La primicia

Santiago Vásquez

Escritor ahuachapaneco

 

Aquella era una tarde llena de mariposas, troche la vida transcurría entre viajes de negocios o simplemente para cumplir algún trámite legal en las oficinas centrales de la ciudad.

El tráfico intenso, la gente corriendo de un lado para otro enfocados en solucionar sus problemas.

El licenciado Rodríguez, hermano de Silvia, trabajaba en un despacho de la Procuraduría de Derechos Humanos, No Gubernamental, investigando desapariciones o violaciones a los más elementales Derechos de las personas.

Esa mañana que fue secuestrado frente a las oficinas de la Procuraduría,  la policía solo encontró una nota que habían introducido por debajo de la puerta donde se le amenazaba si no renunciaba a la investigación del caso de una empresa transnacional que había terminado con las reservas de agua del lugar, además de contaminar con el material tóxico que ocupaban para elaborar sus productos y sobre todo la deforestación que causaban a los alrededores de la ciudad.

La desaparición del licenciado Rodríguez, fue uno de los muchos que quedó en la impunidad, donde todos los días se tenía que sufrir en carne propia los efectos de una descomposición social que nada ni nadie parecía poder detener.

Años atrás, fue víctima del desaparecimiento de su hija menor, quien fue obligada a subir a un automóvil color rojo, sin dejar rastro alguno, después de salir del colegio donde cursaba su tercer grado, también cargaba con el inmenso y profundo dolor de haber perdido a su segundo hijo en un asalto a mano armada en una ruta de buses de la ciudad.

En el caso de la niña, nadie se comunicó,  desapareció como desaparece la niebla de un inmenso copo, situado delicadamente en una montaña.

El fantasma del conflicto armado de la década de los ochenta parece que había vuelto, pero ahora en forma distinta, mezclado con estructuras del crimen organizado, el narcotráfico, la delincuencia común, jóvenes desbordados sin ningún sentido de sus vidas, la migración, la desintegración familiar y a esto había que sumar la violencia intrafamiliar.

Todo aquello parecía una ola incontenible difícil de detener, entre las sombras de la desesperación, la pobreza y el consumismo, monstruo azotador de las más sensibles fibras del tejido social de nuestra gente.

El señor Alirio Rodríguez, padre de Silvia y del licenciado Rodríguez,  abrigó en su rostro una mirada perdida y llena de incertidumbre que lo acompañó para toda la vida, como buscando explicación a tanta intolerancias que los envolvía.

Silvia, estudiaba comunicaciones en una universidad de la capital, donde cursaba último año.

Un día, al salir de clases, su mirada se encontró con la sonrisa de un joven apuesto, atlético, y quien expresaba en su personalidad una notable y brillante inteligencia, inmediatamente, aquellos corazones quedaron flechados, se presentaron, se saludaron; sentados frente a frente en una cafetería, se tomaron de la mano y platicaron de cosas, cosas simples y sencillas de la vida, cosas divertidas y llenas de esperanza, cosas que llenan el alma de un sabor alegre y entusiasta, hablaron larga y tendidamente de cosas, simplemente de cosas que les daba sentido y libertad a sus vidas;  por primera vez, lejos de papeles, teléfonos, órdenes, tareas que cumplir y totalmente libres de un horario.

Pasaron los días y al cabo de un par de meses, decidió llevarlo a su casa convencida que aquel apuesto muchacho era el amor de su vida, lo presentó con sus padres, quienes de inmediato les brindaron su total confianza.

Un día domingo, él, llegó repentinamente a visitarla, tocó a la puerta, ella salió, eran alrededor de las seis de la tarde, a lo lejos se escuchaban las sirenas de la Policía, los Bomberos o de la cruz Roja.

Una ráfaga de disparos se escuchó a lo lejos, posiblemente de un enfrentamiento entre delincuentes y las fuerzas del orden o la alerta de un atraco a mano armada.

Abrazados como dos recién conocidos, se reían de historias de niños perdidos en algún bosque imaginario, se miraban a los ojos hablándose  de promesas llenas de esperanza.

Después de todo, aquello era lo mejor que les había sucedido.

Repentinamente, Él, se puso de pie, miro el reloj, regalo de su abuela materna y guardó silencio.

Ella se quedó sentada en el andén esperando que le diera el beso de despedida como siempre; mientras la lluvia arreciaba con todo su ímpetu, solo le tomó de las manos

sin tan siquiera darle aquel apasionado beso como era su costumbre.

En su mente pasaron una serie de pensamientos confusos pero, en su descontrolada actitud, solo se atrevió a decir:

-Está bien mi amor…

Te espero mañana…

La lluvia arreciaba cada vez más, en sus ojos brotaron dos silenciosa lágrimas que rodaron por su mejilla, como queriendo encontrar un alivio a su dolor, tomó su paraguas, viéndolo desaparecer entre las sombras de aquella calle, su corazón palpitaba rápidamente al verlo que se alejaba, como un duende que busca refugio en las mas intimas y consoladoras caricias de la soledad.

¿Acaso, quería su corazón escapar y estar junto a Él?

¿Acaso, su mirada se desprendía para alumbrar el camino a su retorno?

¿Acaso, sus piernas temblaron al querer correr y decirle con todas las fuerzas de su corazón lo que sentía?

¡Acaso, las cosas sencillas de la vida no se pueden expresar?

¿Acaso, si lo hubiera detenido…?

Pensaba.

En medio de toda aquella rareza que cubría el ambiente, su madre, quien siempre estaba pendiente, le gritó repentinamente:

¡Cierra esa puerta!

¡Ya son las diez de la noche, la delincuencia está terrible!

Juntando sus manos, abrió la puerta.

-Está bien madre… Ya voy…

Su padre, aquel hombre octogenario y de recio carácter muy disciplinado pero, sobre todo muy amoroso, sentado en un sillón de madera, devoraba como nadie un libro de Alejandro Dumas, y es que don Alirio era un asiduo lector de la literatura universal.

En su biblioteca personal se podían observar ejemplares traídos de diferentes ferias Internacionales del Libro, entre los que se estaban, Carlos Fuentes, Tomos de Poesía completa de Jorge Luis Borges,  Pablo Neruda, Gabriela Mistral, César Vallejo, Don Luis de Góngora,  Nicanor Parra, Don Miguel de Unamuno entre otros.

Ella, entró al cuarto, tomó una servilleta que estaba en la mesa de noche y con una forma muy delicada, secó las lágrimas que le había causado aquella repentina situación, colocó una fotografía de él, haciendo que su mirada se perdiera como una extraña galaxia en el universo.

Como era posible que aquella noche el amor de su vida se despidiera tan lleno de dudas y con una inexplicable sensación de miedo.

Las horas transcurrieron entre sobresaltos y penas.

La lluvia se dejaba sentir como simulando los pasos de un viajero solitario que nunca espera retorno.

A la mañana siguiente,

tocaron a la puerta de su casa…

Una noticia

de uno de los vecinos

le dió la primicia

que le causaría

el dolor

más

grande,

profundo,

inconsolable…

El

Dolor

Más

terrible

de

su

vida…

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