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La santa tertulia de los malos (1)

René Martínez Pineda *

La verdad, he de confesarles que todas las semanas santas he tenido la intención de contar esta historia de mi historia, pero hasta hoy he tomado la decisión de hacerlo porque, sencillamente, ya no puedo esperar más. Somos el uno para el otro, no hay ninguna duda de eso; ahí está el espejo como testigo de cargo que nos restriega en la cara que somos tan iguales que, sin ponernos de acuerdo, ambos mordemos la mano que nos da de comer porque no tenemos la más mínima noción de lo que es la gratitud. Sí, los dos somos malos e intelectualmente pobres; tremenda y vulgarmente malos; vulgar y tremendamente cobardes. Ella tiene el ojo izquierdo más pequeño que el derecho, casi ciego; su labio inferior es tres veces más grande que el superior y, para terminar de joder, le falta una oreja a raíz del ataque de un perro callejero que tomó la justicia por propio hocico, y eso le hizo sentir rabia contra todos y todo desde que era una niña de diez años. Mi nauseabundo chajazo junto a la ceja derecha es producto de un pleito mortal con los tres hijos de la Chinta Terezón, la mujer que no sabía reír, una semana antes de cumplir los quince años en el predio baldío frente a mi casa.

Por supuesto que ninguno de los dos tiene labios sublimes, dulces y honorables, porque eso sería contradictorio con nuestra congénita maldad del alma, y además porque lo sublime es ese tipo de candil artesanal de excusas o coartadas por el que a veces los malos y feos logran asomarse a la belleza ajena desde la ventana sin rostro del anonimato. Pero nosotros, de tan malos que somos, no tenemos esa efímera licencia de la contemplación.

¡Qué bonito fuera que los malos tuviéramos los labios dulces para despistar a todos hablando de Nietzsche! Pero tanto los de ella como los míos, por igual, son labios de rencor podrido que hace irreversible y tangible la nula resignación cristiana con que sufrimos nuestra desgracia que se desboca porque, además de malos, somos feos, tan diabólicamente feos que cuando la gente nos mira nos da la espalda, así como hacían las indígenas cuando se topaban en la vía pública con los patrones y los soldados después del genocidio de 1932.

Esa fue la razón de nuestro concubinato tan dilatado y sucio y perverso. La palabra concubinato suena fuerte, lo sé, pero es la más exacta para explicar lo que mutuamente nos damos en secreto y lo que nos traemos entre patas. Hablo del odio inclemente que cada uno de nosotros siente por haber heredado tétricas facciones kafkianas que no se pueden borrar ni recibiendo latigazos el sábado de gloria, esas facciones que fueron diseñadas en el siglo XIX desde el momento en que nuestros respectivos ancestros hicieron uso de las píldoras del Dr. Holloway para combatir una rara fiebre que azotaba al país y que terminó con la vida, en diciembre de 1858, del Señor Senador Don Lorenzo Zepeda, quien por decisión de las Cámaras Legislativas de ese año, fue designado para ejercer el Poder Ejecutivo desde el 1 de febrero hasta el día en que se posesionase el Señor Don Miguel Santín del alto destino de Presidente del Estado.

Eso lo supimos ambos, cada quien por su lado, cada quien sin saber de la existencia del otro, cuando hallamos el periódico La Gaceta en el que, marcado con un círculo negro, se destacaba o denunciaba un anuncio publicitario: “Siendo voluntad del Sr. Dr. D. Tomas Halloway, beneficiar al público de este continente con la venta muy módica de sus píldoras y ungüento que en la actualidad obran maravillosos efectos sobre los males que padece el género humano, se avisa que se expenden cajas y botes a un precio fijo, no solo en el depósito y agencia general de San Salvador, a cargo del señor Don José Escolástico Andrino…” encima del anuncio estaba escrita la frase: ¡Maldito farsante, te cagaste en toda mi estirpe. Ojalá te hubieras muerto chiquito de una mala pacha, hijo de puta…!

Como si todo estuviera predestinado por la maldición de Halloway (preclaro hombre de negocios que bien puede ser bautizado como el único pionero de la globalización capitalista por las razones que en otra ocasión les contaré) nuestro primer encuentro cara a cara, si es que a esto le podemos llamar “cara” y a eso le podemos llamar “encuentro”, fue en la procesión del santo entierro de hace seis años, y nuestros rostros tan feos y nuestra supurante y herrumbrosa maldad se convirtieron en el punto de atención de los feligreses, incluido el viejo cura de la parroquia que comandaba con fervor la procesión, pues sobresalía sobre todo ese montón de personas hermosas y buenas y tibias que nos hacían ver más malos y más feos. Esa fue la primera vez que, de reojo, nos estudiamos al detalle la mutua y radical fealdad y maldad congénita que, días más tarde, se convirtió en una mercenaria simpatía durkheimniana que le daba un carácter utilitario y oscuro a la solidaridad acercándola a la perversidad de los cuervos de Poe; allí fue donde registramos y comparamos, desde la primera ojeada no participante, nuestras respectivas soledades de serpentario.

En la procesión todos iban mancornados e iban solemnes: los amigos de cofradía; los esposos de muchos años o de muy pocos; las ancianas escatológicas y dulces que en el santo entierro, o por medio de él, simbolizan la cristiana sepultura de sus hijos desaparecidos para ganarse la resignación; los abuelitos que ya olvidaron el mal que propinaron de jóvenes; los vecinos escrupulosos que hablan mal de todos; los amantes bien justificados con el impenetrable manto del misal… ¡qué sé yo! iban representados todos los miembros del mundo sociocultural que refrendan, cada semana santa y cada fin de año, el consenso moral básico. Todos -de la mano, del brazo, de los hombros, con imperceptibles y fornicarios roces de los cuerpos que hacían de la excitación un acto furtivo-religioso- tenían a alguien a su alcance en quien apoyar su vida. Pero ella y yo íbamos con las manos destrabadas y exasperadas, íbamos solos en un mar de gente.

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