Información general del libro, del autor y de la editorial:
LA BIBLIOTECA OSCURA reúne ocho cuentos que tienen como telón de fondo a los libros: esos artefactos ingeniosos y extraños que atrapan vidas en sus páginas e influencian de maneras insólitas (como testigos o conjuros, como amparos o refugios) a quienes cohabitan con ellos. Es un libro sobre lectores y escritores malogrados o en ciernes, sobre bibliotecas y bibliófilos oscuros. Y es, a la vez, una obra de historias de conjunciones humanas, de enigmas que, a través del pretexto o la coartada de los libros y de sus autores, rinde tributo a la literatura universal como vínculo que nos une a los otros en lo cotidiano de nuestras vidas, pequeñas o grandes, justo como sucede con los personajes de esta obra. Después de todo, la buena literatura siempre ha sido la perfecta excusa para acercarnos al drama y al misterio de lo humano.
Desde la transformadora visita a la tumba de Salarrué hecha por una familia en pleno desarraigo, que recién vuelve a El Salvador, hasta los misterios de una biblioteca cuyos libros no deben leerse, pasando por el relato de una chica que lleva apuntes de lo que llama “los archivos de la soledad”, o una joven estudiante que sueña con ser escritora y que enfrenta la violencia de las maras, o unos encuentros casuales en una librería entre una actriz famosa y un cinéfilo y voraz lector, estas y otras historias de La biblioteca oscura, narradas con un estilo limpio y mesurado, siempre impecable, son tejidas con maestría por la pluma de Canjura con ese hilo conductor siempre presente de los libros y de los autores universales que retumban y resuenan como corazón palpitante en sus páginas, creando una atmósfera literaria expansiva que se imbrica a la cotidianidad de la vida ordinaria de los personajes, agregándoles, así, una nueva dimensión.
SALVADOR CANJURA es sin duda alguna un exhaustivo cultivador del género Cuento y uno de sus máximos exponentes salvadoreños. Ha publicado también en Editorial Los Sin Pisto el libro de cuentos El Trabajo infinito y en la DPI el libro de relatos Vuelo 7096.
La portada del libro es una ilustración del artista visual salvadoreño Augusto Crespín, quien ha acompañado con su arte todos los libros publicados por Canjura. Se titula también «La biblioteca oscura» y la técnica utilizada es tinta y acuarela. «Decidí interpretar el cuento La biblioteca oscura en esa técnica», expresó Crespín. «Los libros amarrados significan que el protagonista no puede ni leerlos ni tocarlos», tal como sucede en el relato que dio origen a la imagen.
Se puede encargar este libro y todos los libros de narrativa salvadoreña de Editorial Los Sin Pisto, con entrega a domicilio en todo el territorio salvadoreño, escribiendo al WhatsApp: 76824079 o al correo: [email protected]. Para el exterior, varios de los libros se encuentran en todas las tiendas AMAZON tanto en papel como en digital. Búsquelos como “Los Sin Pisto” (entrecomillado).
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Cuento del libro La biblioteca oscura, de Salvador Canjura. Editorial Los Sin Pisto
La tumba de Salarrué
No le gustaba ese país. Sus padres le dijeron que también era el suyo, que nueve años atrás había nacido ahí, pero que, por diversas razones, habían tenido que marcharse. A él no le importaban esas explicaciones. Él quería regresar a su antigua casa y volver a ver a sus amigos.
Su hermana se hundió en la tristeza desde el día en que anunciaron el viaje. Ella también rechazó la idea de sus padres. Su humor se volvió más sombrío a medida que se acercaba el día de la mudanza. Su madre no consiguió que cambiara de opinión. A los diecisiete años tenía un esquema de emociones por completo definido, alejado de convicciones ajenas que insistían en convencerla de que la vuelta a su país de origen era lo mejor.
