@renemartinezpi
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He vuelto a casa -a Ciudad Delgado; a la Avenida Juan Bertis No. 48; a la calle El Comercio- después de tanto lecho sin techo para sentarme en la silla que el Sanedrín del otoño ha reservado para que me siente a esperar lo imposible o lo indecible: cambiar la imagen del crucificado por la imagen del que expulsa a los mercaderes a puros latigazos, sovaldi “porque sólo así entienden estos hijos de puta” –decía, en general, el tío Virgilio, cuando estaba corrigiendo a su hijo mayor que había caído en las garras del alcohol artesanal producto de una desilusión amorosa que le dolía y punzaba en el pecho, como si fuese él a quien, clavado en una cruz, le habían introducido una lanza envenenada con distancia y contra ese dolor sólo puede el alcohol-.
Volví a su historia hechizada de curas sin cabeza y cadejos malos y buenos; a sus juegos diáfanos cara a cara, piel a piel; a su olor a paterna calcinada en la zarza ardiente del imaginario colectivo del pueblo. He vuelto a casa; volví al frescor ecuménico de sus almendros y pacunes preñados de cigarras que, más inconsolables que resignados, quedaron amontonados como juguetes viejos en el armario de mi pecho. Me encontré a mí mismo en sus latidos perdidos que esconden el sabor teologal de las torrejas con dulce de panela que vendían en la entrada de la farmacia La Salud a dos sonrisas la porción; en el café con pan dulce sentados en el corredor con el que calentaba mi cuerpo tiritante después de bañarme con la lluvia, que en ese entonces era una niña buena.
He vuelto a mi casa simbólica e irreal, a sus liliputienses ventanas de madera que saludaban a la mañana con sus cortinas de algodón hirviendo de flores y escarabajos mágicos y -como todo retorno es descubrir lo que ya habíamos descubierto- vuelvo a recorrer las veredas de la infancia que me embarraron la cara de risas… y te encuentro intacta -tal como te dejé en el recuerdo que no sabe de kilómetros ni horas- entre la luz de tu fragancia que se parecía tanto a los coyoles en miel de la Mamá Licha. Sí… he vuelto al atol de piñuela que hacía la Moncha en las fiestas patronales, la vedet más famosa y misteriosa de Ciudad Delgado; al chocolate que resucitaba mis manos diminutas como por milagro del tercer día; a la quezadilla caliente que descifraba el problema de geometría mundana y clasista planteado en las alfombras cuaresmales de las comunidades eclesiales de base que, en silencio y a solas, anunciaban expropiaciones pasadas y represiones futuras; al olor místico del incienso de la procesión del silencio (sshhh, no se lo digas a nadie, guárdame el secreto…); a los nances fermentados con fantasmas de la ópera que, una tarde cualquiera de marzo, me hicieron ver el alma de la poesía en medio del eco unánime de las matracas que salen a pasear su lamento milenario todos los años.
He vuelto a casa a pesar de tanta sangre derramada por los cobardes tiranos que se lavan las manos en los curules de una democracia más falsa que el sueño americano y que la honestidad de los ladrones de traje y corbata que nos mandan a deambular en el desierto calcinante de la pobreza extrema. He vuelto a casa porque extraño a los zompopos de mayo que se fueron en busca del beso de la última cigarra que guarda el secreto de los tres clavos… porque extraño platicar con mi abuela y añoro la huella descalza y porque su ausencia me duele en las manos, como si fuese yo quien ha sido crucificado con los clavos gruesos y ardientes de la lejanía y la desmemoria;… y porque necesito que me repita la historia fantástica con que, misteriosa y tibia, alumbraba la casa en penumbras… fantasía-misterio que luego colgaría en los sueños de mis hijos escamoteando la sonrisa que le copié a mi madre.
He vuelto a casa después de tantos otoños y tantas masacres impunes que repiten sus catorce estaciones sin que nadie lo impida y sin que nadie reclame llegar por fin a la quinceava estación para que sepa el pueblo qué significa resucitar del olvido histórico. He vuelto a mi lugar secreto y no sé si han pasado cincuenta y tres años, o quince días, o un minuto, porque la nostalgia es la misma para quienes sufren el maleficio de Erik, el fantasma de Garnier. He vuelto a la casa del imaginario sociocultural para recoger la brasa que dejé encendida en los libros de Verne en los que escondía los pétalos de la flor más linda; para abrir la botella a la deriva donde guardé mi corazón junto a la nota en la que describía la impotencia de ser un ser insignificante.
He vuelto a mi casa de niño porque se refleja en los ojos de mis hijos; la casa que me enseñó a amar en silencio a pesar de la distancia y el tiempo; la casa que me enseñó a inventar las ilusiones que alguna vez escondería en las hojas que el otoño deja… o en una carta agónica que habla con la pared. Y entonces los recuerden tibios de las hazañas que hicimos quienes decidimos hacer lo que teníamos que hacer, a pesar del miedo, me duele en los hombros, como si fuese yo a quien le hicieron cargar –por un largo y sinuoso trecho a pleno mediodía- la pesada cruz del tiempo insobornable que deja a su paso un rastro de escombros acompasados con la sinfonía patética del látigo cruel de los pasos perdidos en el Gólgota del consumismo feroz… esos pasos que serán recuperados -en un acto de amor y estudio inenarrable- por los estudiantes y las estudiantes que hacen de las ciencias sociales un puerto seguro para todos mis compatriotas, porque harán de ellas la cruz mundana que redima al mundo en el oasis de la utopía social que aún espera por la sed de los utopistas que nunca pierden la esperanza porque son de los que no pueden olvidar.