René Martínez Pineda (Sociólogo, UES y ULS)
Dispensarán los lectores que, de cuando en cuando, me regale un paseo por las veredas de lo cotidiano. Si se fijan, ese es un mecanismo instintivo para proteger las tres neuronas que tengo; ese es el oasis donde se hidrata mi tenue salud mental. Por tanto, no voy a hablar del último berrinche de la oposición (ese es un tema que linda con la estupidez y es propio de los políticos perversos), ni de los pasados “pactos criminales” firmados a raíz del fracaso –según lo corrobora la relación entre riqueza y pobreza que lleva a la delincuencia- de los acuerdos de paz. Lo único que necesito es un par de cómplices de la nostalgia.
Siempre he sido afecto –y no por necrófilas razones- a escarbar la historia, lo que es distinto a estudiarla. Puedo pasar horas y horas revisando las páginas de los periódicos olvidados, o memorizando al detalle las fotografías más remotas y desgastadas por los colmillos del tiempo sin que nada me importe más en este mundo, y sin pretender armar juicios científicos sobre lo sucedido, ni inventar genealogías particulares que testifiquen que existo más allá de mi piel. Quien me mire creerá que estoy buscando algo, creerá que algo se me ha perdido, pero no es así. Simplemente lo hago porque esa es la única forma que conozco de viajar en el tiempo, sin sufrir la paradoja del abuelo; la única vía lícita para escapar del cinismo zoológico de las entrevistas televisivas con los traidores del aplauso pecuniario.
Tal padecimiento lo adquirí desde que leí –en la intimidad de un lugar secreto- “La máquina del tiempo”, de H. G. Wells. De esta afición he aprendido que todos somos hijos de nuestros actos, y eso nos convierte –a cada uno- en padres de nuestro destino. Esa agradable manía, esa arqueología del tiempo-espacio, me acompaña desde que descubrí –en mi primera clausura escolar- que podía tocar toda mi familia y toda mi historia con sólo estirar los brazos.
Nunca me ha quitado el sueño saber, con rigurosidad tangible, que más allá de mi bisabuela materna existe –imitando al Génesis- una neblina de fantasmas sin nombres, ni rostros, ni herencias, ni mapas. Siendo un niño, llegué a creer que el mundo había empezado con ella, que toda la vida circundante había brotado de su matriz, pero la escuela y la tristeza que inundaba sus ojos ante la pobreza y la maldad que habitaban en el vecindario de los olvidados, me confirmaron que no era así, aunque yo lo quisiera seguir creyendo de esa forma después de apartar de su lado la mentira y las personas feas que me hacían buscar refugio bajo las sábanas.
De mi bisabuela me bastó saber tres cosas: que, de joven, se ganó la vida en el mercado desde que dejó atrás un lugar que, por remoto, carecía de geografía y escuelas, por lo que tuvo que aprender a leer por cuenta propia… –me vine huyendo del cólera morbus, me decía, en las veladas de la enculturación; que ninguna mujer conocida podía opacar sus ojos dulces, y eso incluía a las descendientes directas de aquellas personas que, en 1858, arribaron al país a bordo de la fragata francesa “Natalie”; y que, en más de una ocasión –agarrando a mi abuela de la mano- organizó grandes manifestaciones para denunciar los abusos de los usureros y la policía, y que tuvo a la osadía de ponerse la gorra del comandante del puesto de los municipales -la choricera, les decía- sólo para demostrarle que no le tenía miedo. Eso fue suficiente para que ninguno de los personajes femeninos que conocí en los libros de Historia me fuera más interesante que ella, y eso incluye tanto a las zarinas como a la Prudencia Ayala, cuya foto colgaba en la pared de su cuarto.
Siempre a la par mía (tan cerca que, con sólo alzar la vista, respiro su silueta) está mi abuela, cuya sabiduría ilimitada y su coraje sin pausa parecían provenir de la nada, convirtiéndolas en un acto reflejo, como cuando –después de oír que el presidente Armando Molina se ufanaba de su programa: “una escuela y una cancha por día”- dijo: “algo anda mal cuando son más los asesinados políticos que las escuelas inauguradas”. Su vaho clandestino y su “hablar a cucharadas” crecieron con la muerte inesperada de mi abuelo, don Salvador Pineda, de quien lo único que supe es que le decían “el cachimbón” (porque siempre tomaba la decisión correcta en el momento correcto) y que murió manejando una pipa de gasolina. Las opciones fueron dos: estrellarse contra una casa llena de gente y salvarse, o llevar la pipa hasta un barranco sin fondo y morir sólo él. Aun cuando su vida fue corta, fue lo suficientemente significativa como para llenar la vida de todos los demás, incluyéndome a mí.
Como heredera de esas generaciones, está mi madre. Habla tan poco como mi abuela, porque siempre está entretenida jugando al escondelero con el sol, esa era su forma muy particular de prolongar su estadía junto a sus seres amados.
Ya sé que, a nadie, que no sea yo, le interesan estas cosas. Una bisabuela pre-insurgente (quizás nieta natural de Anastasio Aquino ¿por qué no?); una abuela incondicional y sabia y valiente que sacó a escobazos a los soldados que andaban preguntando por mi nombre y mis malos pasos con la guerrilla; una madre que guardó en un cofre sin llaves sus sueños juveniles para darnos de comer; una fotografía con una dedicatoria a alguien no nacido… Este es un árbol genealógico muy pequeño, insignificante para los demás, pero ¿acaso existe en el mundo una mejor sombra que me cobije y me corrobore, sin duda razonable, que yo soy la razón de ser de mis ancestros? Y entonces la nostalgia me respira en la nuca para que siga caminando hacia lo que considero correcto.