Por Wilfredo Arriola
Algunas noticias nos dejan con la palabra atravesada, noticias que, con el paso del tiempo por el respeto a la verdad, les damos su reconocimiento, pero a pesar de ello, vivimos en constante negación. La relación que tenemos con los que ya no están, los que partieron han pasado a otro plano, ocupan otra silla, la de la resignación, incluso la de la sabiduría. A pesar de ello, siguen ahí. Cuenta el poeta argentino Alejandro Ricagno: «Yo tuve un amigo. Mi primer verdadero amigo a los 19. Murió cuando cumplí 22. Y sin embargo está más vivo que muchos de los que beben conmigo».
Cuestionarse la muerte es uno de esos episodios de la vida de los cuales, aunque tengamos la mayor de las certezas no lograremos aceptar. Lo debatimos, al final seguimos con lo nuestro como cualquier día cotidiano, pero hay algo que falta y faltará, un aroma, un día, unas flores, un rotulo que le da la bienvenida a un pueblo en particular, una canción, una comida. Querer contar algo a quién sabemos que le hubiera gustado saber, y ya no está, o compartir algo en particular para salvar la crueldad de ciertos días. Pasan los años y uno debe de reinventar el recuerdo, segmentar lo recordable y tratar de pasar la página de lo que aún sigue causando dolor. A ciertos recuerdos uno no se acostumbra del todo. La felicidad en ocasiones tiene otras partículas, porque antes estaban compuestas del simple hecho de saber que alguien estaba ahí. Saberlo aceptar es lo justo, vivir sobre el recuerdo y no entenderlo del todo ya roza lo patológico. En la obligación del presente ponemos aquello del cual podemos disponer, y también quitamos lo que ya no está, lo que ha pasado a las aras de una parte de nuestra memoria que tiene la particularidad de lo sagrado. Hay duelos que no se terminan simplemente uno se acostumbrar a vivir con ellos.
Siempre en las fechas del día de los difuntos, uno recuerda y uno teme, los que ya no están y los que poco les queda, aunque en esta ambigüedad todos estamos predispuestos. Se ponen flores, hay conversaciones que más que conversaciones son confesiones frente al nicho, se cuenta el porvenir, se siguen pidiendo consejos, se cuentan los triunfos, se lloran los fracasos. Se presentan personas nuevas en nuestras vidas, se dice en voz baja, la falta que nos hacen. Llegan bien y se marchan lentos, como sí irse es otra forma de olvidarse, como sí irse es otra forma del abandono, cada uno lo asume de manera distinta. Hay quienes, desde su casa, con esa resignación lúgubre y en conmemoración de lo hecho. Anécdotas, historias y un pequeño silencio que marca un antes y un después. Este día se recuerdan, pero están todos los demás que hacen cuerpo al llegar la noche y como dice el poeta Ricagno: Están más vivos que algunos que suelen beber conmigo… Joan Margarit sentencia: «Amar es descubrir una promesa de repetición que tranquiliza…/ porque el amor es siempre una cuestión de las últimas las páginas. / Ningún otro final podría estar a la altura de tanta soledad». Quizá ya la promesa de la repetición en este contexto no podrá ser y eso sea, lo que enciende el fuego de la soledad y el recuerdo. Queda siempre la silla donde uno dispone qué recordar sobre los que, a su momento, nos tranquilizaron con la promesa de su repetición, hoy solo se dispone la memoria que suele ser otra repetición, otra forma de tranquilidad, otra forma de decirles acá están porque yo te recuerdo.
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