@renemartinezpi
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Yo no sé qué indecible embrujo tiene la Semana Santa que -con sus cruentas procesiones arreadas por el sol de los lamentos vocingleros- me hace meter el tiempo en el carapacho de un cangrejo… y entonces vuelvo a casa, site treat a Ciudad Delgado, ese tiempo-espacio que se disfrazó de cordero para el perdón de mis pecados reales y falsos. Sí. Vuelvo a casa, al recuerdo proscrito por las leyes del orden y del progreso individualista; a mi lugar secreto que un niño guarda en secreto, ese lugar perfecto a pesar de sus paredes agrietadas y de su techo que le sonríe al cielo como un loco jugado por los pechos inmensos y perfectos de la cultura de resistencia de quienes son verbo y predicado de la historia; como un loco irreal que, resignado, vuelve de la muerte quimérica que significa pasar tantos días, con todas sus noches y madrugadas, sin saber del sábado de gloria de los besos y gestos y caricias de sus tres seres amados.
He vuelto -después de tanto camino andado sin zapatos ni camisa- al patio inundado de barquitos de papel por el sollozo del invierno; al olor hechizado que salía del infierno de las brasas que le hacían el amor a las semillas de marañón que, con la algarabía irreal del Domingo de Ramos, estallaban su risa en sabrosas nubes redentoras que buscaban lavar la sangre derramada en el Gólgota donde son crucificados a diario los niños de la calle. Me fui (sin irme del todo o llevándome en el lomo mi territorialidad, porque con ella somos uña y carne) del limonero abarrotado de gestos ácidos y nidos cantores; del corredor emperifollado con macetas de barro, islitas donde naufragó mi amor en las costas del cuerpo desnudo de una flor sin meridianos ni mar abierto; del pilar donde escribí mi amor por la niña que pasaba a mi lado olorosa a mango en miel y me miraba de reojo y se ponía chapudita chapudita cuando mis ojos la emboscaban. He vuelto para acariciar -con los dedos embarrados de distancia y de rituales indecibles- las paredes coquetas de cal, anuarios viejos y santos imbatibles que repelían la pesadilla ósea de los escuadrones de la muerte que me perseguían como perros rabiosos.
He vuelto, penitente, para lavar los pies lindos de la musa que cuida mis sueños indecibles desde el tejado en flor que me abriga con la promesa de nunca darme un beso entreguista en la mejilla después de la cena. Me alejé del rincón oscuro desde donde vi la silueta ardiente que me hizo temblar como la matraca que zarandea al pecado individual que fue decretado por la doble moral del capital; vi al sol correteando las sombras del muro de enfrente, santo sudario donde dibujé un corazón roto por el hambre y otro por la pérdida de tu silueta desnuda por falta de ropa al crédito; a las estrellas retratadas en el charco dejado por la lloradera de la noche, ese tintineo oxidado que me hacía dormir juntito a las que amaba tanto cuando niño porque olían a pan recién horneado.
He vuelto… para jugar a adivinar sombras con el candil de la abuela bajo cuya luz me aprendí las tablas de multiplicar y las inútiles reglas de ortografía; para llorar a mis muertos pasados y respirar mi amor presente; para suspirar por la vecindad sin futuro porque carece de pilas bautismales; para correr por los patios de mi escuela que olía a la travesura de la primera novia, esos patios en los que en octubre recitaba un poema sin destinatarios; para saltar la peregrina de los días expropiados por la usura trigonométrica de la sala de lo constitucional que tiene escondidos en sus catacumbas muchos baúles con veinte monedas de cobre; para enfiestar al aura que quedó como la Magdalena desde que colgué mi piscucha y guardé mi capirucho y enterré mi fusil y recogí la ropa tendida que me saludaba cada mañana como ramos bendecidos con besos. Volví para jugar “esconde el anillo escóndelo bien” con el añil del lúgubre cuento nocturno que, cada año, opta por salvar al ladrón y no al mártir; para recoger la hoja trémula de mis recuerdos taciturnos que están llenos de olvidos voluntarios.
Me marché, sin izar la mirada, del lugar secreto que escondí en el campanario de la iglesia abandonada que, triste y lapidada por los pecados ajenos, dejó de repicar su lamento libertario frente al santo entierro de los niños desnutridos que se duermen con la estampita milagrosa y tibia de San Romero de América clavada en el costado izquierdo del pecho. Extravié el lápiz sin fin con que podía dibujar el Universo, estrella por estrella, con sólo mirar los ojos de mi bisabuela, cuando me abrazaba como si fuese la última vez. Perdí en ese viaje tremendo el libro de Kafka que arrulló al verso subversivo que me hizo volar hasta lo indecible sin tener unas alas enormes; olvidé las señas centenarias de la anciana prehispánica que me prometió un tesoro cuando atravesara el mar tenebroso sin más equipaje que los suspiros por quienes quedaran atrás.
He vuelto para resucitar al tercer día el conjuro del manto sagrado del San Romero que exige justicia inmediata antes de ser cosificado en los altares, ese manto que guardaba el susurro de la brisa teologal y onírica; que espantaba a la Ciguanaba con besos de incienso y alcanfor; que deshojaba mi pelo espina por espina para apaciguar el dolor de las torturas tan clandestinas como cobardes; que consoló mi sollozo por la petición ajena de quien no se lava las manos como Pilatos. Me fui de noche dejando detrás de mi sigilo la casa que amamantó mis juegos y mis delirios sociales en la avenida Juan Bertis; dejé esperándome al sol que por las tardes alentaba con su fuego mis carreras vocingleras y crucificaba mis ruegos. He vuelto, casa mía, y hallé tu cuerpo borrado por la mano inapelable; tu espejo empañado de reflejos viles; tus ojos doblegados por las treinta telarañas de cobre de la impunidad de los pudientes que siempre pueden pasar por el ojo de una aguja…; y tu boca que reía verdades, la encontré muda y sombría.
*Director de la Escuela de Ciencias Sociales, UES
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