Fotografía: Suplemento Cultura Tresmil/ La belleza de Elvis Aviv Guzmán.

La resaca

Mercedes Seeligman

Poeta y escritora

 

Había pasado la hora del almuerzo y el restaurante lucía vacío. Los pocos parroquianos que todavía disfrutaban de su postre se preparaban a pagar su cuenta y a recoger sus abrigos y paraguas. Afuera llovía, y no parecía que el agua detuviera su ímpetu.

La mujer de aspecto cansado y de mediana edad que ya hacía un par de horas que permanecía frente a una taza de café frío, se removió un poco nerviosa en su silla. Sabía que en cualquier momento el camarero la abordaría para saber si comería algo o pagaría su cuenta. Consultó la hora en su viejo reloj de pulsera y decidió esperar un rato más.

-Camarero, me gustaría ordenar una rebanada de pastel de manzana y otro café.

-Por supuesto- contestó el camarero, aliviado por fin de que la dama se decidiera a ordenar algo, y caminó presuroso hacia la cocina.

Amelia Silva comprendió la solícita atención del camarero y se dijo a sí misma que, si bien el restaurante no cerraría hasta la noche, resultaba un poco incómodo el que ella fuera la única persona en todo el lugar y que no consumiera nada.

Segundos más tarde se disponía a probar un pedacito de aquel delicioso pastel, cuando su teléfono móvil comenzó a vibrar, señal de una llamada entrante.

Lo tomó de prisa y respondió con voz un poco agitada:

-¿Hola? Si, acá estoy…No, creo que puedo esperar otro tiempo…Si, tranquilo, acá estaré. Ten cuidado…

El diálogo había sido breve pero significativo. Debía esperarlo, como lo había hecho desde un tiempo atrás. Devolvió a su lugar un rizo de su cabello rebelde y sacó su polvera para quitar un poco el brillo de su frente y nariz. Inexplicablemente afuera hacía frío pero ella se sentía acalorada, su pulso corría veloz y a cada momento miraba hacia la puerta de entrada.

¿Qué podía hacer sino aguardar con pasiva resistencia? Se imaginaba que la misma debía tener la figura de un reloj de arena que poco a poco se había llenado con granitos de espera. ¿Pero por qué esa pasiva resistencia? ¿Cómo podía ser que dos cosas totalmente opuestas pudieran tener lógica y sentido en su vida?

Hizo un poco de memoria. Tiempo atrás había conocido a Aldo, un brillante investigador y catedrático universitario. Sus primeras charlas evidenciaban un deseo irrefrenable de ella por demostrar que tenía un punto para defender, de cualquiera de los temas que abordaran, diálogos a veces divertidos, a veces cargados de sutil ironía, pero que siempre dejaban a ambos con la inquietud y el deseo de continuar al día siguiente, como la magia de Sherezade y sus cuentos de las mil y una noches. De manera hábil él siempre lograba rebatir sus argumentos y ella cedía, en el fondo feliz por haber encontrado otra mente afín.

Pronto de las palabras se pasaron a los hechos y un buen día se vio entre sus brazos. Sin mayor análisis ni consulta, crearon un círculo perfecto a su alrededor. Fuera de él dejaron a los hijos del matrimonio fallido de ella; egoístamente no consideraron a la esposa de él ni pensaron en cómo manejarían la situación cuando ella regresara de sus vacaciones anuales. Fue la experiencia más mágica y gratificante en la vida de Amelia. Casi podía sentir en sus labios la magia de aquel encuentro y en sus sienes el delicioso vaivén de sus sentidos al calor de una botella de vino tinto.

En realidad el tiempo transcurrido entre su primer cruce de palabras y su experiencia sexual había sido muy corto, pero no por ello intenso.

-“Demasiado intenso, diría yo, no hay día en que no me levante y lo tenga en mi mente”- continuaba pensando Amelia.

Se detuvo en sus reflexiones cuando vio que Aldo trasponía el umbral del restaurante.