La compañía de transportes se llevó las cajas donde habían empacado todas sus pertenencias. La familia se mudó a casa de unos amigos por una semana. Fue el tiempo que necesitaron para cerrar sus cuentas bancarias y completar las tareas pendientes. El día del adiós llenaron el vehículo con las maletas desbordadas de ropa. Salieron muy temprano de la ciudad donde habían vivido por años, y eran tantos, que los hijos del matrimonio se habían mostrado en rebeldía contra sus padres. Los pasos por las fronteras les recordaban que, a cada minuto, se alejaban cada vez más del mundo en el que habían crecido.
Por fin entraron en ese país extraño en el que guardaban sus raíces. A la adolescente le desagradó de inmediato el barullo de las vendedoras ambulantes y de los puestos de ropa que ya en la frontera le daban una pésima bienvenida. Su hermano, por el contrario, estaba hipnotizado. Percibía con curiosidad los carteles publicitarios que promovían productos que para él eran desconocidos, el color oscuro de los uniformes de la policía y la música que se oía a todo volumen en las radios de los vehículos que estaban estacionados en la aduana. No perdía detalles de los chiquillos, algunos menores que él, que cargaban huacales donde transportaban la comida que ofrecían a los viajeros.
―¿Qué es lo que venden? ¿A qué sabe? –eran preguntas que el chico hacía con frecuencia.
―¿Querés probar las riguas? –preguntó el padre, sonriente, al ver que uno de sus hijos lo había dejado en paz con el tema de la mudanza.
Se equivocó. El niño volvió a las andadas cuando se instalaron en casa de su tía, en las afueras de la capital. No le agradaba el clima cálido, la violencia de las tormentas que caían a la hora de dormir ni el sabor de la leche.
―Pero, ¡si es de la misma marca que comprábamos antes! –le reclamaba su madre―. Aquí también la venden.
―¡No, no, no! ¡No es lo mismo, no sabe igual! –replicaba el niño, y se negaba a comer su plato de cereales.
Un par de días después de haber llegado a la ciudad le presentaron a sus primos. Era una parvada de chiquillos con edades similares a la suya, pero que le hicieron añorar a los amigos que dejó atrás. Se reían de su extraña forma de hablar, pues ese día se enteró de que tenía acento extranjero. No le agradaron los tamales de azúcar que probó en el desayuno, le parecieron asquerosos. Como se quejó en voz alta con ese adjetivo, las niñas que lo escucharon lo acusaron con sus madres, quienes lo regañaron por hablar groserías a la hora de la comida.
―¡Ya no quiero nada! –gritó. Al levantarse de su asiento golpeó la mesa, lo que hizo que varios vasos de leche perdieran el equilibrio.
Su madre se disculpó con los demás y se marcharon temprano. A ella se le caía la cara de vergüenza, mientras que el niño decía, entre sollozos, que deseaba volver a su vieja casa, ver a sus compañeros de escuela y beber de la leche que tanto le gustaba. No quería ver de nuevo a sus primos, no les había simpatizado y el sentimiento era recíproco. Eran malvados, se habían portado de manera descortés, no lo invitaron a sus juegos. ¿Por qué se habían mudado a esa ciudad fea y desordenada? La gente no era amable con él, esperaban que ya supiera todos los detalles de la vida cotidiana solo por el hecho de estar en su país de origen. Por otra parte, el ruido del tráfico era insoportable. Las bocinas no paraban de sonar, incluso antes del amanecer. Odiaba todo: el pequeño dormitorio que le habían asignado, el olor espantoso de la comida que su tía preparaba y los mosquitos que lo perseguían a todas horas.
