Oscar A. Fernández O.
Los conceptos científicos como un tipo particular de herramienta, medicine no sólo sirven para comunicar las ideas, sino para dar forma al pensamiento y guiar la solución de problemas. Una vez que el sujeto se apropia de ellos, estos conceptos comienzan a mediar su pensamiento y su forma de solucionar problemas (Karpov, 2003) Por ello, el análisis de los conceptos científicos es una condición necesaria para una práctica reflexiva.
Estos breves comentarios que a continuación se exponen, se apoyan en un creciente cuerpo de literatura, que analiza la forma irreflexiva en que los discursos sobre la calidad en contextos empresariales, se han trasladado a la gestión educativa.
Calidad es una categoría polisémica, que al igual que aquellas palabras que se utilizan con todas las acepciones imaginables según la conveniencia, tales como libertad, democracia, violencia, entre otras, conforman un universo lingüístico que en lugar de aclarar, oscurece el pensamiento. “No resulta claro el significado de calidad y el término es diversamente empleado por los distintos interesados. Los estudios sistemáticos sobre la calidad de la educación son escasos y espaciados. Como resultado las declaraciones relativas a la calidad no están bien basadas, sea cual fuere el sentido en que es empleado el término” (OCDE: 1991)
El término calidad educativa ha sido tomado del ámbito empresarial, en el cual se acuñó hace algunas décadas la noción de calidad total. En un principio, calidad se utilizaba para referirse a un producto material, por ejemplo un enchufe, un martillo o una herramienta, para decir, por ejemplo, que ese destornillador era de buena calidad. Esa denominación se usaba para catalogar a objetos materiales, pero desde la década de 1980 el vocablo se hizo extensivo, vía neoliberalismo, a los “servicios públicos” en el que se incluyó a la educación.
Sobre los significados que comporta y las tradiciones educativas que promueve, la calidad plantea un campo de reflexión amplio y polémico (Vidal, 2007) que, infortunadamente, no siempre es tomado en cuenta a la hora de discutir la política, definir los programas o valorar las prácticas que tienen lugar en los ámbitos de la institucionalidad educativa.
En nombre de la calidad – adecuada o baja – se pueden hacer afirmaciones de diversos contenidos. Estados Unidos uno de los países de la OCDE más preocupado por la calidad, comienza su informe con una frase conmovedora afirmando “Nuestra nación se halla en peligro…” (Comisión Nacional para la excelencia educativa). “A nation at risk: the imperative for educational reform. 1985” En este mismo documento, el discurso norteamericano dice: “La historia no tolera a los ociosos. Hacemos frente a competidores decididos, bien capacitados y fuertemente motivados. Competimos con ellos por prestigio y por mercados internacionales, con nuestros productos y nuestras ideas…”
Podemos discutir qué es calidad para los economistas, para los empresarios, para los educadores, para los psicólogos, para los políticos, etc. En relación al ámbito educativo se habla hoy de calidad en el aprendizaje, calidad respecto a la infraestructura, calidad por objetivos, calidad del currículo, calidad por niveles, calidad para competir en el mercado, calidad de los profesores, etcétera.
Además, ¿Bajo qué lógica puede justificarse interpelar el deseo por una educación que sea mejor que la que se tiene o la aspiración a una de mejor calidad? ¿Tiene algún sentido que alguien pueda plantearse como meta u objetivo una educación que no sea de calidad o una educación que sea de mala calidad? Entonces, ¿por qué problematizar el concepto?
El tema de la calidad se ha constituido en un lugar común en el ámbito educativo, al extremo de ser una verdadera obsesión que como tal, tiene mucho de irracional. Cuál es su origen y por qué se apropia de ella el discurso institucional, son interrogantes que no se aclaran y ni si quiera se mencionan. A la luz de los antecedentes existentes, en gran medida, la preocupación por la calidad es explicada por la existencia de un mercado altamente competitivo, acompañado de un desarrollo exponencial de las tecnologías, la incorporación masiva de la microelectrónica, la introducción creciente de nuevos materiales, la propagación de ideas y presupuestos absolutistas como el fin de las ideologías y la consolidación del “pensamiento único”.
Para la ideología neoliberal los sistemas educativos y la educación atraviesan hoy una profunda crisis. Y esta crisis no es de generalización o extensión, es decir, de cantidad, sino de calidad, de eficiencia, eficacia y productividad. Tampoco es una crisis producida por la falta de recursos. Estos son suficientes, incluso más que suficientes ya que cada vez llegan a las aulas menos niños y niñas. Se trata de una crisis gerencial, de gestión, sostienen los gurúes neoliberales, cuya solución precisa un empleo eficaz y productivo de los recursos asignados, no su incremento. No hacen falta más recursos. Sólo hay que gestionar mejor los existentes y, en todo caso, utilizar la imaginación para buscar nuevas fuentes de recursos en el sector privado. (Viñago F.:1999).
