Mauricio Vallejo Márquez,
Escritor y coordinador Suplemento 3000
Se vuelve lenta y absurda la tarde. A pesar de su inmensidad y valor, cada instante es mejor que lo que viene o lo que fue.
No sé si la figuro diferente a cuando era niño, porque el encierro en mi habitación se convertía en uno de los mejores viajes que está guardado en mi memoria, y era precisamente por la tarde. Sentía que el tiempo estaba detenido.
Tras las horas de estudio llegaba a almorzar y prontamente a sacar mis juguetes, porque el viaje debía seguir. A veces olvidaba hacer mis tareas por estar poniendo mi cabeza a imaginar tantas cosas. No jugaba directamente a elaborar series de caricaturas con los muñecos que tenía, sino que elaboraba historias con todo el collage que tenía. Prefería jugar a elaborar historias y no esos juegos tradicionales, aunque también participé en ellos.
Tenía muñecos de Star wars, de la WWF, GIJOE, de series que desconocía gracias a un viaje que hizo mi abuela Josefina a Miami, de donde me trajo esa constelación de juguetes. Los personajes tenían otros nombres para mí, así como otra forma en mi mente. Jugaba solo, aunque a veces tenía como compañero de juego a Jaime Escobar, o a Raúl Avelar, o a Fabio Portillo. Pero la mayoría del tiempo jugaba solo, y para no perder el hilo de lo que hacía poco a poco fui escribiendo y dibujando esos personajes que aunque ya no tengo muchas de esas anotaciones, viven en mi mente.
De ahí, me atrevía a salir al patio. Me encantaba ver el cielo y sentir la brisa, me imaginaba todo tipo de historias entre la vegetación, la hierba seca durante la época sin lluvias, y la hierba larga con sus charcos. Todo era material para soñar.
Mientras crucé la adolescencia seguía jugando, en esos años la colección había aumentado. Pero mi nuevo compañero de juegos tenía muchos más: Rafael Mendoza López. Con Rafa hicimos guiones en conjunto, y nos atrevimos a elaborar paquines (gracias a uno de ellos nos ganamos un castigo en el colegio), pero lamentablemente crecimos y poco a poco la vida nos fue distanciando.
Hoy ya no tiene importancia eso, poco a poco lo fuimos descartando para vivir en medio de las obligaciones de trabajar para comer y alimentar nuestra prole. Ya todo es diferente y lleno de cotidianidad y competencia, un grito que de tanto oírse se vuelve silencio. De pronto entre la monotonía de la tarde, me percato que me olvidé de vivir, de sentir la música del atardecer, de buscar forma en las nubes, de ser propio en mi paso de las horas. Y entonces me prometo de nuevo volver a jugar, y lo olvido.
Así me quedo con la esperanza de seguir soñando, aunque los días me prohíban hacerlo.