Su hermana no decía una palabra, prefería encerrarse en su habitación a escuchar música del país que idealizaba. Desde su teléfono, mantenía el contacto con su círculo de amigos, quienes hacían lo posible por crear la ilusión de que la mudanza era una etapa pasajera, un problema menor que, entre todos, podrían solucionar. A menudo, la muchacha se llevaba la comida al dormitorio y, frente a la cámara de su teléfono, se citaba con una de sus amigas. Hablaban de novios, chismes y películas que pronto llegarían al cine. Se burlaban de los profesores del año anterior y, justo en ese momento, las risas se convertían en tristezas porque ya no compartirían un aula el próximo curso. Era, en ese instante, el turno de hablar pestes acerca de sus padres, ya que no se dignaron a discutir con ella una decisión tan dramática como había sido el retorno a ese país de mierda, a pesar de saber que afectaría todos los aspectos de su vida.
La tía de los muchachos hacía cuanto le era posible para facilitar ese período de transición. Les preparaba comidas que, esperaba, les ayudaría a disfrutar de la gastronomía local. Con ello trataba de eliminar el rechazo que habían levantado hacia su propio país. Pero ellos, en especial el más joven, extrañaban cada vez más su antiguo hogar.
―¡Ya no sé qué hacer! –confesó la madre de los muchachos.
―Ya se les va a pasar cuando empiecen las clases –dijo el padre. Su tono de voz parecía tranquilo, pero en realidad estaba fastidiado por la actitud de sus hijos. Para él, solo se trataba de un capricho que tendrían que abandonar por la fuerza.
―Podemos ir a la playa –sugirió la tía–. A lo mejor comienzan a acostumbrarse si se divierten un poco.
Al matrimonio le pareció una buena idea. Organizaron el viaje para el siguiente domingo. Ese día, la familia viajó en el automóvil que había cruzado varias fronteras y que ya lucía una matrícula local. Al salir de la ciudad, tuvieron que detenerse durante quince minutos en la carretera, ya que un camión de volteo había hecho puré a dos vehículos pequeños. Al reanudar el paso, la fila de carros que se dirigían a la costa era interminable. Llegaron al hotel una hora más tarde de lo previsto, solo para descubrir que estaba repleto. Fueron a uno más pequeño, frente a una playa rocosa. No era lo que habían planeado, pero ya estaban a la orilla del mar. El niño se vistió con su traje de baño y se quedó junto a su madre cada vez que las olas se aproximaban, mientras que la joven, como prueba de su rebeldía, anunció que no había empacado su bikini. Su plan era tumbarse en una silla y escuchar música con sus audífonos hasta que llegara la hora de volver a casa. Su padre casi le dio una bofetada para desquitarse la cólera, pero prefirió alejarse de ella para no hacer algo de lo que después se arrepentiría.
De vuelta en la ciudad, durante la cena, el humor general no era el mejor para mantener una conversación. Parecía que el niño comenzaba a ceder en su empeño por regresar a su vieja casa. Le había gustado la playa y pidió a sus padres repetir la visita tan pronto como fuese posible. Pero su hermana, que se había esforzado en dinamitar el buen ambiente durante el paseo, comía lo más rápido que podía para volver a su habitación, donde se encerraría hasta la mañana siguiente.
―Se me ocurre algo –dijo la tía–. Podemos ir a dar un paseo aquí en la ciudad.
Nadie la secundó, en especial los padres de los muchachos, que seguían muy ofendidos con su hija. Solo el niño levantó la cabeza, intrigado.
―Podemos ir al Cementerio de Los Ilustres –dijo la tía. Su rostro trataba de transmitir entusiasmo a los demás, aunque solo su sobrino había recibido el mensaje.
―¿Un cementerio? –dijo el niño, sorprendido–. ¿Y qué podemos ver ahí?
―Ah, muchas cosas –la tía en verdad estaba ilusionada, era ella quien parecía una jovencita. Sus ojos se iluminaban cuando exponía el proyecto–. Podemos ver la tumba de varias personas famosas. Hay algunos mausoleos que son unas obras de arte.
―¿Y qué personas famosas están enterradas ahí? ¿Actores de cine? –preguntó el niño, quien ya sentía curiosidad por el paseo.
―Hay muchas personas: militares, presidentes y artistas. Por ejemplo, podemos ir a la tumba de Salarrué.
