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La unidad de lo diverso (I)

Luis Armando González

En tiempos recientes, pareciera que asistimos a un “descubrimiento” de la diversidad de lo humano, como si la misma no hubiese tenido una presencia decisiva en el largo recorrido de la especie Homo Sapiens desde sus inicios africanos hace unos 250,000 años o más. Hablar de la diversidad, clamar por sus fueros, insistir en ella y defender los atributos que se le adscriben es estar del lado de lo políticamente correcto. Pero, claro está, ubicarse en ese lado del debate (o en el opuesto) no es sinónimo de tener la razón. Son otros los parámetros que sirven para establecer la mayor o menor razonabilidad de los argumentos. De todos modos, hay buenos argumentos, y pruebas, para oponerse a la tesis de que el reconocimiento de lo diverso en lo humano es un acontecimiento reciente. 

Y es que hacerse cargo de las diferencias entre los individuos en realidad no cuesta nada, pues se salen a relucir sin el mayor esfuerzo para quien las percibe. Ello no significa que haya quienes, pese ello, intenten anular las diferencias entre las personas (por ejemplo, las que existente entre hombres y mujeres), haciendo como si las mismas no existieran. Se trata de una postura perniciosa que, en el caso de la medicina, como anota Pere Estupinyá –comentando las ideas de Carme Valls, quien aboga por “la ciencia de la diferencia”—, “muchos fármacos se ensayaron en hombres o sin tener en cuenta las fluctuaciones hormonales del cuerpo de la mujer… algunas dosis farmacológicas están mejor ajustadas a los hombres que a las mujeres”.

No obstante que haya prácticas (médicas, económicas, políticas, culturales) que intentan borrar (anular) las diferencias las mismas no dejan de existir, y no en lo profundo de la realidad, sino en su inmediatez. En el asunto de anular las diferencias hay quienes, por sentirse agraviados por ellas (digamos por su color de piel), reaccionan con acritud cuando se las menciona: en una película que trata del racismo en EE. UU., y que se juega en dos tiempos (el de la esclavitud y el de la época actual), una mujer de piel oscura conversa con otra de piel clara por Internet. Esta última le comenta a la primera que la pintura de sus labios combina bien con su color de piel, ante lo cual la primera no oculta su malestar y desde ese momento la conversación entre ellas se hace imposible.

En fin, la diversidad nos sale al paso en el ámbito humano; también en todas las expresiones de la realidad natural, con sus maravillosas formas y estructuras; la variedad de los seres vivos, las especies y los individuos que, modificándose, les dan continuidad en el tiempo; sus colores, aromas y sonidos. Esa diversidad de la vida fue la piedra de toque para las investigaciones de Charles Darwin (1809-1882), quien se quería encontrar la clave explicativa de la misma. En imposible no citar unas cuantas líneas de este extraordinario naturalista.

“Al considerar el origen de las especies se concibe perfectamente que un naturalista, reflexionando sobre las afinidades mutuas de los seres orgánicos, sobre sus relaciones embriológicas, su distribución geográfica, sucesión geológica y otros hechos semejantes, puede llegar a la conclusión de que las especies no han sido independientemente creadas, sino que han descendido, como las variedades, de otras especies. Sin embargo, esta conclusión, aunque estuviese bien fundada, no sería satisfactoria hasta tanto que pudiese demostrarse cómo las innumerables especies que habitan el mundo se han modificado hasta adquirir esta perfección de estructuras y esta adaptación mutua que causa, con justicia, nuestra admiración. Los naturalistas continuamente aluden a condiciones externas, tales como clima, alimento, etc., como la sola causa posible de variación. En un sentido limitado, como veremos después, puede esto ser verdad; pero es absurdo atribuir a causas puramente externas la estructura, por ejemplo, del pájaro carpintero, con sus patas, cola, pico y lengua tan admirablemente adaptados para capturar insectos bajo la corteza de los árboles… Es, por consiguiente, de la mayor importancia llegar a un juicio claro acerca de los medios de modificación y de adaptación mutua. Al principio de mis observaciones me pareció probable que un estudio cuidadoso de los animales domésticos y de las plantas cultivadas ofrecería las mayores probabilidades de resolver este obscuro problema. No he sido defraudado: en este y en todos los otros casos dudosos he hallado invariablemente que nuestro conocimiento, aun imperfecto como es, de la variación en estado doméstico proporciona la guía mejor y más segura. Puedo aventurarme a manifestar mi convicción sobre el gran valor de estos estudios, aunque han sido muy comúnmente descuidados por los naturalistas”.

