Oscar A. Fernández O.
La evasión fiscal de las grandes empresas nacionales y transnacionales, tadalafil es un tema apremiante para la financiación del desarrollo posterior a 2015, look ya que los fondos públicos son de vital importancia para alcanzar los Objetivos de Desarrollo Sostenible de los países pobres como el nuestro, help sostiene Naciones Unidas (2015) La agenda reconoce la necesidad de una mayor cooperación fiscal teniendo en cuenta “que hay límites a cuánto los gobiernos pueden aumentar sus ingresos de forma individual en nuestro mundo interconectado”.
Sin embargo, cualquier sistema fiscal que grave a los ricos con impuestos elevados se expone a tener problemas. Al menos esto es lo que argumentan constantemente los políticos que defienden los intereses de la gente pudiente. Según su argumento, cuanto más alto es el tipo impositivo de las rentas altas mayor es el incentivo de los ricos para gastar tiempo y energía inventando vías para evadir los impuestos.
En el año 1990, la Asamblea Legislativa de El Salvador (cuando todos los órganos del estado se dirigían desde la ARENA de Cristiani) aprobó una ley de saneamiento de los bancos estatales, los cuales habían quebrado debido a que no recuperaron muchos de los préstamos otorgados a grandes empresarios. La ley incluía la creación del Fondo de Saneamiento Financiero (FOSAFI), con recursos del Banco Central de Reservas (BCR) En otras palabras, el gobierno puso sus propios recursos para oxigenar a los bancos estatales antes de privatizarlos. El monto de dinero liberado de la mora bancaria fue de 3,525 millones de colones, que al tipo de cambio de ese año (5 colones por un dólar), equivalían a 705 millones de dólares. Más tarde estos bancos en manos de la oligarquía, serían vendidos a las transnacionales financieras, operaciones en las cuales dejaron de pagarse cientos de millones de dólares que quedaron en los bolsillos de estos especuladores y agiotistas.
No bastando tales crímenes contra el pueblo salvadoreño, en aquella época dorada de ARENA, se produjeron cualquier cantidad de fraudes al erario nacional, despojándolo de su capacidad financiera, para que esta actividad pasara exclusivamente a manos de las empresas privadas. Quebrar al Estado y restarle capacidad de afrontar la difícil problemática social que se ha producido por la aplicación de ensayos económicos que solo han incrementado las ganancias de los grandes capitales, produciendo un incremento de la desigualdad y la pobreza sin antecedente, ha sido obra de un plan bien orquestado.
Además de la infracción a la ya debilitada fiscalidad del país, se propaga el mito neoliberal (y que los gobiernos conservadores y neoliberales como los de ARENA han aplicado constantemente en sus políticas públicas) es que la bajada de impuestos a las personas más pudientes de la sociedad (lo que a nivel popular se conoce como los ricos y súper-ricos) beneficia a toda la población, pues dicho acto discriminatorio a favor de las rentas superiores estimula la economía y facilita el crecimiento económico y la producción de empleo. Se supone que el dinero que se ahorran los ricos y súper-ricos (al pagar menos impuestos) lo invierten, y, como resultado, crecen la producción y el empleo. La realidad registra todo lo contrario.
Tal mito (en realidad, dogma) del pensamiento neoliberal se repite constantemente en los medios de información y persuasión económicos, a pesar de que la evidencia científica no avala ese supuesto. Infinidad de estudios sobre este problema nos arrojan datos totalmente contradictorios con estas mentiras, pero a pesar de ello se sigue martillando sobre lo mismo, pues responde al pensamiento económico-político dominante y desacreditarlo es una herejía.
Los impuestos indirectos gravan a toda la población y son regresivos porque afectan mayormente a los que menos tienen, mientras que los impuestos directos gravan la renta, y por definición debieran ser progresivos, en la medida en que tributen más los de mayores ingresos, como ocurre en los países de mayor desarrollo.
El problema de fondo es que aparte de su estructural injusticia, el sistema tributario salvadoreño está enfrentando crecientes limitaciones para generar los recursos que demanda la provisión de servicios como la seguridad pública, la salud, la vivienda y la educación. Aunque hay consenso de que la actual estructura tributaria es insostenible en el tiempo, se trata de un debate que se oculta, tal como se barre la basura bajo la alfombra. El programa de gobierno del FMLN, es el único que propone una reforma tributaria de carácter progresivo, fundada en criterios de equidad, capaz de financiar las crecientes exigencias del gasto social.
La falacia política de ARENA que cada día se vuelve más evidente y menos defendible, se expresa en que mientras amparan que los ricos y súper-ricos evadan impuestos (o que no se les cobren) se resisten a dar sus votos en la Asamblea Legislativa para el endeudamiento estatal que tiene como único objetivo precisamente, afrontar la problemática de la disminución de la pobreza y el desarrollo social, que pudieran enfrentarse con una adecuada recaudación fiscal.