―¿De quién? –preguntó el niño.
―Salarrué. Es nuestro escritor más famoso. ¿Tus papás no te han hablado de él? –su tono de voz se había alterado. Había impaciencia y enojo en sus palabras.
El niño se encogió de hombros, mientras veía a sus padres para interrogarlos acerca de esa persona cuyo nombre no le era familiar. Ellos, a su vez, hundieron la cabeza en su cena, avergonzados. La dueña de casa los miró también, indignada. Se levantó de la mesa, fue a su habitación y volvió un par de minutos después con unos libros que mostró a su sobrino.
―Mirá, estos son sus libros más conocidos: Cuentos de barro y Cuentos de cipotes. Aquí en el país todos los leen en la escuela. Vos también los vas a leer dentro de algunos años.
El niño estaba fascinado con la portada de Cuentos de cipotes. En la fotografía, unos niños observaban a una persona ataviada para participar en la danza tradicional de los moros y cristianos. El ambiente parecía de fiesta, de celebración. Dio una ojeada a las páginas y, aunque ya sabía leer muy bien, no comprendía nada. No supo con certeza por qué, pero al descubrir algunas de las historias se puso a reír. ¿Qué era eso del cuento del dichoso turis turista? ¿Quién era el gringuito regalante que da zapatos y no guante? ¿Cómo es que unos niños tienen un club llamado “Chíbolis jueguis si paguis”? ¿Talnique y la Peluncia era una pareja de novios? Trató de leer de un tirón las primeras historias, pero tenía que pedirle a su tía que le explicara cada una de las oraciones. No sabía por qué, pero a medida que se adentraba en las páginas del libro, olvidaba el rencor que había acumulado en las últimas semanas. Las anécdotas de los niños que narraban esas aventuras lo hacían reír una vez que entendía su significado.
La noche siguiente, el chico seguía pegado a su tía, quien le explicaba con mucha paciencia cada uno de los textos. Ahora se reía cada vez que leía la confesión de Menchedita Copalchines, así como de los niños que planeaban la mejor forma de conquistar el amor de una niña llamada “Sugracia Ester”. Le preguntó a su tía si la visita al cementerio seguía en pie, tal y como lo habían discutido el día anterior.
―Claro que sí –dijo ella, jubilosa–. ¿Y ustedes también quieren venir con nosotros?
Se dirigía a los padres del niño, quienes no sabían cómo disimular que la idea no les llamaba la atención. El padre dijo que tenía que trabajar todo el día, ya que su nuevo jefe le había pedido ayuda y no podía mostrarse desagradecido. La madre, por su parte, dijo que había planeado una visita a casa de unas amigas de la infancia, con quienes tenía mucho tiempo de no reunirse.
La tía estuvo a punto de renunciar a sus planes. Pero decidió que, si nadie más se unía a la excursión, irían con el chico a ofrecer sus respetos a Salarrué. Se había entusiasmado al proponer esa idea y pensó que todos aceptarían, al menos como respuesta a la cortesía de haberlos recibido en casa.
―¿Puedo acompañarlos? –preguntó su sobrina.
La tía no pudo disimular su sorpresa, ya que la muchacha no había ocultado su hostilidad desde el primer minuto en que puso un pie en su casa.
―¿Querés ir al cementerio? –preguntó la tía.
―Sí. Me gustaría ir –dijo su sobrina.
Los padres de la joven se sintieron aliviados. ¿Significaba eso que por fin tendrían un poco de paz? Los primeros días después de la mudanza habían resultado más duros de lo que esperaban. Pero si el chico ya comenzaba a ceder, gracias a los libros de Salarrué, ¿sería posible que él también pudiera ayudarlos con su hija?
