Mauricio Vallejo Márquez
Escritor y Editor suplemento Tres mil
Le aseguro que yo no soy yo. Quizá al principio lo fui en algún momento, porque se dice que para todo principio existe un final. Pero, el mío aún parece lejano. Por años me he dedicado a sobrevivir y lo he hecho tan bien y por tantos países que poco podría quejarme de ello, sin embargo, me quejo porque no soy yo, así de sencillo. Ni creo que en algún momento lo sea. No porque no lo quiera. Jamás negaría que me encantaría verme las mejillas lisas con la ausencia completa de arrugas y líneas de expresión cuando habité mi primer cuerpo cuando mi piel tenía el color del barro crudo y mi cuerpo era lustroso como una piedra recién sacada del río.
No sé porque tuve que dejarlo. No morí, no tuve eso llamado reencarnación, pero si algo que era profundamente extraño. Una tarde me senté en el campo, acostumbrado visitarlo para ver el ganado pastar. Las vacas iban con paciencia deteniéndose por momentos y masticaban una y otra vez la hierba en ese largo proceso que solo esos animales hacen. Me daba una profunda curiosidad el porqué. Entonces fue cuando un hombre alto y delgado tocó mi hombro. “Tenés curiosidad”, me dijo. “Más que curiosidad”, le dije. “Una sola vida no es suficiente, o al menos esta que vives”. Luego guardó silencio y se fue tal y como vino. Cerré los ojos y ya no estaba.
Todo comenzó por esa curiosidad del lento rumiar de la vaca. En ese tiempo no se calculaban los años, sólo se vivían, así que no sé que edad tenía. Solo sé que ya no era un joven. Salí del campo, busqué el camino para el pueblo y estando ahí un pequeño niño cruzó frente a mí, y al cerrar mis ojos yo era el niño. Mi cuerpo me vio con asombro y yo sin entenderlo corrí a la casa en la que vivía el cuerpo que había tomado. No sentí complicaciones, ni me sentí extraño. Me acomodé a él como respirar y fui creciendo rodeado de conocimientos, de todo lo que no tenía en el campo y supe que las vacas tienen tres estómagos y que por eso rumian.
Podría haberme bastado eso, pero no fue así. El conocimiento se hizo un vicio y quise saberlo todo, comprenderlo todo. No me importaba lo físico, el cuerpo que habitaba no era el mío y no me importaba más que lo vital, es decir su salud y su vida.
Pasado el tiempo estaba sentado en el umbral de mi casa cuando vi pasar un grupo de nómadas. A lo lejos distinguí entre ellos a un pequeño que halaba una cabra. Y al cerrar los ojos heme en él, de nuevo a repetir la historia, pero en otras latitudes. Llegué a conocer tantas ciudades y así como fui conociendo y llenándome de tanta sabiduría como de vidas comencé a contar los cuerpos que habité sin ver necesario decirlo, lo guardo solo para mí. Pero han sido demasiados. Conocí todos los continentes, todos los hombres y mujeres que he podido, porque el tiempo siempre limita conocerlo todo y a todos. Por eso estoy acá, a la espera. En esta mazmorra, en esta celda acusándome de todas las muertes que pude tener y no tuve y ansiando conocer al fin lo único que aún desconozco: la muerte.
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