René Martínez Pineda *
Esas necesidades del capital chocan siempre con el avance de los derechos humanos en tanto exigencias económicas, sociales, políticas y culturales que, como secuela de las luchas emancipadoras, ponen en la mesa de discusión la democratización de la universidad pública vía ingresos cada vez más masivos a la educación superior para que los hijos de quienes su riqueza no sale de la comarca del salario mínimo tengan la oportunidad de acceder a trabajos mejor pagados a través de un título universitario. Ante eso, las “competencias” tienen un escape providencial: la educación a distancia que “instruye” en lo básico, pero que es incapaz de formar conciencia social y solidaridad orgánica, lo que explica el declive de los movimientos sociales como grupos exitosos de presión y resistencia (frente a la privatización, pongamos por caso), ya que las relaciones sociales, al ser virtualizadas por la tecnología de la comunicación, son cada vez menos “relaciones cara a cara”.
Esas disyuntivas y depredaciones deliberadas que sufre la universidad pública llevan a una crisis de identidad resultado de la contradicción entre la pretensión de autonomía (de cara al compromiso social) en la definición de los principios y líneas de acción universitarias (la educación superior como premisa y repisa del desarrollo tecnocientífico, la justa distribución de la riqueza, el conocimiento, y la cultura que haga a un lado la falacia de los derechos de autor) y la coacción brusca del capital para encajonarla en la razón mercantil de la eficiencia laboral, las ventajas competitivas que siempre buscan la disminución del salario (absoluto, relativo y extraordinario) y la avidez de la productividad empresarial propia de la revolución industrial (con moderna hambre exponencial), disfrazada, hoy, con el ropaje de la responsabilidad social y la flexibilidad laboral.
Siendo esas crisis un continuum dialéctico –en el territorio de su autonomía- son la mutua explicación de la una por las otras, pues no se pueden comprender como hechos aislados, por lo que considero que en la actualidad sólo pueden remediarse (como se intentó en el pasado) cuando se abordan como una totalidad problemática de lo educativo a través de planes integrales de gestión académica con compromiso social que impacten más allá del campus de la universidad pública, lo cual obliga a darle otra connotación al término “reforma universitaria” como antesala de “la universidad de los sueños” y no como “parches pedagógicos” sin sueños. En ese sentido, la crisis de identidad es la acumulación de todas las crisis, y es la que hay que resolver en primera instancia para no profundizar, con falsas o nimias soluciones, las otras crisis: la autonomía se resuelve descolonizando el intelecto y dignificando la ley orgánica; la crisis educativa debe resolverse descompartimentando los programas de estudio, liberándose de la dictadura de la tecnología y dejando de ver los títulos como una mercancía; la crisis del abandono estatal, volviendo a ser la rectora de la educación superior en la región centroamericana.
Que la crisis de identidad sea la acumulación –“la gran crisis”, mucho más peligrosa que todas las crisis anteriores, pues es aceptada, de buena gana, como salida única- no es casual ni nuevo, al menos desde la tercera década del siglo XX, crisis que se ha profundizado en Centro América con distintas intensidades y reformas que tienen el mismo final: la mercantilización de la educación superior, la pérdida del pensamiento crítico, la burocratización de los títulos, la virtualización de la conciencia social, y la mutación de la investigación científica en consultarías a destajo y a imagen y semejanza del que las paga. La concentración como crisis de identidad es letal para la universidad –mucho más que las crisis de mediados del siglo XX cuyas amenazas eran externas, así como las soluciones- y esto se debió a una diversidad de factores que explotaron a principios de los años 90 (luego del fin de la guerra civil salvadoreña que la dejó en orfandad de liderazgo) junto al proceso de privatización acelerada. Si bien la crisis de identidad era, en el siglo XX (con breves lapsos de lucidez producto de la acción política), producto de su dependencia financiera, en la actualidad se ha profundizado hasta convertirse en su talón de Aquiles debido a que la autonomía científico-educativa y su gestión se basan no sólo en la dependencia financiera del Estado, sino también en la privatización y cosificación del quehacer educativo, vía competencias, de cara a mercantilizarla tipo maquila erudita, incluso en sus protestas. Esa dependencia, per se, es inevitable y sana (en tanto libre del cálculo mercantil), ya que la universidad es un inalienable bien público en función de la nación que atañe financiar al Estado, así como financia, sin discusión ni golpes de pecho, al aparato legislativo y judicial. Sin embargo, el Estado capitalista, en el último cuarto del siglo XX, al ver que las universidades públicas centroamericanas asumieron un compromiso político militante con las luchas de liberación (en unos países más que en otros), optó por abandonar su obligación financiera (con la excepción de Costa Rica que triplicó su presupuesto entre 1990 y 2003) dejándola expuesta como un bien público que puede ser privatizado en todas sus funciones con empleados pagados por dicho Estado (lo que es un subsidio indirecto a la gran empresa), por lo que la universidad pública entró automáticamente en crisis de identidad, ya que la búsqueda de fondos privados has ido la única forma de sobrevivir nominalmente. El compromiso militante de la universidad pública fue la coartada política para: reducir sensiblemente su presupuesto, nominal y real; fomentar la creación de universidades privadas para la instrucción de mano de obra calificada; echar a andar los ajustes estructurales neoliberales, en los 80, para hacer desaparecer de los egresos del Estado las políticas sociales (servicios básicos y seguridad social como rubros de la expansión ampliada del capital). La reducción del presupuesto de la universidad pública junto a la creación de universidades privadas (de todos los colores y sabores, algunas de ellas muy respetables) y a la posibilidad de hacer de lo público un campo de revalorización del capital tuvo como resultado la mercantilización de la universidad y el deterioro de la excelencia académica (la “educación chatarra”) que hoy es una leyenda urbana. En El salvador, entre 1980 y 1995 se crearon 36 universidades privadas y 112 centros de enseñanza superior, haciendo un total de 40 universidades y una tasa de analfabetismo de más del 22%. Esa es, definitivamente, una tétrica paradoja.
*René Martínez Pineda
Director de la Escuela de Ciencias Sociales UES