Llegó el día sábado y, de acuerdo con lo planeado, la tía tomó un taxi junto con sus sobrinos. La muchacha mantuvo su aislamiento gracias a los audífonos conectados a su teléfono celular. Escuchaba música en inglés y no prestaba atención al camino. Su hermano, por el contrario, pasó todo el tiempo pegado a la ventanilla. Le sorprendían los autobuses atestados de personas, el penacho de humo que dejaban tras de sí y la forma temeraria en la que los conductores atravesaban el tráfico imposible de esa mañana. Observó, cerca del cementerio, las ventas de muebles y electrodomésticos, los talleres de reparación de llantas y las vendedoras de verduras. Bajaron del vehículo en uno de los accesos laterales, justo en el momento en que una carroza fúnebre abría sus puertas para descargar el pequeño ataúd blanco que transportaba, mientras una multitud de personas, la mayoría de las cuales vestía de negro, lloraba sin consuelo en los alrededores. La tía de los muchachos les pidió que se hicieran a un lado, mientras los dolientes seguían a los empleados de la funeraria que conducían el féretro en una camilla.
La muchacha de los audífonos apartó la vista de aquella ceremonia. Su rostro delataba angustia e incomodidad por encontrarse en un lugar que le causaba repulsión. Cada diez segundos consultaba la pantalla de su teléfono. Estuvo a punto de tropezar debido a que no miraba el camino por el que su tía la guiaba.
―Guardá ese teléfono –le aconsejó su tía–. ¿No ves que aquí nos van a asaltar para robarte esa cosa?
La muchacha soltó una mueca y metió el aparato en el bolsillo trasero del pantalón. “¿A qué habrá venido esta niña?”, pensó la tía. Su cara agria y su conducta estaban a punto de convertir el paseo en un fiasco. “Por lo menos, el niño sí está entusiasmado”, se dijo. Y era verdad: el chico no mostraba temor al caminar entre las tumbas. Cada monumento era una nueva sorpresa. A lo lejos observaron a la loba que amamantaba a Rómulo y Remo. En otra senda descubrieron la estatua de una joven que adornaba el mausoleo de una mujer que, se rumoraba, había muerto el día de su boda. Dejaron atrás tumbas de militares, monjas, hacendados y políticos. Se dirigieron a una hilera de criptas menos elegantes, ubicadas a dos pasos de los límites del cementerio. Fuera de él había un océano de puestos callejeros, ministros religiosos que aburrían a sus vecinos con sermones interminables y vendedoras curtidas por el sol, con una toalla sobre uno de sus hombros, que al mismo tiempo que para espantar las moscas de la mercancía les servía para secar el sudor de las axilas.
―¿A qué hora vinimos a África? –dijo con repugnancia la muchacha de los audífonos, protegida apenas por una cerca de la multitud de vendedores callejeros–. ¿No pueden mover el cementerio a otro lugar?
La tía de la muchacha ignoró el comentario, ya que habían llegado a su destino. Observaron la tumba, muy pequeña en comparación con los mausoleos de las familias de abolengo. Rodeada de una verja de altura media, en lugar de una plancha de cemento, descubrieron sobre ella un rectángulo de tierra donde deberían crecer plantas ornamentales. En su lugar, la maleza se había apoderado del espacio y opacaba el pequeño ángel de facciones borrosas que observa desde la cabecera. Bajo los pies de la imagen, una herradura recorre e interrumpe el dominio de la hierba, con una inscripción en cada uno de sus extremos: “Amó a los niños”. “Los niños lo amaron”.
―¿Y esta es la tumba del mejor escritor del país? –dijo la muchacha, cuando volvió a la carga con sus descalificaciones.
La tía estuvo a un pelo de soltar un rapapolvo, pero sabía que su sobrina tenía razón. La tumba se degradaba día con día. Lo único que podía hacer era dedicar unos cuantos centavos para contratar a un niño que arrancara de raíz los hierbajos y diera una mano de pintura a la lápida y la cerca, al ángel silencioso y a la cruz delgada que sobresalía del rectángulo. Se sentía frustrada cada vez que regresaba a ese lugar.
