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La sociología en los tiempos de la cólera (1)

René Martínez Pineda
Sociólogo, UES

El Salvador es -fuera bromas- uno de los laboratorios más especializados para construir teoría sociológica, debido a que, en estas latitudes más que en muchas otras, las ideas se van adecuando y readecuando sin perder su línea originaria dejando lecciones de pertinencia histórica. La sociología crítica enseña –y enseña bien- que las grandes teorías que tratan de comprender-transformar el mundo para instaurar la justicia social, son pertinentes solo cuando las readecuamos diariamente desde la práctica con compromiso social, lo que epistemológicamente implica que todos los momentos son revolucionarios o, en el peor de los casos, son pre-revolucionarios. Ahora bien, el principal problema de la mayoría de los sociólogos que, de palabra, se adhieren a ese enfoque, es que no son ni críticos ni militantes de nada, razón por la cual esos momentos revolucionarios no son vistos, aprovechados o potenciados; entonces, en lugar de ser los constructores de la historia somos sus devotos sufridores, y pasamos de estar: “bien jodidos pero contentos” a estar “bien contentos de estar jodidos”.

Esas afirmaciones no deben sorprender a nadie y menos a los que, por contextos heredados, tuvimos una formación marxista que, entre miedos y corajes, nos hizo comprender que no se podía “marxizar” el mundo, entendiendo ese irreverente verbo como: el delirio fogoso de creer que a Marx hay que seguirlo al estricto pie de la letra (sin decodificarlo ni actualizarlo, tanto en lo que respecta a los sujetos revolucionarios como a la mutación y ampliación constante de los instrumentos y las formas de explotación del capital) y que el mundo sigue siendo idéntico al que describió –con genialidad, compromiso y valentía- cuando estaba inmerso en la hojarasca, fabril y febril, de la Comuna de Paris.

Y es que, al no actualizar las grandes teorías de la transformación revolucionaria del mundo, nos convertimos en cómplices gratuitos del ocultamiento de las formas de opresión, explotación, discriminación y exclusión que el capitalismo va abriendo y que nos llevan a hablar de desigualdad social como una realidad más lapidaria que la de la pobreza, porque eso nos minimiza y ridiculiza como ciudadanos y porque muchas veces no se es consciente de ella; por tanto, no se puede distinguir el paraíso del infierno; el mar azul del llanto gris; la revolución de la castración; el héroe del canalla; y una pupusa de queso de una revuelta popular. Esa inconsciencia y esa ausencia en la realidad que somete, explica por qué las personas no se sienten indignadas con nada ni con nadie, aunque tengan más de mil motivos para estarlo, y aunque manejen, de forma aceptable, los conceptos sociológicos básicos.

Y es que no olvidemos que la sociología no es una diosa unigénita, debido a que la realidad es un constructo cultural multicolor (con territorialidades conflictivas e incluso antagónicas), lo que solo se puede ver desde la cotidianidad, ese lugar íntimo en el que: el fútbol es una religión sin ateos; la madre es la diosa invencible e intocable; las pupusas son más mágicas que los peces del maná divino; Judas Iscariote es el confesor de los políticos; y la casa de empeño es el burdel más visitado. El saber político y sociológico que denuncian a la injusticia -e incluso el sentido común que deambula con la próstata rota pregonando sus “cachadas”- tienen un origen y lógica distinta al saber económico que la produce y reproduce, y todos esos saberes tienen, como diría Raúl Azcúnaga, mapas estéticos y fonéticos distintos en sus significados e impactos en el imaginario colectivo. En tal sentido, la sociología necesita de otras epistemologías audaces que, por concretas, tengan racionalidades amplias, inclusivas y mundanas para reinventar -a diario- la teoría crítica de acuerdo a las necesidades de hoy para moverse entre el conocimiento y la ignorancia, así como se mueve entre pasado y futuro como tiempo-espacios que se necesitan.

En el modelo de pensamiento que nos juzga y sojuzga desde hace más de dos mil años (dicotómico por excelencia), se pueden distinguir al menos tres propuestas epistemológicas que se extienden hasta lo político: arreglar, romper o ignorar. Y es que la tensión política es también tensión epistemológica, tensión que se traduce en el surgir de las Lady Macbeth de la Sociología y los Dr. Jekill y Mister Hide de las otras Ciencias Sociales que no son leales a la fuente única de conocimiento: la realidad. Epistemológicamente, arreglar e ignorar son, al final, el reconocimiento de la validez inamovible e inalterable del caos, en tanto que considera que lo único válido es la ignorancia colectiva para aceptar vivir en una realidad incontrolada e incontrolable y aceptar que el saber, como sinónimo de orden, es privilegio de una élite política (los políticos de rancia estirpe) e intelectual (los conferencistas de lo mismo, pero con títulos encumbrados) cuyos miembros no necesariamente están emparentadas ideológicamente.

Por otro lado, tenemos el surgimiento de otro tipo de conocimiento sociológico (el que rompe y el que libera, tanto a la teoría como a la sociedad) cuyo punto de partida (lo fundacional) es la eterna dictadura de la pobreza que se funda en la existencia de clases sociales que promueven el hecho económico de que los otros no son iguales (ni deben serlo); que cosifican a los otros (que son muchos) para hacerles perder su esencia humana. Si ese es el punto de partida, el punto de llegada es la formación de una autonomía axiológica solidaria, que en el ámbito político se expresa en el surgimiento de las pre-izquierdas (como se pudo ver, en el caso salvadoreño, en 1944, los años 70 y a partir de 2017); y en el ámbito teórico se manifiesta en la formación de la sociología crítica.

No obstante, en esta lucha por la correlación de fuerzas entre tres propuestas epistemológicas hay que reconocer que el conocimiento que privilegia el arreglar o el ignorar ha dominado a sus anchas el mundo académico, hasta el punto de influir en el llamado “conocimiento que rompe” a través de conceptos impersonales e inocuos (globalización, por ejemplo) y de falacias históricas como: la revolución solo tiene un camino y una única vanguardia; la corrupción es un mal necesario que no se puede remediar; la solidaridad y amplias alianzas en el pueblo es una forma de caos que es necesario controlar o eliminar. Con el dominio total de esas falacias, el descompromiso social se convirtió en sinónimo de orden y la venta de la conciencia se convirtió en sinónimo de progreso. Por tal razón, es necesario y es urgente reinventar a diario el conocimiento que rompe y libera para que podamos asumir la conducción de la realidad como si estuviéramos tomando en nuestras manos el timón de un barco que va la deriva y cuyos tripulantes se están acostumbrando a practicar el canibalismo consuetudinario para poder sobrevivir sin remordimientos ni castigos ejemplares.

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