Por Mauricio Vallejo Márquez
De verdad que ser un artista en El Salvador es una tarea titánica, ya no se diga ser un buen artista. Y el asunto parece no ser culpa de la sociedad, aunque sí. Los diferentes gobiernos que hemos tenido desde nuestra confusa independencia acontecida en 1821 poco o nada le ha interesado en que los salvadoreños tengamos artistas excelentes o sobresalientes. Perdón por la sinceridad, pero es la verdad.
Claro que han existido excepciones que terminan grabando con éxito sus nombres en el mármol de la República, pero no a base del apoyo inclaudicable de alcaldías, el Estado o empresas privadas; han llegado a sobresalir porque se han fajado en ello. Se han entregado a lecturas, prácticas, ensayos y se han autoexigido hasta lograrlo y aun así no ha bastado para lo propuesto sin lugar a dudas. Porque definitivamente la excelencia no es para los mediocres que habitan un país como el nuestro y se dejan influir por el “no se puede”, “es difícil”, “mejor me quedo como estoy” y las innumerables excusas.
El problema no sólo radica en los artistas, también sucede en el resto de profesiones donde la regla no es ser el mejor, sino irla pasando. No se busca la excelencia. Jamás me olvidaré una conversación que tuve con mi buen amigo Takahiro Kato, un japonés con corazón salvadoreño, cuando me explicaba que los japoneses no buscaron auxilio de afuera para la terrible condición en que quedó su país tras las bombas atómicas arrojadas por Estados Unidos, se dijo “la salvación del Japón es el japonés”. Y ahí tienen, de la edad media a la tecnología de punta y la excelencia. Sin duda la nación del sol tendrá sus problemas pero nadie va a negar que su disciplina proviene de ese deseo de buscar la excelencia. Mientras en El Salvador la solución improvisada e ingeniosa trasciende las décadas, el maquillaje provisional y disfrazatorio se impone y el que mienta más, se repita más y tenga más apoyo es el que va a ganar y triunfar en nuestro pandémico pulgarcito con indefinido Estado de Excepción.
Cuando recorría las calles de Tlaxcala en México me impresionó la cultura de competencia para preparar guisos deliciosos. Era un festín cada vez que iba a comer quesadillas, tacos o tortas. Me encantaba ver su dedicación y constancia, mientras me apenaba ver que en mi patria la gente se esforzaba más por aumentar su ganancia económica sacrificando la calidad de los materiales y la preparación de cualquier plato típico que se le ocurra.
Nuestra gente es un claro ejemplo de lo señalado por José Ingenieros en su libro El hombre mediocre. Personas que no cultivan su espíritu, su intelecto y mucho menos su capacidad administrativo. El salvadoreño se pliega a lo que dicen y se divierte viendo fútbol, se distrae bailando perreo y votando por el candidato que la propaganda diga que es “más cool” aunque su discurso no sea igual que sus actos. Se aleja el salvadoreño de la historia, del pensamiento crítico, del arte y consecutivamente de la excelencia. Triste, pero al parecer lo usual es vegetar en la vida en nuestro pequeño territorio que no se baña en el Océano Atlántico.
Lo bueno es que a pesar de la oscuridad que nos sume, siempre hay personas que logran sacar la cabeza del fango. Existen individuos que se cultivan y pueden pensar por sí mismos, gente que por verdadera pasión monta obras de teatro gracias a la solidaridad de los amigos, artistas que a pesar de todas las trabas sigue esforzándose para ser mejores aun sabiendo que el Estado siempre los usará para hacerse propaganda, porque saben que sus actos son los que de verdad hacen la historia y la alimentan para construir nuestra identidad. Los personajes políticos que no son genuinos estadistas y no se sacrifican auténticamente por el pueblo terminan siendo vergüenza de las futuras generaciones, pero los artistas independientemente de sus conductas dejan en su obra el legado inmortal que nos da un verdadero faro para reconstruir la sociedad con su ejemplo, y esa tenacidad es la que necesitamos.