La mujer levantó la vista para buscar a uno de los niños que trabajan en el cementerio, pero no los encontró. Justo en ese momento advirtió que su sobrino la tomaba de la mano.
―¿Trajiste el libro, tía? –preguntó el niño–. Me dijiste que aquí podíamos leer uno de los cuentos de Salarrué.
Casi lo había olvidado. En su cartera llevaba su viejo ejemplar de Cuentos de cipotes. El simple contacto con el libro le ayudó a levantar el ánimo. Lo abrió y comenzó a leer la historia del tacuacín filibustero y los cocos proletarios. Su sobrino reía con franqueza, mientras que su sobrina se mostraba indiferente. Su rostro no ocultaba el fastidio que le provocaba aquella escena. “¿Cómo es posible que entiendan esa jerigonza?”, pensaba la joven. No comprendía ni la mitad de lo que su tía leía con tanto entusiasmo.
Cuando la mujer dio por terminada la lectura y guardó el libro en su cartera, la muchacha observó una vez más la pantalla del teléfono. Lucía agitada, pero intentó tranquilizarse.
―Tía, me voy de regreso a la casa –dijo la joven–. No me gusta este lugar.
―Pero, niña. ¿Cómo te vas a ir sola? Tu mamá te va a regañar si regresás por tu cuenta. No conocés la ciudad.
―Me voy en taxi. Aquí tengo dinero –insistió la joven, quien no esperó más y se marchó con dirección a la salida.
―¡Niña, vení para acá! –gritó la tía, quien dio unos pasos detrás de su sobrina. Pero no había caminado ni dos metros cuando se dio cuenta de que no podría alcanzarla.
La mujer cesó en su empeño por perseguir a la muchacha. En lugar de ello, regresó con el niño, quien la aguardaba junto a la tumba de Salarrué. Buscó en su bolso el teléfono celular para informar a la madre de la adolescente lo que ocurría. Con horror, descubrió que el aparato estaba descargado.
―¡Ay, Dios! ¡Cómo trabaja el cachudo para arruinarnos la vida! –se lamentó.
De inmediato recordó que su sobrina, desde hacía algunas noches, se había tomado el trabajo de cargar el teléfono, ya que en ocasiones la mujer no lograba conectar de manera correcta el cable de energía. Comprendió que el mal funcionamiento del aparato no tenía nada de sobrenatural, sino que formaba parte de un plan que se había puesto en marcha en ese momento. Dio unos pasos hacia la verja limítrofe del cementerio. Desde ahí miró hacia afuera, con la esperanza de encontrar a su sobrina para gritarle que debía regresar. La descubrió a lo lejos, pero no junto a un taxi. En su lugar, observó que dos jovencitas bajaban de un vehículo destartalado y la abrazaban con mucha alegría. Su sobrina subió al automóvil, que era conducido por un hombre barbado. Cuando se marcharon, la tía observó que las placas del carro no eran nacionales, sino del mismo país en el que sus parientes habían vivido tantos años.
―¡Ay no! ¿Qué es lo que ha hecho esta muchacha?
Apenas tuvo tiempo de decir al niño que la esperara junto a la tumba. De su bolso sacó el libro de Salarrué y lo dejó en sus manos. Sin perder más tiempo se dirigió a la salida, en busca de la fugitiva. No recordaba cuándo en su vida había dejado de correr, pero tenía por seguro de que ese día sería la última vez que lo haría. Sin embargo, por mucho tráfico que hubiese en los alrededores del mercado, no había manera de que pudiera alcanzar al vehículo en el que huía su sobrina. Le llevaban demasiada ventaja.
