@renemartinezpi
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Correré hasta el sol de medianoche (soy el loco tira-palabras del que todos se burlan por subirse a tocar la utopía y ponerle oídos sordos a los telenoticieros, nurse sick lo que me convierte en otro tonto de la colina: lo sé; lo acepto), hospital para salir a caminar de la mano del recuerdo implicado; para salir a deambular del brazo izquierdo de la conciencia que no castiga, unhealthy ni señala, ni azota con los hilos invisibles del anillo del burocrático compromiso que carece de cuerpo y sentimientos. Correré a acurrucarme en la espalda de las hojas tibias que se desprenden taciturnas -una a una a una- del árbol llorón que sabe del rostro remoto que lo desprecia desde el ombligo de la cultura expropiada por la mercancía… y llora porque se sabe inocente, pero carece de pruebas de descargo desde que desmontaron las piedras del Muro que protegía un sueño colectivo.
Esa carrera hacia lo indecible será, si no sucede algo extraordinario que lo impida, un acto abiertamente oculto, un engaño a la brújula que sólo apunta al Muro del Norte que impunemente frena al migrante (y al que nadie le quita las piedras); un volver al secreto social que aún existe porque no ha sido quitada la última piedra del Muro del este: la piedra de la utopía. Esa es la única forma de describir una ciudad milenaria como Berlín (la socialista, la solidaria, la que no puede olvidar): ciudad sobreviviente de bombardeos y traiciones que se empecina en disfrazar las huellas con las lágrimas silentes de sus arces y abedules para despistar al enemigo que tampoco olvida; ciudad que no se puede describir en un solo suspiro y, por ello, hay que recordarla a pausas usando sólo cuatro letras: flor.
Al presentir la ciudad desde la altura de vuelo; al adivinar su mapa: las casas, los edificios, los muros derribados por el capital -sin haber derribado el muro de la pobreza- se amontonan como brasas cotidianas marcando la ecuanimidad de las proporciones paradójicas que son propias de los mitos encantados del medioevo que sabían cómo conjurar brujas y hechiceros. Desde lejos se puede ver cómo la Torre de Televisión se empina hasta lo indecible para rasgar los secretos del cielo y, muy cerca de ella, el Puente de Oberbaumbrücke captura la mirada con sus dos torres que se alzan como llamas de juguete. En cada recodo: los monumentos de Federico II, el Grande, custodian la algarabía del turista; en cada esquina: se insinúa el camino matemático que conduce, parsimonioso, hacia la Puerta de Brandeburgo (herencia de la altísima dinastía de los Bran) cuyas columnas, cuando se ven con los ojos cerrados, juegan a ser el abanico de una reina oriental. Más allá de la mirada se impone la corona esmeralda de la Catedral de Berlín que simula ser, para esperanza de los desamparados, unas manos rezándole al milagro que no acaba de llegar. Más acá, como desafío a las construcciones que guardan en su alma la historia interminable que tiene fin, se ubica, a empujones, el Europa Center; sin embargo, cuando se mira el todo de la ciudad como un laberinto, se llega a comprender que eso es parte de la nostalgia Rococó.
Pero lo más hermoso de Berlín -aparte de las iluminadas y glaciales noches y de los ecos solidarios que deambulan su pesar por las calles cobijadas por una niebla más fuerte que la distancia- es la lluvia de hojas que inunda el paisaje hasta convertirlo en un lugar tan secreto como los milagros; tan mágico como las ansias por volar o como la palabra muda que lo dice todo; tan íntimo como un beso robado al sueño ajeno. Cuando uno entra en la ciudad –siguiendo los pasos rebeldes de Federico, el Grande- la primera imagen que nos lame las pupilas y nos acaricia el pelo es la de una infinidad de hojas desprendiéndose de las ramas, para deslizarse en los gélidos suspiros del viento que se cuela desde el sur de la vida. Pareciera como si el viento -con sus gestos sutiles de fantasma confeso, de espectro bandido que lucha contra los filibusteros modernos- jugara cartas con las hojas, trepándolas hasta los techos de los castillos pretéritos para, después, dejarlas caer en la mano necesitada del que se muerde los labios desde que supo de la figura geométrica que traza el péndulo de la tradición. Pero, cuando uno es abrazado del todo por la ciudad, se da cuenta de que son las hojas las que juegan con él.
Ese diluvio de hojas tibias que guardan en su ruta el gesto inequívoco de la distancia y la nostalgia, y que no se dejan conquistar, corona los techos barrocos de los edificios de mirada altiva, casi todos de cinco pisos, hasta convertirlos en rompecabezas turcos que titilan, desordenados, en la maraña del horizonte lila que mancha la ciudad con sus dedos de porcelana, de mármol transparente. Las calles de Berlín están trazadas de tal forma que, con solo empinarse en una esquina, uno puede asir la silueta más lejana que se abre camino entre los jadeos visibles que provoca el frío, y lo mítico y peligroso de ellas es que no necesitan cambiar de rumbo para cambiar de nombre, por lo que, en el paso menos pensado, uno deja atrás la Schlosstrasse para entrar en la Ishtepestrasse. En los costados de las calles dormitan las casas y edificios históricos que nos hacen recordar las películas y series televisivas de la Segunda Guerra Mundial (como “Combate”) y los tiempos perdidos y estilos artísticos que combinan perfectamente con ellas, porque, sin previo aviso, pasan del barroco al rococó; pasan de la guerra a la paz.
En medio de las calles juguetonas y los edificios y casas serias: las hojas caídas. En medio del péndulo: la posibilidad de cambiar su rumbo con un ademán de niño. En medio de los ecos de la Segunda Guerra Mundial –que aún sacan a sus muertos felices, a las tres de la mañana, a regalar chocolates o a buscar los sueños que aún hay que cumplir o a cuidar la mano que cuida del anciano- las hojas caídas, que no dudan en soltar su aroma al nomás caen prisioneras en las manos del extranjero, tal como lo hace la flor libre que no duda en deshacerse del rocío cuando siente el primer beso del sol negro, que se aprovecha al encontrarla dormida.