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La sociedad como profecías “plaga post” (1)

René Martínez Pineda
Sociólogo, UES

Estamos contemplando una democracia electoral al borde del abismo más escabroso; sí, al borde, pero no condenada a lanzarse al vacío, todavía, gracias a que el pueblo quiere refrendar el ritual sufragista con nuevas ilusiones (válidas o no, eso es lo de menos) y, a partir de ellas, reconstruir los conocimientos y comportamientos colectivos que le regresen la sonoridad y visibilidad que lo muestra como el enorme grupo de personas históricamente oprimidas por un capitalismo que solo funciona cuando aplasta su dignidad y resistencia como pueblo, usando para ello la magia retrógrada de los coeficientes electorales o una cuña del mismo palo. Sin embargo, hasta 2018 esa resistencia no estaba dada ni acoplada como sujeto social, sino descolorida y rota como bandera lujosa de mala calidad, debido a que muchos partidos de izquierda (que nacieron con inspiración socialista revolucionaria) hoy son antipopulares y excluyentes, lo cual pasó desapercibido porque algunos sindicatos y organizaciones sociales fueron cómplices o buenos imitadores de ese proceso que podemos llamar “dolarización de las dirigencias”, dirigencias que, en el límite reaccionario, afirman que el pueblo que ya no los apoya es ignorante, (mas no lo era cuando votaba por ellos), olvidando que la premisa más hermosa de la teoría revolucionaria es que “la cultura política del pueblo es el reflejo directo de sus condiciones de vida si se junta con el vanguardismo de los líderes”.

En esa realidad heredada –no elegida a conveniencia- alejarse del borde del abismo sociopolítico sólo es posible con la formación de un fértil movimiento social y político nutrido con: militancia transectorial, multigeneracional y multicultural, tanto del mundo real como del virtual, tanto pasiva como activa; intelectuales orgánicos comprometidos con la justicia social; y dirigentes populares honestos y cotidianos, todos ellos construyendo el cambio histórico (ese tipo de movimiento social que siempre surge como una “pre-izquierda” compuesta de variadas y hasta antagónicas posturas ideológicas, tal como pasó en los 70s y 80s) que refunden el Estado como sujeto social y la política como práctica formativa comunitaria, al tiempo que democraticen la democracia y hagan revolucionaria la revolución, o que, al menos, la revolucionen para que la impaciencia no sea un argumento electoral.

La afirmación anterior, propia del casi extinto utopista social que nunca pierde el optimismo, cae en lo que puedo llamar “nostalgia sociológica”, esa impresión que se quiere convertir en consejera electoral para darle otro rumbo a la sociedad que el capital trata de imponernos usando la incertidumbre pandémica como coartada cultural. No obstante, el futuro inmediato inicia en el presente ideológico y simbólico, no en el presente cronológico lineal. En ese sentido, el siglo XX en El Salvador inició el 10 de enero de 1932, y el siglo XXI el 21 de marzo de 2020, o sea desde el primer día de la cuarentena que, de la noche a la mañana, sacó a la luz tanto el ruin talante de los políticos corruptos sempiternos, como la perversidad mercantilista de los patéticos magistrados de lo constitucional (en su papel de Cerbero) y la ferocidad neoliberal que quiere meternos en el capitalismo digital que es mucho más alienante, impersonal y excluyente que el industrial y financiero. Ciertamente, ocho meses de vivir –o de no morir- en cuarentena son suficientes para mostrar que los meses futuros serán contados y sufridos con los “días-luciérnaga de la peste”, pues se encenderá y apagará el confinamiento y el distanciamiento físico, los cuales siempre tendrán como víctimas predilectas a los que, a pesar del millón de promesas electorales, no han dejado de ser los más vulnerables, los más pobres, los más jodidos, los más feos, los más rompidos.

Ese período de los rebrotes pandémicos “después de la peste oficial” abrirá, como todo período histórico relevante, varias profecías (que no escenarios posibles) entre las cuales el pueblo va a decidir la ganadora. Una de esas profecías es la de “la sociedad del noveno círculo” signada por la impotencia ciudadana y la traición de los iguales, y en la cual las pestes recurrentes y las privatizaciones indecentes son un destino social inamovible que irá dejando nuevas normalidades que son viejas. Por supuesto que cada nueva normalidad será el viejo infierno para la inmensa mayoría de la población. Si con las nuevas ilusiones absolutorias las cosas no cambian -cambiando la lógica política basada en la corrupción, fraude e impunidad que asesina utopías sociales- cada una de esas nuevas normalidades del viejo infierno estará dominada por el hambre cotidiana y por las pandemias de la pobreza y de la desigualdad social y, además, por la profusa hojarasca de comunidades que seguirán viviendo en el medioevo; de cavernas como vivienda; de trabajadores de la calle que están en la calle; de jóvenes buenos con alcaldes malos; de muchachas formales en su comportamiento que seguirán siendo seducidas por el sector informal o serán víctimas de la educación virtual que, para decirlo con palabras populares, “no se tienta el corazón para excluirlas”. Esa es, sin duda, una profecía cacotópica que preocupa a los sociólogos críticos por la cacofonía de los males sociales que hacen vivir la pobreza en todos sus sinónimos y redundancias. Entonces, la nueva normalidad de la que se habla y se seguirá hablando (con la intención de domesticarnos) significa regresar a las condiciones de vida que ya tienen a las personas tronándose los dedos por las noches porque, víctimas de la ilusión y la buena fe, han olvidado cómo hacer tronar las bombas de la lucha revolucionaria desde nuevas trincheras, porque las trincheras cambian (entiéndase por ellas partidos políticos), no así el enemigo y la bandera que se ondea (utopía social).

La otra profecía es la que llamo “el nuevo mundo feliz” -reverencia a la preclara novela de Huxley, de 1932- haciendo alusión a la pretensión de los políticos de la política inerte de que todos estén felices en la situación en la que viven y que no quieran cambiarla ni un ápice. Producto de la pandemia que revitalizó al Estado -en su labor de proteger la vida-salud y financiar “los parones económicos”- las clases dominantes sintieron momentáneamente el filo de los colmillos de las crisis sociales totalizadoras y concluyeron que la vida capitalista sólo puede continuar si se le da prioridad a lo virtual (poniéndose la careta del cuido al medio ambiente); si se modifican las vías de acceso al consumismo; y si todos están programados desde el nacimiento para ser absolutamente felices y obedientes y monótonos.

Es hacerle un “Photoshop” a la realidad para dar la impresión de que ha cambiado y mejorado, para impedir que la verdadera imagen de esa realidad sea conocida y provoque miedo; es cambiar la realidad como falsa o trastocada apariencia para impedir, o al menos retrasar, que la gente se subleve contra la fealdad de la desigualdad social usando como armas la protesta masiva organizada (que puede ser violenta o simbólica) y la denuncia pública, de la misma forma en que el descontento y la desilusión generada por la corrupción y la traición a los principios ha sido enfrentada con la emigración de votos.

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