Su cara se había transfigurado por el pánico, daba la impresión de ser una persona enajenada. Les pidió prestados sus teléfonos a dos vendedoras, pero ellas la rechazaron porque temían que huyera de ahí. Gritó en una esquina que necesitaba un celular, que era una emergencia. Las vendedoras, contrariadas, la amenazaron con golpearla si no se marchaba. La mujer, desesperada, caminó una cuadra más entre el tráfico en busca de un policía. Atravesó la calle de manera imprudente al ver que en la otra acera un hombre hablaba por teléfono mientras fumaba un cigarrillo. Su plan era rogarle que le prestara el aparato y, si no lo persuadía, tenía pensado arrebatárselo. Pero no advirtió que se había puesto en el camino de una moto que serpenteaba entre los vehículos detenidos por el embotellamiento. Recibió un golpe en un costado y se vio empujada hacia un autobús. Su cabeza dio contra la carrocería y después contra el suelo. El motociclista, asustado, huyó del lugar sin percatarse de que, al hacerlo, había machacado el pie de la víctima.
Varias mujeres se acercaron a auxiliar a la tía, lo que exasperó más a los conductores que estaban atrapados en el tráfico. Algunos, impacientes, bajaron de sus vehículos para indagar por qué se había formado un nudo de personas frente a ellos. En el tumulto, un par de niños aprovechó el momento para robar el bolso de la mujer herida, por lo que, al llegar la policía, nadie sabía cómo se llamaba. No había manera de identificarla. La llevaron al Hospital Nacional y la ingresaron como desconocida. Tres días después, cuando por fin recuperó la conciencia, pudo declarar acerca de lo que había ocurrido.
Mientras tanto, el niño se había quedado junto a la tumba de Salarrué. Permaneció ahí, obediente, a la espera de su tía. El sol había trepado en el cielo y quemaba la piel. Las moscas se habían vuelto osadas y buscaban sus mejillas. El ruido del mercado vecino se incrementaba a medida que se aproximaba la hora del almuerzo. Las vendedoras se impacientaban porque la ganancia era escasa, a pesar de que había transitado tanta gente frente a ellas como de costumbre.
―Es que no han pagado –razonaban algunas de las mujeres–. Faltan unos días para el fin de mes.
Dentro del cementerio, el niño observaba el movimiento en las calles aledañas. Escuchaba con atención lo que decían las vendedoras que, frente a sus canastos, intentaban enamorar a las compradoras que deambulaban junto a ellas.
―Hola –dijo una voz junto al niño, quien no había advertido que una persona se había aproximado a él–. Le limpiamos la tumba y la pintamos. ¿Va a querer?
Se trataba de una niña, un poco más joven que él. Vestía una camisa manchada con pintura de varios colores y una gorra con la visera rota. Su piel era muy morena. Del hombro le colgaba un morral que contenía recipientes, brochas y un envase de plástico. En los bolsillos del pantalón asomaban unos trapos inmundos, el complemento de sus herramientas de trabajo.
―¿Quiere que le limpiemos? –dijo la niña. Dejó sus materiales de trabajo junto a la tumba.
―No tengo dinero –dijo el niño–. Lástima, porque sí necesita pintura.
La niña simpatizó con él. Sacó los trapos de sus bolsillos y sacudió el polvo de la verja. Con una brocha removió las telarañas.
―¿Venís a ver a un pariente? –preguntó la niña, y señaló con la mirada a la lápida.
―No –contestó el niño–. Mi tía quería venir porque aquí está enterrado un escritor que le gusta.
―Ah. ¿Y qué escribía? –preguntó la niña. En alguna ocasión le habían dicho que en el cementerio había tumbas de personas famosas, pero creía que se trataba de estrellas de televisión.
―Él escribió este libro –dijo el niño. Señaló el texto que tenía en la mano–. A mi tía le gusta mucho. Yo lo leí y me gustó también.
La niña observó el ejemplar y no dijo una palabra. “¿En verdad este niño lo leyó todo?”, pensó. No era muy grueso, pero la idea de que una persona pudiese leer todas las páginas de un libro le parecía extraña. En su escuela nunca le habían pedido que lo hiciera. La biblioteca estaba en una habitación angosta, con estantes pegados a la pared, donde descansaban de manera desordenada antiguos textos escolares, guías de lectura y unas cuantas novelas polvorientas que habían llegado ahí quién sabe cómo. La mujer que hacía las veces de bibliotecaria se pasaba el día con la mirada en el periódico o en su teléfono celular, nunca había visto que tomara uno de los volúmenes para leerlo de la primera a la última página.
