José M. Tojeira
El juez Palma, thumb and que había decretado el desalojo de un grupo de familias que viven en El Espino, afirmó que los ocupantes del terreno estaban dañando el derecho de propiedad de la familia Dueñas. Pero en ningún momento se preguntó si los actualmente ocupantes tienen derecho a poseer propiedad. Mucho menos se preguntó cómo se hizo la familia Dueñas con la propiedad de extensos terrenos en las cercanías de San Salvador. Y menos todavía se interrogó a sí mismo sobre la validez ética e incluso legal de la medida tomada por el sistema corrupto de justicia que en determinado momento devolvió a la familia Dueñas las tierras que habían sido expropiadas por una reforma agraria un poco más justa que el modo político y fraudulento de apropiarse terrenos que tuvo tanto terrateniente salvadoreño en el siglo XIX. El despojo de tierras ancestrales de los indígenas en el siglo XIX nunca fue un acto de justicia. Fue simple y sencillamente un despojo injusto desde una legalidad inmoral, impuesta por minorías gobernantes. Y el juez se suma a esa cadena de injusticias haciendo lo peor que puede hacer un sistema de justicia: llamar justa a una medida injusta.
La Doctrina Social de la Iglesia, bastante más sabia que el sistema de justicia actual, afirmar que los bienes de la tierra tienen un destino universal. En otras palabras, que todos deben tener acceso a ellos. En ese contexto la propiedad privada es un derecho básico, porque es el modo de acceder a ese destino universal de los bienes. Y sigue el pensamiento católico diciendo que cuando entra en conflicto el destino universal de los bienes con la propiedad privada de una minoría, el destino universal de los bienes debe estar por encima del derecho a la propiedad de esos pocos cuya propiedad excesiva excluye a otros de acceder a los bienes de la tierra. La posición de la Doctrina Social de la Iglesia no sólo está inspirada en la Biblia, sino que además tiene un extraordinario nivel de reflexión ética. Reflexión que le cuesta demasiado entender a quienes tienen poder, dinero y herencias de presidentes de la república que hoy la historia recuerda vinculados al autoritarismo y la corrupción.
La Sala de lo Constitucional ha parado el desalojo. Bien por ella. Pero el sistema de leyes de nuestro país no es propicio para los pobres. La Constitución, en sus primeros artículos, asegura de palabra el bienestar económico y la justicia social, así como el derecho a la propiedad y posesión. Pero el derecho a la propiedad de los fuertes parece privar sobre el derecho a la misma de los pobres. Cuando alguien asesina a otra persona, incluso cuando se comete una masacre, el sistema judicial éticamente corrupto de nuestro país, dice que el delito prescribe a los 10 años. Esta gente que vive en El Espino lleva mucho más de diez años viviendo ahí. Pero el supuesto crimen de habitar en tierras de terratenientes no prescribe ni da ningún derecho a la propiedad. La propiedad de los ricos está mejor protegida incluso que el derecho a la vida en El Salvador. Y eso tiene más vinculación con la violencia de lo que con frecuencia se expresa públicamente. Si se puede patear la ética y enlodarla con frases absurdas, como las defensas de la propiedad del juez Palma, no es extraño que haya gente que decida también vivir sin ética. Mientas haya ricos y poderosos que vivan sin ética, no será raro que haya pobres que sigan su ejemplo. Y ciertamente es más grave e inhumano prescindir de la ética teniendo fortuna, que hacer lo mismo desde la desgracia y el dolor de la pobreza injusta.
Nuestra Constitución está marcada, con sus limitaciones e insuficiencias, pero claramente marcada, por los tres grandes principios de la modernidad y de la civilización occidental: La igual dignidad humana, el derecho a la libertad y la obligación de la solidaridad. Uno de los muchos problemas de nuestro país es que el liderazgo económico ha defendido la libertad, olvidándose muchas veces de la solidaridad e incluso a veces de la igual dignidad humana. Un empresario que se llame así mismo moderno condenaría al mismo tiempo y con la misma intensidad cualquier tipo de intromisión gubernamental en las libertades básicas, así como la falta de solidaridad que significa la existencia de salarios mínimos que condenan a la gente vivir en la pobreza. No se puede defender la libertad de hacer negocios si al mismo tiempo no se defiende de hecho la capacidad de elegir el futuro adecuado a sus cualidades que tiene todo ciudadano. Y en El Salvador hay todavía demasiadas personas que no tienen capacidad de elegir el futuro que en condiciones más solidarias podrían forjar autónomamente. Por eso emigran muchos y por eso una minoría se rebela de un modo salvaje contra una sociedad que considera injusta. Una rebeldía claramente delictiva y condenable, pero que tiene en buena parte su raíz en el abuso de la libertad económica que otros llevan a cabo impunemente en propio beneficio y en olvido absoluto de principios de solidaridad inalienables. ¿Propiedad privada? Claro que sí. Pero no cerrando las puertas a los pobres, sino ofreciendo a todos la capacidad de tener y poseer como camino hacia el disfrute de esos bienes que tienen un destino universal.