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La universidad pública pos-pandemia: la peste de la pedagogía digital (2)

René Martínez Pineda

Otros actos coherentes con la intención de desarticular a la universidad pública -en los últimos dos años usando la coartada de lo virtual- realizados dentro de esa emboscada son: facilitar que lo administrativo subyugue a lo académico para burocratizar la gestión científico-educativa (a la cual se recluye en la cárcel de los formularios sin sentido ni provecho y en las clases sin acto educativo impartidas a través de pantallas), y la del pensamiento crítico que se forma en lo social del pensamiento que es el que hace la diferencia formativa con las universidades privadas; promover que la universidad pública aumente los proyectos que generen ingresos propios como un ensayo de universidad privada dentro de universidad pública; introducir la lógica mercantil en la gestión académica de la universidad pública (medir los procesos educativos como una relación costo-beneficio, relación que está detrás de la educación virtual que busca minimizar costos, aunque con ello se minimice la educación) y difundir esa lógica en el otorgamiento de títulos (que el estudiante crea que lo más importante es el título, no su formación profesional integral); especializar, en el límite de lo absurdo, las carreras impartidas para formar profesionales sin conciencia crítica… porque de ese tipo no necesita el mercado, lo cual es similar a la condición laboral en la que el trabajador sabe hacer ojales, pero no puede confeccionar la camisa completa; fomentar que la condición de maestro e investigador se flexibilice (o sea que se precarice con la flexibilidad laboral neoliberal), siguiendo la lógica del mercado; gestar una cultura interna en la que los estudiantes se vean a sí mismos como clientes que demandan clases, no educación –no son lo mismo- y que los profesores –empleados que marcan tarjeta, como si producir conocimiento fuera similar a hacer camisas en una maquila- estén sujetos a los criterios de la productividad laboral que se mide en horas y formularios, no en aportes eminentes al conocimiento, ni en el hallazgo de nuevos paradigmas sociales.

En síntesis, la universidad pública debe manejarse como empresa privada que esté privada de conciencia crítica y, jugando a los concursos de las empresas que se dan premios entre ellas, debe poner todo su quehacer en función de conseguir una mejor posición en el ranking de universidades –como si fuera el ranking de la FIFA- para medir como mercancía el valor académico-científico de la labor universitaria. En América Latina -a pesar de la retórica que jura lo contrario para quedar bien con la historia de protesta social iniciada en 1918- el objetivo vital de los procesos de acreditación iniciados en los 90s fue consolidar el modelo de universidad neoliberal con discurso popular, si acaso éste es necesario para acallar el mea culpa. Las razones de la emboscada del neoliberalismo a la universidad pública tienen que ver (aparte de gestionar, hacia la derecha, la protesta estudiantil en contextos de modificación de la correlación de fuerzas políticas, a veces con la ayuda de las izquierdas que pervirtieron las ideas de utopía y autonomía) con la revalorización ampliada del capital en los países pobres, pero sin caer en la herejía de pensar en un país pobre con criterio propio y con soberanía real.

Y es que, para el neoliberalismo, la idea de soberanía (como la idea de un capitalismo que, caminando hacia otro modo de producción, reivindique la revolución democrático burguesa que no realizó la izquierda, cuando pudo y debió hacerla reivindicando lo público) es un insulto fundacional, de la misma forma que lo es la intención de formar profesionales con conciencia social en contacto directo con la realidad concreta que sólo se transforma desde ella misma. El objetivo era, en ese momento, la globalización de las relaciones económicas en términos de libre circulación de capitales (no de trabajadores), lo que se facilitaría –veinte años después de la mano de una pandemia sospechosamente oportuna- con el trabajo y educación virtual que instauran nuevas formas de expropiación que son avaladas en nuestro país, en el marco de la que llamé “la más nefasta intervención a la UES”, por las autoridades de la Facultad de Humanidades de la UES -y de ciencias sociales como caso particularmente lamentable, perverso e irónico- que pretenden convertir las carreras en simples diplomas sin rigor científico que se otorgan para vender fritada en línea o pregonar que la tierra es tan plana como la pantalla de la computadora.

Eso significa que desde antes de la pandemia la universidad pública ya estaba en proceso de deformación espiritual, subsistiendo sin ninguna visión de compromiso social ni modelo de democracia prístina, y únicamente se dedicó a resolver sus crisis financieras convertidas en crónicas cuando se subsidió, a plena luz del día, a las universidades privadas. En El Salvador, en el marco de crisis políticas disfrazadas de crisis financieras, la consigna de los años 80 y principios de los 90: “la Universidad de El Salvador se niega a morir”, fue alterada, después de la firma de los acuerdos de paz y de las primeras exigencias de acreditación neoliberal, por la consigna: “la Universidad de El Salvador se niega a vivir”, pues en los últimos veinte años no se han puesto en práctica ideas innovadoras de educación superior (o éstas han sido saboteadas en el interior de la universidad), situación que se hizo más tangible cuando las autoridades –muchas de ellas sin virtudes intelectuales o históricas, pero sí con recursos para ser entes electorales- dejaron de ser electas por la comunidad universitaria, la que fue sustituida por organismos internos que, manipulados por los dirigentes del partido de izquierda oficial (cuyos hijos no estudian en la universidad pública, hay que aclarar), reproducen los vicios de los regímenes políticos en los que los gendarmes de la gobernabilidad son la corrupción e impunidad.

La segunda emboscada vino de la ultraderecha ideológica y religiosa (agazapada dentro y fuera de la universidad pública, y que muchas veces vive de las glorias de los dirigentes de la izquierda verdaderamente revolucionaria) que tiene una ideología reaccionaria, cuando no fascista, unas veces formulada en términos religiosos (los programas de estudio son catecismos cuyos capítulos hay que leer de acuerdo a un cronograma inviolable), y otras, en términos populares sin dejar de ser antipopular. Esta derecha enquistada en la universidad está apoyada, abierta y socialmente, por grupos radicales de derecha estudiantil –que dicen ser académicos puros- que han hecho de los organismos universitarios su modus vivendi, y eso explica que permanezcan dos décadas estudiando una carrera de cinco años; de extrema y falsa izquierda que venera las fotos de los revolucionarios, pero no sus idearios ni probidad; de neonazis disfrazados de anarquistas o eruditos; de proselitistas religiosos que formulan planes de estudio a imagen y semejanza del dios virtual de lo mercantil; de historiadores pusilánimes e ineptos que han sido formados con cursos de sociología funcionalista para que sepan replicar –en sus redes sociales- la historia del victimario; y por el inmenso grupo de oportunistas que provienen tanto de las otrora filas populares como de las de la derecha tradicional, al menos en el caso salvadoreño.

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