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La sonrisa de San Romero de América, testimonio de vida en plenitud

German Rosa, s.j.

Cuando buscamos en las redes sociales fotografías de Mons. Oscar Romero, impresiona su rostro sereno, afable, que refleja la tranquilidad y la paz interior. Y entre sus fotos aparece su rostro en algunas ocasiones con una sonrisa agradable. Cuando él encuentra niños sonríe, cuando está con su pueblo sonríe, en algunos momentos durante las entrevistas o en la homilías también sonríe, o cuando encuentra personas que le son gratas en la Iglesia.

Sonreír es una muestra de alegría, de gozo, de esperanza, de una vida sana. Aunque se puede sonreír también como una forma de “fuga mundi” o la huida del mundo…, y tal como decía Santa Teresa de Jesús: “Dios me libre de gente tan espiritual, que todo lo quiere hacer contemplación perfecta, dé donde diere. Con todo eso, le agradecemos el habernos dado tan bien a entender lo que no preguntamos” (http://www.cervantesvirtual.com/obra-visor/antologia-0/html/ae56337a-b7fe-4f04-90c7-9d005c5f21a7_3.html).

Es verdad que se puede vivir la fe como proyección en el cielo, de aquello que nos hace falta en la tierra, o convertir a Dios en una auto-creación de la razón humana, también la fe se puede vivir como un forma de alienación para soportar el dolor y el sufrimiento, esperando una recompensa futura de un reino y una vida en el cielo.

Pero cuando vemos a San Romero de América sonriendo, nos nacen las preguntas: ¿sonrió como una forma de alienación ante tanta injusticia y una manera de huir ante la violencia en el contexto de la confrontación bélica, la crisis política, la desigualdad socioeconómica, la pobreza y la miseria humana, etc.? ¿Sonrió como expresión de “fuga mundi” o una huida del mundo ante la misma amenaza de muerte de la que fue víctima, porque estorbaba a quienes él mismo denunció por el mal que realizaban? Cada vida lleva en sí misma la muerte, y más en nuestro contexto, dice la sabiduría popular. Y, al mismo tiempo, cada vida lleva en sí misma resurrección, dice la fe cristiana. De hecho, nuestra vida es un átomo de eternidad. ¿Qué es la eternidad? Es la posesión ilimitada, plena, simultánea y perfecta de la vida. Nuestra vida está abierta a la plenitud y la eternidad. El cielo y la tierra son permeables entre sí.

San Romero de América sintió latente la amenaza de muerte, vivió la experiencia del crucificado en medio de su pueblo, sin embargó, sonrió con una alegría muchas veces inexplicable para quienes no tienen una fe en Jesucristo Crucificado. El Dios del Evangelio es el Dios crucificado, y solo un Dios que sufre, puede ayudar y salvar a un pueblo sufriente. El Dios crucificado es el Dios de la plenitud de la vida. Así lo expresa el teólogo Jürgen Moltmann: “La cruz y la resurrección de Jesucristo van a la par. No existe una oscura teología de la cruz, sin el sol de la resurrección que surge en el Gólgota detrás de la cruz. No hay percepción alguna de la noche del Getsemaní sin el alba de la Pascua. Sin la resurrección Getsemaní y Gólgota, serían solamente una de las innumerables tragedias de la vida humana. Pero sin Gólgota la Pascua sería solamente una fiesta de primavera de la naturaleza” (Moltmann, J. 2016. Il Dio vivente e la pienezza della vita. Bescia, Italia/UE: Editrice Queriniana, Brescia, pp. 72-73).

El anhelo profundo de eternidad que palpita en los corazones humanos y los sueños o las utopías de la vida en plenitud, ocurren porque la vida humana es al mismo tiempo divina, abierta a la eternidad y al infinito (Cfr. Moltmann, 2019, pp. 78 ss.). Hemos sido creados de la nada para la eternidad.

Sonreír es una expresión de alegría por la felicidad de vivir, que nos lleva espontáneamente a la rebelión contra la vida destruida de multitudes. La sonrisa es la protesta contra el sufrimiento de este mundo, y no es otra cosa que el ardiente anhelo de un mundo feliz. Sonríe quien no acepta el dolor inocente y la vida destruida, como destino causados injustamente. La esperanza en otro mundo mejor y posible es lo que hace que no nos resignemos a esta situación. No acusamos a Dios por el sufrimiento de este mundo, pero en el nombre de Dios protestamos contra el sufrimiento y contra quienes o contra aquello que lo causan (Cfr. Moltmann, 2019, p. 104).

La vida es más fuerte que la muerte y la alegría es más fuerte que el dolor y el sufrimiento. Primero amamos, después sufrimos y la esperanza precede la desesperanza, también la alegría se impone al sufrimiento. ¿Por qué es más fuerte la alegría en el ser humano que el sufrimiento? porque en el dolor queremos que éste pase o se termine aquello por lo que sufrimos, lo más pronto posible. Por el contrario, en la alegría queremos que permanezca aquello que nos hace tan felices y que sea para siempre.

En definitiva, la fe cristiana es una fe de la alegría. Es verdad que en su centro está la pasión y la muerte de Jesucristo en la cruz, pero detrás del Gólgota surge el sol de la resurrección, porque el crucificado ha aparecido en la tierra con el esplendor de la vida divina y eterna, porque comienza la nueva y eterna creación de la humanidad y del mundo. El Crucificado es el Resucitado. Por eso los sufrimientos son transformados en alegría y la muerte es elevada a la vida, que es vida en plenitud y vida eterna… El encuentro con Jesús resucitado, hace arder el corazón de alegría como lo vivieron los discípulos de Emaús (Lc 24,13-25). Es así como el luto se convierte en fiesta. Con la resurrección de Jesucristo todo está pleno de luz: el cielo y la tierra y también el reino de la muerte. La resurrección rompió los muros y las fronteras de la muerte (Cfr. Moltmann, 2019, p. 83).

Mons. Romero no sonrió como una expresión de “fuga mundi”, sino más bien como fruto de una vida profética instalada en la realidad histórica de El Salvador. Contempló a Dios en el pueblo crucificado y también asumió el martirio, como el camino del discípulo y el apóstol que anunció el reino de Dios que predicó Jesús de Nazaret, en presencia y en contra del mal y de la injusticia del país. San Romero de América, sonrió porque tuvo como horizonte un país en el que puede reinar la justicia, la fraternidad y la paz. Mons. Romero sonrió como un verdadero profeta, que supo y tuvo fe que la muerte no tiene la última palabra y que la vida es más fuerte que la muerte, que la alegría es más profunda que el dolor y el sufrimiento porque la esperanza es más grande que la desesperanza. Mons. Romero sonrió porque conoció internamente a Jesucristo crucificado y resucitado, por eso dijo aquellas palabras inolvidables: “si me matan resucitaré en el pueblo salvadoreño”. Y así ha sido y así será para siempre.

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