En los últimos tiempos se está padeciendo una cierta fiebre, sobre la llamada “Gestión de la Calidad Total” y en la medida que es algo unido a la ola neoliberal, parece que la calentura no bajará. Máxime cuando muchos educadores, sin un planteamiento crítico de a dónde queremos llevar la escuela pública, si no deseamos contribuir a su progresivo desmantelamiento, están predicando la excelencia de dicha estrategia empresarial de gestión. No sabemos si para entrar al juego o sencillamente porque creen que la única estrategia de mejora es que «el mercado nos salve».
Esta fiebre ha llegado también al mundo universitario, donde proliferan Unidades de Evaluación de la Calidad. Y es que apelar a un deseo básico de los productores y de los clientes genera lógicas expectativas: ¿quién no desearía una educación de «calidad»?.
El problema de la calidad, planteado en términos mercantiles, no es inocente en relación con los efectos políticos que genera. De aquí que la esencia del término en el ámbito de la educación pierde precisión y se convierte en una expresión que se usa a conveniencia. Así, cada sector social, cada postura pedagógica tiene su propia versión de lo que debería ser una educación de calidad. Pretender un patrón para la educación de calidad es igual a no permitir las diferencias individuales.
A un diagnóstico que se presenta como inexorable, unas propuestas excluyentes, únicas, y unas pretensiones hegemónicas respecto de cualquier otra alternativa, corresponde una solución “natural” para todos los problemas: un orden social regulado, en teoría, por los principios del libre mercado, sin la interferencia de organizaciones tales como los sindicatos o los poderes públicos. Como suelen afirmar sus ideólogos, sólo el libre juego de las fuerzas del mercado y de la competencia puede asegurar la mejora de la calidad de la enseñanza.
En primer lugar es importante establecer que la educación de calidad responde a necesidades de un contexto específico que no puede descuidar las demandas de la sociedad y los intereses del educando; puesto que es a partir de unas y otros que se articula con las prácticas educativas, se relaciona con la teoría pedagógica y adquiere significado para los distintos actores involucrados en posibilitarla. De esto se desprende que la calidad depende, en gran medida, de las relaciones que tienen lugar en la escuela entre los actores que la conforman (directivos, maestros, estudiantes, padres de familia). Asimismo, depende de la capacidad que los mismos tienen para relacionarse con el conocimiento, con la política y con las comunidades, como también de su formación pedagógica y de su competencia para generar procesos de apropiación y construcción de conocimiento en el aula, transferibles a otros escenarios de la vida social.
La categoría calidad está contaminada con razonamientos e intenciones estratégicas, porque si lo esencial de la calidad es la diferenciación, entonces se está buscando a través de la escuela, la profundización de la dualización: por un lado los integrados y por el otro los excluidos y marginales. “Los que hablan de la calidad en el mercado siempre se refieren a la calidad para los incluidos, los integrados; nunca para los excluidos y marginales. Son estas las consecuencias políticas del discurso de la calidad, como una retórica conservadora en el campo educacional” (P. Gentile: 1994) De esto, podemos hacer algunas afirmaciones válidas. Primero, calidad para pocos no es calidad, sino privilegio. Segundo, la calidad educativa no puede negociarse como un objeto de compra-venta. La educación no es mercadería.
Consideramos entonces, que al desechar el término calidad de la educación, admitiríamos así que ésta es un derecho que no admite cualificaciones, puesto que entendemos que, o se educa a alguien o no se educa, si alguien se educa “mal” es porque no se está educando, tal vez se está impartiendo instrucciones, tal vez se está adiestrando, pero no educando.
Cuando se abusa tanto de un vocablo como el de calidad de la educación se imponen una serie de trampas terminológicas, intrínsecas y extrínsecas, cuya finalidad radica en presentar unas determinadas políticas y decisiones educativas como si fueran naturales, un resultado de fuerzas irreversibles, ligadas al mercado, un eufemismo para no nombrar al capitalismo. En ese sentido, la calidad educativa aparece como un término normal, indiscutible y que todos debemos aceptar. Sin embargo, si se examina con cuidado, lo que se imponen son unas trampas ideológicas, unas pseudo verdades de sentido común, que no resisten el más mínimo análisis.