René Martínez Pineda
Director Escuela de Ciencias Sociales, UES
Aunque ya no es aquella época gigantesca de hace medio siglo –tan misteriosa a fuerza de profetas- en la que el Viernes Santo, no podíamos correr, comer carne, decir malas palabras o tener sexo, la Semana Santa aún funciona como fetiche, porque hay una fuerte relación entre el ritual propuesto por la iglesia y las demandas de justicia y buenas nuevas de los sujetos que se abren paso entre el incienso sanador de todos los pecados por igual: el del usurero y el del ladrón de monedas; el del político corrupto y el del maestro subversivo; el del genocida y el del que mató por defender a sus hijos; el del demagogo y el del alquimista. Así, los símbolos convertidos en sagrados por el ritual litúrgico, son como el agua bendita que calma la sed maldita de los salvadoreños, sin que la hayan bebido, porque es fetiche e imaginario puro. Hay que recalcar que el ritual religioso busca una rebelión sin toma del poder o que está hecho para que el imaginario cargue, como si fuera su pesada cruz, todos los signos de la pobreza terrenal, de la violencia soportada con cristiana resignación y el de la muerte repetitiva y gloriosa en su masoquismo, que permite a los salvadoreños mostrar su situación sin mostrarla o mostrándola a través de una tercera persona, que consideran superior a ellos (lo cual es un alivio) y que al mismo tiempo, promete signos de grandeza, de paz, de justicia y de inmortalidad que transforman el mundo. Así, la comunión del salvadoreño con Jesús, solo es posible si se da esa transmisión de dolores y glorias cuando se contemplan las imágenes (del material que sean) y se comparten los rituales de las procesiones.
Esa transmisión ritual no es más que hacer tangible lo intangible (la objetivación de lo subjetivo), en el breve espacio del mundo sociocultural de la religión católica, convirtiendo la realidad en imaginario y el imaginario en realidad. Todo ese mundo al revés, tan paradójico como instintivo, provoca que las palabras no encuentren su espacio en la oralidad pedestre y mucho menos, en el razonamiento científico, porque aquellas brotan o se abren en la lucha con la imagen, una lucha de extremos que consiste básicamente en verlo (a Jesús) cada Semana Santa. Por eso las procesiones tienen participantes, observadores y penitentes voluntarios; tienen silencio sepulcral y tienen matracas que imitan a las chicharras. Pero, según el creyente, la mirada es recíproca… Sí, recíproca, porque tanto la imagen como el que la mira están juntos más allá de la vida y la muerte; y más allá del tiempo, por eso se reconocen entre sí. Ese es el milagro mayor hecho por la iglesia. No se trata entonces de una mirada sin materia, aunque carece de espacio; no es el morbo el que lleva a las personas a presenciar –año, tras año, tras años- las torturas, el calvario y el asesinato a través de la imagen y los ritos. Si fuera así, bastaría con presenciarlo una sola vez. Sin embargo, los salvadoreños (por no decir los católicos del mundo), asisten cada año a esos cruentos rituales como si se tratara de una iniciación que los hace aptos para vivir en un mundo mejor. Quieren ver y vitorear a Jesús, cuando sale de la iglesia y cuando hace una estación en el penal o en su casa, porque quieren que el crucificado sea él, no ellos. Y cuando la procesión pasa frente a la multitud con sus ruidos estrafalarios y olores a santidad, Jesús cobra vida en sus ojos y sentimientos, por eso lo siguen por las calles, se adelantan a la otra esquina para verlo pasar de nuevo y lo viven como si fuera la primera vez.
¿Cuál es la magia en ese “mirarse” mutuamente? Es vivir el efímero momento de sentirse divino o al menos, amigo de la divinidad, porque, según los creyentes, Jesús les habla y los mira porque los considera sus iguales, tanto así que hasta les lava los pies y muere en representación de ellos. Todo lo anterior genera un fervor litúrgico, acompañado por una sensación de pacífica nostalgia con la que se saca de entre los muertos a los seres queridos que ya partieron y se resuelven los problemas, pues se es inquilino del paraíso prometido, al menos por una semana, después de la cual todo vuelve a ser como es. Por eso las lágrimas espontáneas, que no saben igual que las cotidianas; por eso las matracas que besan al silencio; por eso los susurros que derrumban un templo de la perdición para reconstruirlo como nación en solo tres días; por eso lo llevan colgado de su cuello o en sus carteras, a cualquier lugar al que van.
Esa conjunción, tan divina como mundana, que se produce entre las personas y la imagen de Jesús, hace que éste deje de ser imagen para convertirse en un ser vivo o que parece que ha recobrado la vida, para morir nuevamente, por sus pecados, en el sentido sociológico de la acción: comerse los pecados de los otros, así como los padres se comen los pecados de sus hijos para librarlos de todo mal, en este mundo y en el otro, lo cual es un signo incuestionable de que se ha creado una sola identidad entre Jesús, la persona y la sociedad.
Esa identidad –la pedestre trinidad- lleva a afirmar, en nuestro caso, que Jesús es salvadoreño y que el salvadoreño es Jesús (media demográfica), con lo cual, sin sentir que cae en una herejía, se siente lleno de orgullo y siente que en ese momento, sabe muy bien quiénes somos “nosotros” (los buenos, los salvados, los justos, los bienaventurados) y quiénes son los “otros” (los malos, los Judas, los ladrones, los feos). Si eso así, la cruz que carga Jesús representa –en el imaginario- a los salvadoreños. La penitencia es cruel en extremo, porque debe ser en extremo cruel, ya que no se trata simplemente de que el condenado sepa que va a morir y que muera de un solo, sino de que sienta que está muriendo lentamente, muy lentamente, esa es la patética y perversa clave de las torturas. Siendo así, en la procesión del Santo Entierro, los salvadoreños cargan a Jesús en su último viaje, pero también podemos afirmar, desde la noción de imaginario, que Jesús carga a los salvadoreños en su primer viaje porque es promesa.
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