En El Salvador todos somos iguales ante la ley, reza el principio liberal burgués, pero hay unos más iguales que otros – como en la rebelión en la granja, de George Orwell – El sistema tributario no sólo sirve para recaudar recursos para resolver la demanda social legítima, sino también para distribuir el ingreso. De la forma en que se construye el sistema tributario depende la calidad de la democracia en cada país: “dígame como tributan los ciudadanos y le diré qué tipo de sociedad democrática es”, y no puede haber ningún pacto social o compromiso solemne que no visualice un cambio radical del absurdo sistema de reparto de las cargas públicas, que desde hace cientos de años nos empequeñece.
En El Salvador, partiendo de que el Derecho es una superestructura del modelo económico imperante, es decir está hecho para asegurar el acaparamiento de las riquezas, es fácil entender que las Leyes Fiscales durante todo este tiempo, apuntan a facilitar este objetivo, incluso estableciendo como legal lo que en otras legislaciones más democráticas serían delitos, como por ejemplo no pagar los impuestos o sustentar mecanismos para evadirlos.
En una nueva sociedad con un nuevo Derecho, el sistema tributario debe dirigirse a que paguen los que tienen más que, por lógica, se aprovechan de los bienes sociales, despojando así a las mayorías de la riqueza producida socialmente. Mientras no logremos terminar con esta brutal brecha, la democracia electoral seguirá siendo un continuo fraude.
La alharaca que han desatado los “grandes empresarios” porque sus empresas han sido señaladas como deudores del pueblo salvadoreño, sólo evidencia que ellos siempre que se trate de realizar cualquier intento de redistribución del ingreso nacional mediante impuestos se mostraran grandemente indignados. Esta historia es vieja, pero se radicalizó con la llegada de los neoliberales al poder bajo el clima ideológico del llamado capitalismo salvaje. Los neoliberales lo quieren todo, ¿recuerdan? Exigen que los gobiernos reduzcan los gastos y que bajen los impuestos. El Estado es para ellos una carga cuando se trata de contribuir a los gastos sociales, pero es divino cuando acude al rescate financiero de las empresas en quiebra o cuando garantiza el pago de los sustanciosos intereses de los bonos de la deuda.
Es urgente pues, por parte del pueblo salvadoreño, esquilmado y explotado a más no poder –lo que nos ha llevado a ser una de las sociedades más desiguales del mundo- acabar con esta inmoral rebelión fiscal de los ricos y luchar por una reforma fiscal que haga justicia a las mayorías populares del país.
La rebelión de los ricos adquiere valor político cuando estos pocos, que además son los que crean opinión a través de sus “medios de comunicación”, no ocupan los servicios públicos de salud, educación, pensiones o seguridad pública, buscando alternativas privadas que, por su nivel de renta, pueden cubrirse.
“O los ricos comienzan a pagar impuestos o se enfrentarán a una revolución”. Sostuvo el prestigioso columnista conservador de The Wall Street Journal, Paul B. Farell (2014), planteando que la brecha entre el 1% de los “súper ricos” y el 99% restante de la población en EE UU no había sido tan grande desde la Gran Depresión de 1929, y que solo el “engaño” o el “espejismo” que lanza esta clase privilegiada desde sus diversas tribunas, ya sean políticas o mediáticas, impiden a la gente darse cuenta de que estamos a punto de vivir otro colapso como el de hace casi un siglo.
El actual modelo económico y social refleja una configuración que acentúa la concentración de poder y la discriminación. Se necesitan políticas fiscales que ayuden a reducir las desigualdades, sostienen nuevas corrientes progresistas anti-neoliberales. Los gobiernos tienen que hacer frente a las desigualdades, garantizar la equidad de los sistemas tributarios, haciendo que los ricos contribuyan de manera más justa, pues sus intereses, no deben prevalecer sobre el resto de la población.
América Latina y el Caribe continúan siendo las regiones más desiguales del mundo. Los más ricos acaparan en promedio el 50% de los ingresos totales de la región, mientras que los más pobres quedan sólo con el 5%. Si las tres personas más ricas del mundo gastaran 1 millón de dólares por día cada una, serían necesarios 200 años para acabar con todo su dinero. Eso no ocurre únicamente en los países más ricos. En México, Carlos Slim, el más rico de todos los latinos y el segundo hombre más rico del mundo, podría pagar sólo con sus ingresos de un año los salarios anuales de 440.000 trabajadores. Este escenario desalentador impone una constatación de que la creciente desigualdad es el mayor desafío social para los gobiernos y pueblos de todo el mundo, en especial para los latinoamericanos.