Wilfredo Arriola,
Poeta y escritor
Allá por el año 2005 tuve la oportunidad de conocer a Salvador Juárez. El conocido poeta de Apopa. Demasiados comentarios llegaban a partir de él, de su obra, de su peculiar elocuencia y sus tantas historias de lo vivido, pero más de lo —malvivido—. Aquella mañana presentó su libro «Camino al Copinol» en el liceo donde estudié mi bachillerato. Un breve libro con una idea pintoresca del inevitable camino que llevamos todos, la muerte. Me llamó la atención al escuchar el tema, mi vida también ha estado rodeada de este asunto, he pasado prácticamente la mayor parte de mi vida en una funeraria. La muerte se me hace conocida y vista desde otros ojos y más si son unos ojos artísticos, me pareció digno de poner atención a la visita de aquel día. Lo escuché, le guardé la reverencia del momento y puse atención a lo que en ese día expuso. Hizo una charla amena de su trayectoria artística y poética y también dio pormenores de lo que contaba el libro. Rió con todos y puso en nuestros oídos la palabra poética que le caracterizó.
Se fue, me dejó la semilla de querer leer lo que contaba, darme cuenta por mí mismo de aquella muerte, su muerte. Saber de que se trataba el Copinol, saber si su muerte se parecía a la mía, a lo que yo he visto deambular por los pasillos de la funeraria donde he pasado lo largo de mi vida. El Copinol es un árbol que Salvador le adjudicó esa imagen de frontera, que también podría ser inicio o fin, de esos árboles de sombra que cobijan la tristeza de quien los perfora con la idea de acompañar a quien no volverá a ver más. El camino al cementerio nacional de Apopa tenía por entrada un árbol de Copinol, camino que daba la pauta para que los lugareños pensaran en voz alta la repetida sentencia luctuosa de: —Ve, otro que ya va al copinol— eran los comentarios de las personas que curioseaban al ver pasar el féretro de aquellos días. Mitad con tristeza, mitad con angustia, esa de verse en esa línea de personas acompañando al difunto y en el peor y tembloroso de los casos la imagen de figurarse adentro del ataúd. Salvador contaba eso y más, también las diferentes historias humorísticas de las velas, las pasadas de aquel entonces y ese compendio de detalles que enmarcaron su época. La verdad desde la palabra de Salvador se comprendió de su autentica voz mezclada con parte de su narrable vida, llena de conflictos, padecimientos, vicios y demás. La receta de la mayoría de los poetas y artistas, aquel que tiene una vida feliz o una infancia feliz es probable que no tendrá historias que contar. Salvador hizo de lo suyo y de su experiencia una voz muy personal que le trajo reacciones, el poeta que no es criticado es un poeta que no es leído. A todos les levantó emociones, a mí en lo personal, me dejó otra imagen de la muerte con una naturalidad artística, oficio de poeta.
Ahora Salvador se ha ido, he leído la noticia y la primera imagen que pensé fue, que su sombra del Copinol le ha iluminado su vida, su última vida. De ser testigo pasó a ser el comentario de muchos donde él estuvo también. Quizá cada vez se le ocurría un verso, o tuvo la invisible lágrima que todo poeta tiene al darse cuenta que alguien se ha marchado, que alguien no estará más, que no dirá una tarde a eso de las tres, —Vé, otro que ya va al copinol—. Te has ido Salvador, que la suerte, la sombra y la poesía sean tu compañía adonde estés. La madera de los copinoles sabrá hablar de ti, la poesía que dejaste hará lo suyo. Tu último verso se repetirá cada vez que alguien continué por ese inevitable camino.
28 de julio de 2019
Salvador Juárez
Q.D.D.G.