René Martínez Pineda
Buscando ideas para romper los paradigmas sociológicos, porque él aprendió que los paradigmas se rompen en los márgenes, se puso a leer, una semana antes, la última novela de Saramago: “La viuda”, un relato de 1947 que vio la luz hasta 2021, y que él supuso, por las literarias mañas del portugués, trataba sobre un asesinato pasional en do mayor. Las múltiples ocupaciones y un dilema familiar atroz lo obligaron a dejar la lectura por unos días, sin embargo, movido por una urgencia que no podía explicar con palabras mundanas, esa noche volvió a zambullirse en sus enrevesadas páginas cuando todos en casa se habían acostado y el silencio era su única compañía y cómplice; se dejó seducir por la trama de forenses resoluciones que le parecían suyas, y por el bosquejo al menudeo de los personajes con diálogos magros, hasta que se quedó dormido.
Despertó a las cinco de la mañana con la novela en las piernas… seguía en el sofá. El día fue ajetreado; por la mañana lidió con las estupideces doctorales del director; al mediodía saboreó la hiel del dilema familiar que lo tenía aturdido; y por la noche, después de mandarle un correo entrañable a su hijo que estudia una maestría en Alemania, y de discutir con el alcalde -un viejo amigo con el que militó en la guerrilla, treinta años atrás- una cuestión de revoluciones culturales y anexiones gastronómicas, retomó la novela en el sosiego de la sala que usaba como estudio, cuya ventana con cortinas luctuosas tenía puestos los ojos en el rumor del parque de la Monpegón, una colonia de gente acomodada si la comparamos con los que ganan el salario mínimo.
Apoltronado en su sillón favorito -el único sillón de la casa, la verdad sea dicha- le dio la espalda a la puerta como si con eso frenara los ruidos inoportunos que lo sacarían a patadas de la lectura como intrusos predicadores sin testigos. Con la mano derecha tomó el café y, con la izquierda, acarició, una y otra vez, el satín blanco de su gatita y, abstraído, se puso a leer las últimas páginas que contenían las claves deductivas de la viudez dolosa. Como cuando estudiaba para un examen de pensamiento político griego, su memoria retenía sin esfuerzo los nombres, imágenes y susurro criminal del protagonista, alguien que le parecía más familiar a medida que avanzaba en la lectura; la ilusión literaria desde la perspectiva del lector conquistó su imaginario al reproducir la trama, pero con él como impune autor material.
Como en los días anteriores, esa noche gozó del placer siniestro de ir sacando con pinzas cada párrafo para colocarlos, cuidadosamente, en la rara cotidianidad de su sala, acomodando redundantemente la cabeza en el suave bulto del respaldo, y, de cuando en cuando, estirando la mano para asegurarse de que los cigarros seguían ahí, listos para el suicidio, y fue entonces que vio que, en el otro mundo que la ventana permite ver sin tocar, los rayos de la luna jugaban escondelero con los eucaliptos y con los trabajadores que, cabizbajos, venían de hacer horas extras sin pago extra.
Letra a letra, fue sometido por el dilema carnal de los héroes y antihéroes que se aman y odian al mismo tiempo. Dejándose llevar por los puntos suspensivos hasta el predio en el que las imágenes difuminadas hacían un pacto entre sí para aparentar vida, más allá del imaginario del libro y el de su mente, se vio a sí mismo como testigo y actor del último embate en una habitación anónima, de esas que se alquilan para no existir. El hilo de la novela marcaba el ritmo de un antes y un después, de un ahí y un acá. Todo estaba previsto por el autor y retomado por el actor. La mujer entró temerosa, como si la llevaran por la fuerza, como si no hubiera hecho lo mismo cien veces; el hombre puso los cigarros sobre la mesita de noche y le rehuyó a su rostro que se reflejaba en los sesenta y nueve espejos, un rostro con odio, con miedo, con amor, con vergüenza, todos los sentimientos juntos en un espejo. Por instinto de sobrevivencia ante un peligro inesperado, o por la costumbre de la repetición, la sangre le subió al rostro a medida que desgajaba su lengua sobre él, del cuello hacia abajo, mejor abajo, pero esta vez él –que por ratos era el que leía la novela, y un minuto después era el otro- parecía no sentir nada, la alejaba, no había ido a revivir el ritual del apareamiento prohibido en un lugar sórdido y de mala muerte sólo para peatones, y entonces se sintió metido en las páginas –o fuera de ellas- para ser él quien estaba resolviendo el dilema.
El cuchillo se puso o se pondría frío y rígido en su mano, a pesar de que un chorro de sangre tibia se deslizaba o deslizó por el filo y de que aún latía desesperado un corazón en la punta. Se pondría, se ponía, se puso… ya no sabía en cual tiempo de conjugación verbal estaba leyendo o actuando. Una charla baladí y ansiosa zigzagueaba por la última página como un río de ratas seductivas, y sintió que todo estaba decidido. Las furiosas caricias que recorrían el cuerpo del hombre, para someterlo o convencerlo de detenerse, eran una prueba de que el secreto había sido descubierto y que estaba a punto de ser vengado, ya no sabe si en el libro o fuera de él, ya no sabe si con ella estaba el amante o el lector. Todo había sido develado: excusas por llegadas tardes, olores fuertes empapados en la piel, miradas perdidas y suspiros fugaces en momentos inoportunos. Al salir del lugar en el que se resolvió el dilema, cada minuto debía tener una justificación y razón de ser, y eso fue repasado en su mente durante horas. La madrugada empezó a desprenderse de la noche.
Ella se quedó en la cama con la mirada inerte y el cuerpo desnudo y temblando en solitario por no haber conseguido, como las veces anteriores, las erupciones soñadas. Desde la puerta, él se volvió para verla por última vez, para imaginarla saliendo del baño con el pelo húmedo y la entrepierna pulsando por él, sólo por él. Huyó del lugar parapetándose en los eucaliptos para no ser tocado por la neblina brillante del alba de la calle que llevaba a un sillón. Los perros deberían callar, pero ladraron. Abrió la puerta. Aún podía oír la sangre cayendo en el suelo, aún sentía en los ojos las súplicas de la mujer: primero, un perdóname; después un pujido sordo. Nadie estaba en la sala. Nadie en el dormitorio, nadie en el jardín. Entonces se vio a sí mismo dormido en el sillón. Tenía un puñal ensangrentado en la mano, las ventanas cubiertas con cortinas negras, la cabeza en el sillón leyendo la última página de la novela en la que él era el asesino como espectador del asesino.