―¿Querés que te lea algo? –preguntó el niño.
Sin esperar una respuesta, buscó dentro de los cuentos uno de los que más le gustaba, el de Canutío, que se asomaba por la ventana de una niña linda y le mostraba la lengua haciendo “¡Hemm!”. Mezclaba la lectura con risas que soltaba cada vez con mayor frecuencia, como si una mano invisible le hiciera cosquillas. La niña, mientras tanto, no entendía mucho de lo que el chico leía, pero su risa la contagió poco tiempo después. Cada expresión ingeniosa, cada desventura del niño que sacaba la lengua en la ventana, era acompañada por las risas que se habían transformado en un doble testimonio de aceptación hacia el libro de ese escritor cuyos restos yacían junto a ellos. Las voces del mercado vecino servían de complemento a los diálogos del texto, nacidos en una época ya fallecida, pero que surgía de nuevo cada vez que el niño emprendía la lectura de otra historia.
A las dos de la tarde compartieron unos salpores que la niña llevaba en su morral. Bebieron agua de un chorro ubicado cerca de la entrada y volvieron junto a la tumba de Salarrué, ya que el niño no quería desobedecer a su tía. La niña fue a trabajar, pero regresaba cada cierto tiempo para hacerle compañía. En uno de esos encuentros compartió con él una pupusa de queso que le había regalado uno de los vigilantes.
―Es un primo de mi papá, por eso me regala comida –dijo la niña–. Y ahora, ¿qué otro cuento vas a leer?
―El del cangrejito descarriado –dijo el niño–. Ese es bien chistoso.
Una pareja de ancianos le pidió a la niña que limpiara una tumba muy grande, cercana a la de Salarrué. El niño la acompañó a hacer el trabajo. Juntos terminaron en la mitad del tiempo acostumbrado. El chico, al concluir, observó sus manos con restos de pintura blanca.
―Vaya –dijo a la niña–, ya tuve mi primera aventura. Ahora solo falta que alguien la escriba.
La chiquilla se rio. Regresaron a la tumba de Salarrué y la limpiaron por completo, removieron la maleza y pintaron el ángel y la cruz. Después se sentaron a un costado para continuar la lectura. Al final de la tarde, cuando ya estaba por cerrar el cementerio y los empleados municipales informaron a los visitantes que debían abandonar el lugar, la luz del sol ya no molestaba los ojos de los niños al reflejarse en las páginas del libro.
―¿Y qué vamos a hacer cuando se acaben los cuentos? –preguntó la niña, con cierta ansiedad.
―Es un libro con muchas páginas –contestó su amigo–. ¿Creés que vamos a terminar de leerlo hoy?
―No sé –dijo la niña–. Pero en algún momento se van a acabar.
El niño se quedó unos segundos sin palabras, pero luego su rostro se iluminó con una sonrisa.
―¡Ya sé! –dijo, mientras la tomaba de la mano–. Cuando se acaben, nosotros vamos a escribir más cuentos. Con este libro ya aprendimos cómo hacerlos, ¿verdad?
La niña compartió su alegría. Se volcaron de nuevo sobre el texto, pero ya en sus cabezas fluían las ideas con las que deseaban llenar muchas páginas en el futuro. Mientras tanto, afuera, las vendedoras llamaban a las personas que pasaban junto a ellas en la última hora de la tarde. Era el momento de ofrecer la mercancía con rebaja, con tal de obtener unos centavos más para llevar a casa. ¿Cuánto va a querer, corazón? Venga, que le hacemos precio. ¡A siete por un dólar! Venga, aquí le tenemos lo que busca.