La Salamandra de oro

 

 

A la memoria del poeta Luis Galindo

 

Álvaro Darío Lara

 

Noviembre frío y pestilente de 1361. La terrible pandemia estaba por despedirse de Europa, aunque nadie lo sabía. Los muertos continuaban llenando las calles y casas del Ducado.

Se acusó a los judíos de ser los propagadores de la enfermedad. Muchos de ellos, eran ricos comerciantes de telas, y fueron los primeros en morir, víctimas del misterioso mal. La población les adjudicó, además, haber infectado los pozos y  los ríos. Los sobrevivientes fueron vapuleados cruelmente, y arrojados de la otrora rica región, junto a todos los hombres y mujeres, que se ocupaban en la producción o el tráfico de telas, vestidos y paños, aunque no profesaran la fe de Abraham.

El rumor aumentaba cada día, igual que la enfermedad. Se decía en todos lados, en bajísima voz,  que el soberano Felipe de Rouvre, Felipe I, el niño, como era llamado por sus vasallos, había sido alcanzado por la mortal dolencia. Escalofríos, fiebre, fuertes dolores musculares, insoportables inflamaciones, vómito, diarrea, horribles convulsiones y tos indetenible, eran los signos inequívocos de lo fatal.

La malignidad no respetaba rango social o espiritual. De igual manera, morían nobles o siervos, caballeros o clérigos, justos o pecadores. Y como si la danza infernal necesitara de más combustible para arder frenéticamente, la guerra de los cien años librada con Inglaterra volvía más lúgubre todo asomo de esperanza.

La antigua abadía de Cíteaux había cerrado sus puertas a los desdichados.  Bajo la mirada piadosa del Crucificado, la gran mayoría de sus monjes yacían, ahora, a más de dos metros bajo tierra. Los sabios de la Orden, insistían, que a mayor profundidad, mayor certeza que la plaga no volvería, al menos de los cuerpos que ahí eran depositados.

Apartado de todo, viviendo como un auténtico ermitaño, más allá de los viñedos maravillosos, el viejo alquimista, Jacques Canseliet, continuaba experimentando entre pócimas extrañas y toda clase de acres olores, la cura  para la peste. Su mujer había muerto cinco años atrás, junto a sus tres hijos. Sólo él, milagrosamente, había sobrevivido, no sin antes jurar que no descansaría hasta poner término al acecho del diabólico contagio.

Noche y día su cabaña se encontraba iluminada. Se había asegurado una sólida reserva alimentaria, y casi nunca se le veía por poblado alguno. Sólo en extrema necesidad, su figura encorvada,  atravesaba los caminos para proveerse de lo indispensable.

Los emisarios del Señor de Borgoña llegaron de improvisto, rodeando la morada. Era de noche, y las antorchas iluminaban rostros humanos y de bestias. El asunto era claro, debía acompañarlos de inmediato para salvar al monarca, de lo que parecía  una muerte segura.  No había opción. Tenían orden de llevarlo, con lo que necesitara. El caballero al mando no cedió un ápice, a los ruegos del alquimista para que le permitieran seguir trabajando en aislamiento. Canseliet sabía, perfectamente, que salir de ahí, lo ponía en grave riesgo de contraer la plaga. Las súplicas fueron inútiles, apenas tuvo tiempo de escoger lo necesario. Los hombres cargaron con lo que les indicó, y a todo galope, atravesaron los bosques, en medio de la noche.

Jacques insistió en no separarse de una pequeña caja, cerrada, pero provista de diminutos agujeros. Durante el camino la sujetó con mucho cuidado y celo.

Al llegar al castillo, fue conducido a una amplia habitación, junto con sus pertenencias. Le informaron que se preparara, ya que regresarían en breves minutos, para llevarlo ante la presencia de Felipe I.

El estado del joven duque le impresionó muchísimo. Era evidente la desgracia del cuadro. El enfermo exhibía las severas señales de la mortal enfermedad. Se veía muy agotado. La afección llegaba a su tercer día. Había perdido, desde la tarde anterior, el conocimiento. Sus escasos familiares, imploraron del alquimista, el uso de todos sus poderes. Ofrecieron recompensarlo  ricamente, si tenía éxito.

Para Jacques, no había salida. Si el muchacho vivía, dispondría de todos los recursos para continuar su gran obra. Pero si Felipe I, moría, inevitablemente, sería inmolado vivo.

