Myrna Solano
Escritora
Cuando me inicié en el camino del saber, una mujer marcó mi infancia desde aquél preciso instante en que llegue a la escuela de mi comunidad. Su nombre era la señorita Tula. Con su voz fuerte y su complexión regordeta hacía suponer que tenía mal carácter pero era dulce y paciente para enseñar, aunque muy estricta cuando se trataba de poner el orden y la disciplina, era amorosa como una madre.
Durante la primera semana de clases le comente que no podría tener el libro Victoria que se necesitaba para aprender a leer, entonces se acercó a mi diminuta figura de tez oscura, sus manos gruesas tomaros las mías, tan frágiles y minúsculas para mis siete años de edad y al tiempo que soltaba una carcajada ruidosa se acercó a mí y dijo: “no te preocupes” “yo te ayudaré y tú vas a aprender como todos ellos” señalándome al resto de mis compañeros de clase. Días después yo muy orgullosa le mostré aquel primer y único libro de cuentos que recibiría en la infancia como un regalo muy preciado de la tía Ana.
Ya tengo un libro le dije: ella lo tomo entre sus dedos y me respondió: Puedes aprender a leer con él, trae una silla, leeremos en los recreos. Casi cuarenta años han pasado pero yo aún recuerdo el humo que con malicia se revolvía y escapaba fragante de su enorme taza de café mientras me enseñaba a leer. Sus dedos guiaron mi lectura palabra por palabra, las silabas las aprendía en el pizarrón. Allí entre dragones y flores yo descubrí a la princesa que llevaba dentro, al genio que debía imitar y quería volar en busca de mi destino. La flor de loto era un enigma en los cuentos que al lado de mi maestra aprendí a leer.
La hermosa pasta brillante y las lindas figuras del libro Victoria no tenían nada que envidiarle a mi hermoso libro de cuentos donde los dragones escapaban de entre sus hojas en busca de los niños perezosos y yo no debía ser uno de ellos, yo quería aprenderlo todo aun cuando muchos dudaban de que pudiera hacerlo. Con mi cuadernito sencillo de hojas amarillentas y un lápiz en un morralito de hilo de colores emprendí el rumbo del saber, con mis colitas de macho adornando mi espesa cabellera y los zapatitos bien lustrados corría hacia la escuela donde me juntaba con otros niños dispuestos a saber todo lo que se necesitaba para el futuro. El tiempo corrió veloz y al igual que la señorita Tula yo también enseño en las aulas a pesar de que las nuevas generaciones fácilmente olvidan quien les aporta el conocimiento, al maestro que se prepara para que sus alumnos le superen y lleguen a ser los profesionales que la patria necesita. Como olvidar a la señorita Gertrudis, su tiempo y dedicación extra por enseñarme, como no recordar mi libro de cuentos y el enorme pedazo de semita mieluda que aunque nunca me compartió, fue testigo mudo de mi hambre de saber.