Carlos Burgos
Fundador
Televisión educativa
–Qué deschongue armó Manuel. Todos quedamos sorprendidos – dijo Rodolfo.
Nadie creía. Manuel, try conocido por el Chato Meme, era un excelente maestro en el aula, normalista, muy entregado a su labor pedagógica. De tez morena, complexión delgada, casi no hablaba y cuando lo hacía se expresaba con voz suave. Analizaba a fondo los temas que se discutían en cualquier reunión en la que participaba.
En su hogar era amoroso. Atento y muy tolerante con su hijita de dos años de edad. En cierta ocasión que me invitó a desayunar a su casa, se sentó con la niña en la misma silla, la sostuvo en sus piernos y ambos comieron del mismo plato.
Los frijolitos molidos y los plátanos fritos estaban deliciosos. La niña, por supuesto, no podía utilizar el tenedor y lo hacía directamente con las manos, pero se embadurnaba mucho y se limpiaba en la camisa blanca y nítidamente planchada de su papá. Me quedé sorprendido de lo que miraba, pero Meme, muy tranquilo sonreía, y la niña con estimulación temprana, más le untaba la camisa.
–No hay que truncar las acciones de los niños a esta edad – me aclaró –. Se les podría reprimir sin que ellos comprendan el motivo, lo que posteriormente podría dar lugar a traumas psicosociales irreversibles.
Meme tenía muchos amigos. El viernes por la tarde, que llamaban sábado chiquito, se reunía con ellos y se dirigían a un bar a departir con las copas acostumbradas, donde iniciaban interminables conversaciones sobre diversos temas: deporte, política, mujeres, trabajo y todo lo que se les ocurría. Él casi no intervenía pero escuchaba activamente, de modo que cuando le exigían que opinara, planteaba un discurso antropológico con los elementos que escuchaba de tal calidad que lo alababan por ello.
Cierto viernes del mes de agosto, con un grupo de compañeros de trabajo, inició el vacile en bares del centro de San Salvador. Después que habían ingerido tres botellas, cambiaron de «cancha» para continuar con su tertulia de amigos. Así pasaron por los bares Bengoa, El Chico, El Alcázar y otros hasta que al final, como a las dos de madrugada, pararon en El Faro, siempre en el área de La Praviana. Aquí siguieron con su prolongada conversación, pero ya cansados, con menos animosidad.
Meme solo los escuchaba y observaba… observaba. Pero en un momento de largo silencio, en forma intempestiva se levantó de su silla y dio un puntapié a la mesa redonda, al mismo tiempo que dijo en voz alta: ¡Muy triste esta tertulia! Y salieron volando, además de la mesa, la botella, los vasos, las sodas, el hielo y los bocadillos. Al instante sus amigos quedaron sentados sin mesa al centro, pero todos se levantaron: unos reclamaban y otros reían a carcajadas. Los meseros habían corrido a ver qué sucedía.
En tanto Meme permanecía en silencio, mudo, como de costumbre, pero bastó una frase suya para desencadenar este desparpajo por la triste tertulia.
El lunes a las siete de la mañana, todos se presentaron a su trabajo, muy tranquilos, como que nadie había quebrado un plato, solo vasos que tuvieron que pagar.
–¿Y qué pasó con tu vocación de maestro y de buen pedagogo, con el deschongue que armaste? – le reclamó Rodolfo.
–Sigo igual dando el buen ejemplo en el aula y eficiente como orientador de mis alumnos. Lo que sucedió a medianoche en el centro de la capital fue un capítulo del mundo ficticio en que vivimos por momentos. Eso no se menciona en el santuario del aula que es otro mundo.
El jueves, Meme dijo a sus amigos: mañana será viernes, nuestro sábado chiquito, participaremos en tertulias alegres y no tristes, en ningún momento.
–Nos iremos a escondidas para que no nos veas, no queremos otro zafarrancho – le aclaró Rodolfo, y ambos rieron a carcajadas.