Álvaro Darío Lara
El aumento del tráfico vehicular en nuestro país parece no tener fin. Resulta impresionante cómo se ha complicado el transitar de un sitio a otro no sólo en las llamadas “horas pico” del día, sino en todo momento. Largas filas de automotores conforman un panorama caótico, donde las bocinas de los impacientes se escuchan de forma incesante, en medio de toda clase de temerarias maniobras que muchas veces ocasionan fatales accidentes.
La falta de controles reales en el parque automotriz contribuye a que la presente situación parezca no tener una solución cercana. Mientras continúen ingresando más y más vehículos sin ninguna restricción razonable, infructuosas serán las obras de mejora en la infraestructura vial. Sin embargo, donde gobierna “Don dinero”, escasas son las razones lógicas de la población o de los expertos.
Todos quieren llegar a tiempo, y pocos son los organizados. La prisa se revela magníficamente en el caso señalado. La terrible prisa que rara vez conduce a buenos resultados.
Vivimos tiempos donde todo tiene que ser inmediato, al diablo con la paciencia, los requerimientos son para ayer. Los niños deben llegar puntuales a los centros educativos, al igual que los empleados públicos y privados, y todos coinciden en la desastrosa sinfonía de la misma hora. Semejante situación produce el soberano imperio del terror diario. Y cómo todos almuerzan a la misma hora, y salen de sus actividades casi en los mismos tiempos, las carreteras y calles se vuelven un infernal desastre.
Esa forma de vivir siempre corriendo de un lado a otro no termina al llegar a casa, tal parece que continuamos presa de esa electricidad que nos obliga a no parar nunca. Aun aparentemente quietos, la mente continúa en ascendente ebullición, disparando toda clase de pensamientos. El resultado: pocos lograr descansar efectivamente; pocos duermen con verdadera quietud; pocos se levantan al día siguiente lo suficientemente frescos para enfrentar el nuevo día.
Personas que no cesan de hablar, de quejarse compulsivamente. Hablan y hablan a tal velocidad, que muchas veces se vuelven inentendibles. Se desgastan y se frustran al final. Conozco a algunas de esas personas que se han quedado solas porque se tornaron insoportables para quienes, por desgracia, convivieron con ellas ya sea familiar o laboralmente. No paran.
Al respecto, la escritora espiritual Deborah Smith Pegues nos comenta en su libro “Controla tus emociones”: “Date cuenta que cada vez que vas con prisas envías una señal de ‘estado de emergencia’ a tu cuerpo, que responde liberando hormonas del estrés, adrenalina y cortisol, que te ponen en estado de alerta para afrontar el peligro. El cuerpo no sabe distinguir entre el peligro físico, el peligro de perder tu trabajo y otros tipos de presión que entren en juego. Sólo sabe que se debe realizar algún tipo de acción y te debe dar la energía para poder entrar en movimiento. Desde luego, si estás en verdadero peligro físico, es algo muy bueno; pero vivir con un cuerpo en alerta máxima constantemente es como luchar un torneo de boxeo de 15 asaltos. Tarde o temprano el cuerpo te pasará factura con alguna condición cardíaca, colesterol alto, úlceras, falta de memoria y muchas otras afecciones”.
Nos cuesta tanto aquietarnos, sobre todo en estas épocas de flamantes y adictivos teléfonos móviles, donde nos demandan y demandamos respuestas al instante. En esas maratones cuántos vamos olvidando carteras, llaves, teléfonos, documentos o cualquier otro utensilio valioso.
Nos es tan difícil detenernos en medio del camino tormentoso, y respirar profundamente, tres veces si es posible. Desviar nuestra afligida atención en dirección de un lugar o de una escena apacible como el límpido cielo; el rumor de las hojas agitadas por el viento en un pequeño jardín; una estampa de la sencilla cotidianidad o una tranquilizadora melodía de nuestra predilección.
Una sola y breve experiencia como las mencionadas bastaría para devolvernos la necesaria armonía, para recobrar fuerzas y poder, de esta manera, afrontar los desafíos más efectivamente.
Por todo ello resulta tan importante seguir el consejo poético del gran Lope de Vega, con quien finalizamos esta columna, abrazando la sabia quietud, antes que, la irracional prisa.
Leamos, entonces el poema “Dulce Señor, mis vanos pensamientos”: “Dulce Señor, mis vanos pensamientos/fundados en el viento me acometen, /pero por más que mi quietud inquieten/no podrán derribar tus fundamentos./No porque de mi parte mis intentos/seguridad alguna me prometen/para que mi flaqueza no sujeten,/ligera más que los mudables vientos./Mas porque si a mi voz, Señor, se inclina/tu defensa y piedad, ¿qué humana guerra/contra lo que Tú amparas será fuerte?/Ponme a la sombra de tu cruz divina,/y vengan contra mí fuego, aire, tierra,/mar, yerro, engaño, envidia, infierno y muerte”.