Álvaro Darío Lara
Escritor y poeta
Este es el título de uno de los poemas que más me impresionó, en mi lejana juventud, del poeta español Rafael Alberti (1902-1999). Un poema musicalizado, cantado por varios intérpretes, entre los que se destacan, Soledad Bravo. Escuchemos al viejo Alberti, vital, marinero eterno de todos los océanos: “A la soledad me vine /por ver si encontraba el río/del olvido./Y en la soledad no había/más que soledad sin río./Cuando se ha visto la sangre,/en la soledad no hay río/del olvido./Lo hubiera, y nunca sería/el del olvido./Ya no me importa ser nuevo,/ ser viejo ni estar pasado./Lo que me importa es la vida/que se me va en cada canto./La vida de cada canto”.
Lo que importa al final, es la vida. La vida intensa, pletórica, llama que arde en la maravillosa resurrección de cada mañana, cuando por arte de magia, abandonamos las sombras y volvemos a contemplar el cielo.
Difícil es obviar lo vivido, eso siempre nos acompaña, y por más esfuerzos de soledad suprema, no hay río absoluto del olvido, aunque para los griegos antiguos, las aguas del Lete, eran un prodigioso consuelo. Por ello, no es el camino de la negación de lo vivido lo que nos pueda dar la paz; al contrario, es asumir que lo que ocurrió, ocurrió, y nada ni nadie puede evitar lo que el arcón del pasado encierra.
La soledad es parte de la naturaleza humana, y vivida conscientemente, no debe ser causa de infortunio. La autora metafísica Muñeca Géigel, expresa: “La persona está siempre sola físicamente. Nace sola, vive sola y termina su vida en el tiempo, se transforma, sola. Cuando vivimos momentos intensos, ya sean de alegría o de dolor profundo; nos damos cuenta que no importa cuántas personas estén a nuestro alrededor, estamos siempre solos. Cuando tomamos una decisión, no importa cuántas opiniones hayamos recibido de afuera, estamos solos físicamente”.
No debemos temer esos espacios de soledad. Habitantes de sociedades ruidosas que aman el estrépito, que se refugian en un carnaval de máscaras, los seres humanos contemporáneos huimos de la soledad, porque no la conocemos, porque creemos que es sinónimo de sufrimiento, porque no deseamos asomarnos a nuestras propias profundidades, donde mora nuestra íntima verdad. Muñeca Géigel continúa: “La soledad se descubre en el SILENCIO. Mientras más nos conocemos y reconocemos nuestros valores esenciales, más espacios de soledad necesitamos; pues es, en soledad, que descubrimos nuestra ruta y todas las respuestas a nuestra vida”.
En su libro “La soledad sonora”, dice Juan Ramón Jiménez (1881-1958): “Que el lujo y el rumor se queden para otros…/a mí me basta con mi fe en las armonías, /en una estancia plácida, alejada, callada, /llena de libros bellos, con flores, encendida!” La soledad, el retiro indispensable del auténtico creador.
Por ello, reitera la escritora metafísica: “La experiencia de la soledad me lleva a experimentar la vida y la naturaleza en sus formas más vibrantes”.
No temamos la soledad, ella es portadora de inimaginables gozos, que nos preludian, la luminosa eternidad.