El alquimista asintió con gran reverencia, comprendiendo lo dicho y lo callado. Solicitó retirarse inmediatamente, para trabajar con empeño, ya que el tiempo apremiaba. Al llegar a la habitación, examinó el luminoso contenido de la caja que portó durante el trayecto al castillo.

Se trataba de una mágica criatura: la salamandra de oro. Llamada así por sus increíbles facultades para vivir en medio del fuego sin sufrir la menor quemadura. Canseliet tenía años de estar dedicado a su estudio. Había observado y comprobado, que gracias a su increíble frialdad,  poseía la virtud de apagar el fuego, pero que esto era a su voluntad. Asimismo, era capaz de envenenar toda clase de fuentes de agua, o secar inmediatamente las flores y los árboles del bosque. En los seres humanos, el alquimista investigaba su potestad para sembrar la lepra y otras mortales enfermedades.

Canseliet había consagrado interminables noches a la lectura de todo lo escrito sobre la fabulosa criatura. De esta manera, escudriñó, entre las obras de Aristóteles,  San Agustín, Plinio el Viejo,  Nicandro de Colofón,  Antígono de Caristo,  Isidoro de Sevilla, y en los últimos tiempos, se concentraba en Rábano Mauro. Pero ninguno de ellos, ahondaba en el camino  para obtener de la asombrosa alimaña,  no un daño, sino una cura.

Jacques Canseliet, sospechaba que –escondido- en la composición de aquello que perjudicaba, estaba el germen mismo de la curación. Y estremecido por la situación de horror que se vivía en toda Europa, confiaba en poder encontrar una cura efectiva, ante semejante calamidad. No importaba que el portentoso ser no fuera la causa directa de la peste. Su potente naturaleza podría, quizás, actuar como un eficaz antídoto.

De esta forma, del recorrido erudito por los letrados del pasado, el alquimista, transitó a la experimentación. Probó con las secreciones de las glándulas de la cabeza del anfibio, con sus patas, con sus ojos, con su piel,  afamada por atributos de encantamiento.

Finalmente, descubrió, que de la cola del fantástico animal, emanaba un fluido, que producía los siniestros efectos. Esa era también la causa de la incandescencia de la criatura. Ya había efectuado significativos adelantos, aplicándolo en sangre que provenía de recientes víctimas, pero aún no alcanzaba ni las definitivas certezas, ni la visible culminación que comprobara su hipótesis. Y en verdad, un par de horas o minutos, eran francamente insuficientes e inútiles para salvar una vida. Nada podía hacer por el joven Felipe de Rouvre. Nada.

Sin embargo, recordó algunos secretos textos que aún estaba por consultar y que había traído consigo. Se trataba de uno en particular, procedente de la famosa Abadía de Fulda, en Germania, una copia muy fidedigna de “Los conjuros de Merseburg”: hechizos para liberarse de las cadenas del enemigo; conjuros para obtener el amor, para conseguir fortunas;  y… conjuros para curar.  Se encontraba absorto en los pergaminos, cuando el consejero real llegó para informarle que el  Duque había muerto, y que quedaba bajo arresto, hasta nuevo aviso. Dos guardias bloqueaban la única puerta de acceso, en una habitación que no tenía ninguna ventana. El alquimista palideció, pero sobreponiéndose, volvió al sillón y prosiguió la lectura.

A la mañana siguiente, en el castillo del Duque de Borgoña, las cabezas de los dos custodios, rodaban en el patio central. El alquimista había desaparecido sin dejar rastro. Pero Jacques Canseliet, no se había esfumado de la faz de la tierra. A esa misma hora, protegido por unos sabios árabes en Sevilla, daba gracias a Dios desde el fondo de su corazón, mientras se desayunaba con gran apetito. Nunca reveló la forma cómo logró escapar de una muerte segura.

En cuanto a la peste, dejó muchos apuntes sobre la posibilidad de curación mediante el empleo de las cualidades de la salamandra de oro. Pero nada concluyente.

Hasta la fecha, existe en Sevilla, una leyenda muy popular, que  asegura, cómo el día de la muerte de Jacques Canseliet, a los noventa y ocho años de edad, fue vista por un regular número de personas, una extraña bestezuela que iluminó extraordinariamente el cuerpo del legendario alquimista.

Dicen que los sabios árabes, testigos de aquel fenómeno,  con lágrimas en los ojos, proclamaron, que la gran obra  -por fin-  se había consumado.

 

 

 

 

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