sólo aquella que sirve para apoyar la idea central del mensaje: el candidato y no los programas de gobierno (Kaid, 1999).
G. Sartori, relacionando los conceptos democracia y sociedad de la información, dice que ésta última nos inunda con información trivial e insuficiente lo que trae como consecuencia el desarrollo de “sub ciudadanos”, es decir, ciudadanos totalmente desinformados, no interesados e ignorantes. Lejos de informar a la ciudadanía sobre asuntos públicos de interés público, los medios de comunicación masiva, como mediadores entre el sistema político y la sociedad civil, consideran información cualquier cosa que esté en la red, sub informando y desinformando es decir, entregando información insuficiente y distorsionada. (Sartori, 1999)
Para Fernando Mires los medios son indispensables en un proceso de manufactura del discurso, lo que prueba una vez más su doble carácter: por una parte son agentes que modelan e incluso manipulan la opinión pública, pero, por otra, la transcriben. “Los medios, independientemente de muchas de sus consecuencias negativas, documentan periódicamente el malestar frente a la política, a la economía y a la cultura.” “No hay crítica a lo político sin recurrencia medial” (Mires, 97: 136)
Bourdieu señala que “los medios son, en su conjunto, un factor de despolitización que actúa, evidentemente, de manera prioritaria sobre las fracciones más despolitizadas del público, más sobre mujeres que hombres, más sobre los menos instruidos que sobre los más instruidos, más sobre los pobres que sobre los ricos. La televisión, mucho más que la prensa, propone una visión cada vez más despolitizada, aséptica e incolora del mundo y arrastra cada vez más a la prensa hacia la demagogia y la sumisión a las presiones comerciales” (Bourdieu, 1999:112)
El capitalismo fabrica una similitud entre las actividades económicas y la política. José Nun, refiriéndose a la actividad política señala que “la similitud con el modo en que funciona una economía de mercado es ostensible: los partidos actúan como empresas que les ofrecen sus productos a ciudadanos que se comportan como si fueran consumidores que, en este caso, no disponen de dinero sino de votos.
Pareciera que la tendencia es que la política tiene cada vez menos importancia para los medios, como no sea la trivialización, la espectacularización de la misma. Lo anterior no invalida el importante papel que juegan los medios de comunicación en las distintas campañas políticas para proponer, más que propuestas programáticas, candidatos convertidos en productos mediáticos elaborados por profesionales del marketing comercial, expertos en imagen, publicistas, y, aún, militantes o dirigentes de los partidos en competencia.
De forma reiterada nos encontramos reflexionando sobre las dificultades de la izquierda para la comunicación política en nuestros días. Eso también tiene que ver con carencias en torno a una acertada política de comunicación. Pero hay cuestiones más de fondo, las cuales tienen que ver con el terreno que hemos ido cediendo a la derecha en la medida en que nos hemos ido obsesionando con el llamado “marketing político”. El método de la mediocre reflexión y debate programáticos, aparte de ser rústicamente efectivo, es cómodo para ciudadanos con poco tiempo y totalmente privatizados. Los asesores comunicacionales lo saben y, por eso, aconsejan no llenar de palabras, apretados folletos que pocos leerán. Adiestrados en las indiferentes charcas de la mercadotecnia, afirman que si la demanda electoral es así, la oferta política debe ser igual. Y a veces sus aconsejados logran ganar las elecciones. Lo único malo de este razonamiento, propio de consumidores de barras de desodorantes y no de ciudadanos encargados de cuidar y mejorar la polis, es que lo empobrece todo; la primera, a la democracia, el gobierno del demos, del pueblo, de nosotros. Visto desde otra perspectiva el dilema entre el mercado y el Estado (lo político) es auténtico (más allá de los jingles) en cuanto a las repercusiones que tiene en las condiciones de vida de las personas y en la redefinición constante de las pautas de la vida colectiva. Este sí es un asunto decisivo de la política.