Ya había dejado de llover y una tenue luz solar iluminaba adorablemente las ventanas que lucían vitrales multicolores. En cuanto la vio caminó directamente hacia ella.

-Perdona que tuve algunas actividades extra que hacer.

Se sentó frente a ella y acto seguido llamó al camarero para pedirle una botella de vino y dos copas.

Ella lo interrumpió y le dijo:

-No creo que vayamos a celebrar nada…- Aldo reaccionó con sequedad y cambió su petición por una taza de café.

-Muy bien, ya estamos acá, ¿qué querías decirme?

Amelia se sintió incómoda por aquel abordaje directo. Tomó aire y comenzó a hablar en tono suave y discreto:

-Pues bien, lo que quiero decirte es que hemos terminado…

-¿Así directo?

-Pues sí, tú me lo dijiste una vez, somos personas evolucionadas, conscientes de nuestros actos, y algo maravilloso, plenas de juicio y razón…Por ello, cuando lo que hacemos nos incomoda o causa escozor, lo mejor es cortar por lo sano.

Aldo permaneció serio y guardó silencio por breves segundos. Ella continuó:

-Creo que fue increíble que nos encontráramos, que hiciéramos click, pero cada uno ya tenemos nuestro propio camino. ¿Que las circunstancias no nos fueron propicias en esas vidas que escogimos? Pues así las hicimos, y no podemos retroceder el tiempo…Estoy convencida de que todos merecemos ser felices, pero de cara al sol, con toda la libertad del mundo, con esa libertad que me permita tomar la mano de la persona que amo y gritarle al mundo: él es el hombre que llena mi mente y mi cuerpo, que me hace feliz y a quien quiero dedicar los minutos más gloriosos de mi vida.

-Querida Amelia, eres una idealista, eso no existe. Lo que hay es lo que puedo ofrecerte y creo que hemos sido felices.

Ella sonrió y le dijo con una mirada no exenta de picardía:

-Por supuesto que hemos sido felices, y no quiero darte la impresión de la puritana arrepentida. Lo que he hecho lo he disfrutado, pero me ha pasado como la resaca luego de una borrachera intensa.

-¿Sentimiento de culpa?- dijo él levantando una ceja.

-Más bien verdadera consciencia de lo que no quiero seguir viviendo, que es estar a la espera de algo o de alguien que no podrá darme lo que necesito, y que es su mano libre para acompañarme en mi camino.

-Eres egoísta.

-Todos lo somos…créeme que al principio dudaba de lo que te diría pero la facilidad con que al fin me he podido expresar me ha convencido de que esto es lo correcto.

Llamó al camarero y se puso de pie.

-Mi cuenta cárguela al señor…- y salió feliz porque al fin había dejado de llover y en su corazón, como en aquella tarde luego de la lluvia, se atisbaba un rayo de sol.

Había caminado unos cuantos pasos cuando una tibia mano la tomó por el codo.

-Amelia, espérame… – y Amelia sonrió ampliamente ofreciendo su brazo a Aldo.

-Aldo, querido, ¿por qué te has tardado tanto?

-Debía de pagar las tazas de café y el pastel…¿Sabes que esta modalidad de ensayar nuestros diálogos sin saber lo que el otro dirá, es una genialidad del director de la obra?

-Sí, todo está bien, menos el que me hayas hecho esperar dos horas, válgame, ya creía que el camarero me sacaba del lugar.

-Perdón, amiguita, no pude escaparme antes del trabajo. Mañana compartiremos la experiencia con todo el elenco pero ahora debo de apresurarme:  Luisa y los niños me esperan para llevarlos al parque.- Se inclinó hacia ella y la besó en la mejilla.- Ojalá que nos den los papeles, querida Amelia.

Amelia sonrió con amable complicidad y le dijo:

-Y cómo no, querido, si somos una pareja tan convincente.- y enrollando su paraguas y poniendo su cartera al hombro se dispuso a abordar el primer autobús que pasara por el lugar con dirección al centro de la ciudad.

Mercedes Seeligman

3 de septiembre de 2015

Hora 2:00 p.m.

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