Explicar cómo se diversifican los seres vivos en el tiempo, en una dinámica de descendencia con modificación, fue el gran propósito de científico de Darwin. Desde él, siguiendo sus pasos y su marco global explicativo, la biología evolutiva, la biología molecular, la genética y la paleontología han acumulado un arsenal de pruebas y argumentos sólidos para explicar sus mecanismos esenciales. Pero eso ha requerido (y seguirá requiriendo, pues no todo está dicho) de enormes energías intelectuales para continuar develando las claves explicativas de la diversidad de los seres vivos, en general, y de los individuos humanos –seres vivos también— en particular.

Lo que no se muestra con facilidad es la unidad que subyace a esa diversidad y que es la que da la pauta para destacar la igualdad que se oculta tras esas diferencias; una igualdad que, cuando fue reconocida, sirvió de acicate para resistir a quienes convirtieron la diversidad en motivo de jerarquizaciones excluyentes, denigrantes e incluso en criterio para discriminar a humanos de bárbaros (que se consideraba estaban más cerca de los “animales” que de los “humanos”, en la creencia de que estos habían tenido un origen especial). Que se entienda bien: igualdad no significa –salvo para las mentes más cerradas— anulación de las diferencias, sino la aceptación de lo común que hay entre seres distintos en mil y un aspecto.

La convicción de la igualdad fundamental de todos los seres humanos (no se hablaba en principio de la especie Homo Sapiens ni, por supuesto, de otras especies del género Homo) tuvo unas raíces filosóficas, con ecos del pensamiento cristiano redefinido en el Renacimiento por autores como Giovanni Pico della Mirándola (1463-1494). La Ilustración y las revoluciones estadounidense (1776) y francesa (1789) convirtieron ese postulado en fuente de derechos. Así el Artículo 1 de la Declaración de los Derechos de Virginia (1776) establece: “Todos los hombres son por naturaleza igualmente libres e independientes, y tienen ciertos derechos inherentes, de los cuales, cuando entran a estado de sociedad, no pueden, por ningún pacto, privar o despojar a su posteridad; a saber, el goce de la vida y la libertad, con los medios para adquirir y poseer propiedad, y perseguir y obtener felicidad y seguridad”. Y, por su parte, la Declaración de los Derechos del Hombre y del Ciudadano (1789) dice en su Artículo 1: “Los hombres nacen y permanecen libres e iguales en derechos. Las distinciones sociales solo pueden fundarse en la utilidad común”.

Se trata, en el reconocimiento de la igualdad, de una conquista cultural tardía. Como dice Steven Pinker –siguiendo a Norbert Elías— es una conquista civilizatoria, que se logra tras milenios de vivir atrapados en los sesgos que impone la evidencia de ser distintos (en sexualidad, color de la piel, tamaño, habilidades, creencias, prácticas culturales y sociales, etc.). Como ya se dijo, la diversidad (las diferencias) es lo primero que se nos da cuando nos relacionamos con otros seres humanos, y esas diferencias se hacen más llamativas cuando el contacto se realiza con seres humanos que proceden de lugares lejanos. El rechazo, las fobias y las exclusiones se nutren de un énfasis excesivo en tales diferencias.

En efecto, esa diversidad (esas diferencias) ha sido (y es) el soporte para justificar odios, explotación, abusos y exclusiones a los que tan proclives somos los seres humanos cuando se trata salirnos con la nuestra. Este “salirnos con la nuestra” significa también inventar relatos o narraciones (mitológicas, religiosas, políticas o pseudo científicas) en las que nuestras diferencias respecto de otros nos hacen superiores a ellos. Tanto así que, en virtud de lo que imaginamos sobre lo que somos respecto de otros, merecemos mejores recursos, normas e instituciones especiales, comodidades y bienes que los demás, los diferentes a nosotros, no merecen. Casi automáticamente, se impone la afirmación (falaz) siguiente: si son diferentes a nosotros, entonces son inferiores. Y aceptada esa premisa, lo demás (abusos, rechazo, violencia, esclavitud) se impone casi sin resistencia.

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