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La semana santa según la sociología (2)

René Martínez Pineda

Director Escuela de Ciencias Sociales, UES

Sintiendo que son sus familiares o amigos, los salvadoreños recuerdan el drama e historia de Jesús y la actualizan en las alfombras, pero ¿actualizar esa historia en las alfombras remedia de alguna forma el drama que viven aquellos, o solo es una acción espontánea de la cultura que siempre busca alianzas? En mi opinión, las alfombras buscan remediar el drama moderno,  mediante la denuncia y al mismo tiempo, son la expresión colorida de una alianza cultural monocromática que funde lo que pasó con lo que está pasando, hasta que no se sabe diferenciar uno de otro y por eso, el viernes santo es el día más importante, incluso más que el domingo de resurrección, lo cual es en sí una paradoja de la identidad.

En ese sentido, la familiaridad que todos sienten con la imagen de Jesús en semana santa, se convierte en una relación que fortalece a la religión y por tanto, es una especie de reserva moral simbólica de tipo comunal a la que todos pueden acudir para tomar fuerza y enderezar caminos. Esa familiaridad, es entonces, tan irracional como racional, en tanto modifica el comportamiento individual y colectivo en función de dos metas: ser mejores seres humanos y tratar de construir una sociedad justa. Lo mundano cotidiano se une a lo sagrado para salvar al primero, sanándolo con el sacrificio de Jesús, sólo que en estas ocasiones es de forma deliberada. Esa macabra afirmación se fortalece con la repetición incesante del ritual de la subida al Calvario –en llevarlo al Calvario para que muera por ellos-, en la que buscan sin sentir dolor alguno ni derramar una gota de sangre, endiosarse, en tanto son capaces de juntar el ayer con el hoy; el allá con el aquí; lo propio con lo ajeno y de esa forma, sienten que reinventan el poder de resucitar, porque de antemano, se saben condenados a muerte por el capital. Lo anterior es posible gracias a la relación simbólica que le permite a la gente revivir el calvario de Jesús “como si” estuviera viviendo el calvario de la pobreza, propio de la sociedad moderna. El poder sugestivo del símbolo y sus rituales –comprensible desde la esencia de la sociología de la nostalgia- permite que los salvadoreños se vean a sí mismos, recreando eventos tan diferentes como distantes.

Ese verse a sí mismos en situaciones no vividas (la proyección sociológica), son producto del imaginario personal, es decir, que pertenecen al mundo sociocultural de lo subjetivo donde la “fe” es la reina, pero eso solo es posible cuando el ritual logra que la experiencia personal (de proyectarse), se convierte en una experiencia colectiva. En ese sentido, el “verse a sí mismos” en otras personas o suponiendo vivir como propias las experiencias ajenas que se revelan en la semana santa, es del mismo tipo que la conciencia espejo del consumismo que usa como símbolo para la evocación las vitrinas y la publicidad: la persona siente que consume al ver las mercancías. La proyección simbólica en el sacrificio ajeno es, y debe ser, un hecho colectivo en el que todos son uno: Jesús, que es el enviado de ellos para que los sustituya en su dolor y en su muerte, con lo cual se conjugan múltiples elementos simbólicos, tanto objetivos como subjetivos.

Esos elementos simbólicos que afloran con fuerza propia en la semana santa de los salvadoreños como parte de la acción ritual (tiempo, espacio, imagen, cosas, personas, anécdotas, milagros, creencias y hechos), logran el milagro social (en términos sociológicos) de juntar la cotidianidad mundana del presente (el tiempo del sufrimiento) con la cotidianidad divina que no se rige por el tiempo (la promesa del paraíso) y por eso, son y no son, están y no están, al mismo tiempo. Todo lo anterior se recrea en un espacio dado que, en este caso, es El Salvador: sus calles de la amargura que son callejones sin salida; sus iglesias como Calvarios sedientos de mártires y agonías; su parques públicos como templos derribados sin la opción de ser reconstruidos en tres días; sus rincones como desiertos feroces carentes de caminos a Roma o a Los Ángeles; sus colinas como pancartas que amenazan. Los salvadoreños viven –o suponen vivir- esa proyección sociológica en la cotidianidad mundana sojuzgada, día y noche, por el capital, una lamentable cotidianidad que es un espacio de muerte, violencia y sacrificio y que se enfrenta a otro espacio subjetivo que es sagrado, que es el lugar de la vida eterna y de la reconciliación con todos, o sea con los vivos y con los muertos; con los mortales y con Dios.

Las imágenes y los objetos del ritual católico –en tanto símbolos de proyección- son un trozo de madera en forma de persona, que se convierte en persona por el poder de la fe; un manto sagrado que hace milagros con solo tocarlo; una cruz en la que cabe todo el dolor del mundo y ciertamente caben todos los pecados; unas matracas desabridas que imitan los estertores más fieros y agudos emitidos en colectivo; las chicharras que evocan rezos clandestinos; los soldados romanos que, por sus gestos y acciones opresoras, son idénticos a los soldados y policías modernos; el incienso de olor denso que le da un halo de misterio indescifrable a los rituales, etc. Es precisamente, esa proyección la que hace que las imágenes y objetos sean lo que son y sean otra cosa muy distinta, al mismo tiempo: el hijo de Dios caminando y compartiendo con los hombres convirtiendo en sagrados hasta los pecados más atroces.

En última instancia, en la semana santa lo que se busca es la salvación a partir de una tragedia que se recrea fielmente, para poder transportar a los salvadoreños al pasado fundacional de sus creencias religiosas. Pero, en el imaginario, no se trata únicamente de dramatizar los hechos o contar la historia de forma lisa y carente de sentimientos que tengan el poder de cambiar el comportamiento, sino de revivir y de actualizar las circunstancias del drama de Jesús, denunciando el drama que viven a diario quienes hacen de la semana santa una caja de resonancia de la injusticia social. Así de simple y complejo, al mismo tiempo.

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